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El Círculo actuaba donde y cuando quería, Bashir tenía razón, era él quien le necesitaba, él y el Facilitador, que ansiaba ver en los titulares de los periódicos que el Círculo había atentado contra la Iglesia y como respuesta un grupo ultracatólico había destruido las reliquias de Mahoma que se encontraban en Topkapi, el palacio de los sultanes otomanos.

El Facilitador lo había dejado muy claro: los hombres a los que representaba necesitaban un choque violento entre musulmanes y occidentales, y nada más violento que destruir reliquias preciadas de las dos religiones: restos de la cruz donde fue clavado Jesús, y la capa, el sello, las espadas, un diente y pelos de la barba del Profeta.

– Recibirá lo que me pidió -concedió Raymond.

Salim al-Bashir sonrió. Ni por un momento había dudado de que el aristócrata desembolsaría la cantidad que le había solicitado. Estaba en sus manos.

– Conde, dentro de diez días habrá culminado su venganza.

– Eso espero.

– Nosotros no cometemos errores, por eso estamos dispuestos a morir.

Lorenzo Panetta y el equipo del Centro de Coordinación Antiterrorista se habían visto sorprendidos por el cambio de restaurante. Lo más que lograron fue que dos de sus hombres obtuvieran una mesa para almorzar en La Tour d'Argent, pero lejos del conde d'Amis y de Bashir y sin tiempo de colocar micrófonos para escuchar la conversación entre los dos hombres. Lo único que pudieron hacer era observar cómo el conde y Salim al-Bashir comían amigablemente mientras hablaban en voz baja, pero las charlas de otros comensales de mesas circundantes, el ruido del ir y venir de los camareros, y el hecho de que no estuvieran suficientemente cerca, les había impedido escucharles. De nada más pudieron informar a Lorenzo Panetta, que les aguardaba impaciente en la sede del Centro en París.

Raymond regresó al hotel apenas concluyó el almuerzo. No se dio cuenta de que le seguían, ni tampoco que en el vestíbulo del hotel le observaban dos de los hombres del Yugoslavo. No habían pasado ni cinco minutos desde que entró en su suite cuando escuchó unos golpes secos en la puerta. Abrió de inmediato y se encontró a un hombre alto, de cabello rubio oscuro y ojos color de acero vestido con un buen traje; pese a ello, algo en su aspecto le decía que aquel hombre no era un caballero.

El hombre entró antes de que Raymond le invitara a hacerlo.

– Le traigo su encargo. -Abrió un maletín del que extrajo un grueso sobre, que depositó sobre la mesa.

Raymond abrió el sobre; en él estaban los pasaportes falsificados para Ylena y sus parientes, así como tarjetas de crédito y otros documentos de identidad.

– Son auténticos -aseguró el hombre.

No le respondió, sino que se aseguró de que estuviera todo lo que había pedido.

– La silla está lista.

– ¿Dónde está?

– En Estambul, claro. Deberán recogerla en esta dirección, junto a la cámara de vídeo y el resto del material.

– ¿Dónde han colocado los explosivos? -preguntó Raymond sin disimular la curiosidad que sentía.

– Eso, amigo mío, se lo dirán en Estambul a su gente; yo sólo soy un correo.

El hombre soltó una carcajada que mostró una hilera de dientes amarillentos.

Raymond le miró con desprecio. Aquel hombre era sólo un matón, uno más de los que trabajaban para el Yugoslavo y Karakoz. Se notaba que era del sur de Francia por su acento. Un mercenario, un hombre dedicado al negocio de la muerte.

– Puede que tenga que hablar con su jefe.

– Ya sabe cómo encontrarle, pero no se le ocurra llamarle a su casa, ese teléfono no es seguro, no corneta más errores. En cuanto al dinero…

– Lo recibirán por el canal habitual.

– Ha subido el precio, ya lo sabe; su encargo ha resultado más complicado de lo que esperábamos.

– Primero comprobaremos el resto de la mercancía, después hablaremos de ese ajuste en el precio; ahora, si me permite, estoy esperando otra visita.

– ¿La chica? No está en París.

– ¿Usted cómo lo sabe?

– Nos encargamos de su seguridad en París, de que no cometa ningún error. Hasta mañana no se pondrá en contacto con usted. Es guapa, aunque el pelo oscuro no le sienta bien.

– Tengo que hacer una llamada, buenas tardes.

Cuando se quedó solo suspiró aliviado. Le repugnaba tener que tratar con matones. Busco la botella de ea/vados y se sirvió una copa generosa. Diez chas, se dijo, en diez Lilas estana perpetrada su venganza: asase lo había asegurado Bashir.

Después del almuerzo Salim al-Bashir había decidido darse un respiro paseando por París. Le gustaba aquella ciudad más que ninguna otra y pensaba cómo cambiaría cuando, algún día, fuera totalmente musulmana.

Pasear le ayudaba a poner en orden las ideas, y en ese momento necesitaba pensar en los últimos detalles de los tres atentados. Confiaba sobre todo en Hakim. Sabía que éste se sacrificaría sin pestañear. Un atentado en el centro de la ciudad vieja de Jerusalén, en la iglesia del Santo Sepulcro, conmovería al mundo entero.

El Círculo había logrado ser impenetrable, y eso en Israel era toda una hazaña. La clave era la independencia a la hora de actuar, que cada comando fuera autónomo. Sabía que podían contar con la ayuda de otras organizaciones que operaban en los territorios ocupados, pero en el Círculo preferían confiar en sus propias fuerzas. Hakim se inmolaría ante los ojos de cientos de turistas provocando la muerte de muchos de ellos y destruyendo el lugar donde los cristianos guardaban los restos de la Cruz.

Tampoco le inquietaba la voladura de la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma. Pensó en la mujer con la que había mantenido una relación íntima en los últimos años, porque le había servido de ojos y oídos en el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea. Estaba seguro de que tarde o temprano la descubrirían, puesto que ella misma le había comentado que en las últimas semanas la investigación del atentado de Frankfurt había pasado a ser materia reservada para todos los miembros del Centro. Hans Wein, el director, y Lorenzo Panetta, el subdirector, seguían contando con el personal pero sin compartir la información que tenían. Estaba segura de que no habían avanzado, pero el hermetismo de Wein era señal de que sospechaban que tenían un topo.

Aún no había decidido si pedirle directamente que se inmolara o engañarla, aunque esto último sería difícil, porque para garantizar el éxito de la operación lo más seguro era que llevara un cinturón cargado de explosivos. Tenía que pensar qué le diría, aunque no dudaba de que la mujer haría cualquier cosa por él. Quizá, se dijo, para no asustarla lo mejor sería entregarle un bolso cargado de explosivos y pedirle que lo colocara en la capilla donde se conservan las reliquias. Naturalmente, antes de que ella pudiera depositar el bolso y salir, él accionaría el detonador y la haría volar junto a los tres trozos de la Vera Cruz, el travesaño, las espinas de la corona y todas aquellas otras reliquias que guardaban.

En cuanto a Mohamed Amir y su amigo Ali, Omar le aseguraba que estaban listos y que podían confiar en ellos. Morirían si tenían que morir.

Bashir pensó que era imprescindible que fallecieran todos. Era la manera de no dejar huellas.

Sín duda el lugar más fácil de atacar era aquel monasterio de Santo Toribio escondido en las montañas de Cantabria. Carecía de cualquier protección, como si los monjes que custodiaban el Lignum Crucis pensaran que nada ni nadie sería capaz de atacar su cenobio.

Saboreó por adelantado la conmoción que los tres atentados producirían en el mundo. Después de las explosiones, Occidente no tendría más remedio que aceptar que estaba perdiendo la guerra, y sus dirigentes más ingenuos no podrían seguir negándose a ver la realidad. También los países hermanos tendrían que aceptar que ya no habría marcha atrás y los más tibios, a partir de ese momento, no podrían hacer componendas con sus amigos de Occidente, con los que algunos hacían pingües negocios y otros hablaban de alianza de civilizaciones. Estallaría la tercera guerra mundial y la ganarían ellos.

Los elegidos de Dios.

32

Ignacio Aguirre aguardaba a ser recibido por Lorenzo Panetta. Hacía una hora que había llegado a París.

En Roma había estado el tiempo justo para reunirse a solas con el obispo Pelizzoli, responsable del departamento de Análisis del Vaticano.

La conversación fue larga. Lo que dijo el viejo jesuita aumentó aún más la preocupación de Pelizzoli y de las autoridades vaticanas sobre la posibilidad de que se produjera un atentado contra la Iglesia.

Ni el padre Ovidio Sagardía ni el padre Domenico Gabrielli fueron invitados a participar en las deliberaciones del padre Aguirre con el obispo y otros responsables del gobierno de la Iglesia.

Aun así, Ovidio buscó la ocasión para estar a solas unos minutos con el hombre que había sido más que un padre para él.

Antes de partir hacia París, había hablado con el padre Aguirre.

– Padre, si tiene un minuto… -dijo con humildad Ovidio.

El sacerdote accedió, aunque dirigiéndose a él sin entusiasmo. En aquel momento, la menor de sus preocupaciones era lo que pudiera pasarle a Ovidio que, aunque le costaba aceptarlo, le había decepcionado.

– Dime -respondió con sequedad.

– Quiero pedirle perdón. Sé que le he decepcionado, que he fallado cuando no debía ni podía hacerlo. Usted esperaba que fuera capaz de estar a la altura de circunstancias como ésta, para eso me ha hecho prepararme a lo largo de estos años y me ha facilitado todas las oportunidades. Sé que he pecado de ingratitud y he antepuesto mis problemas personales a mi deber para con la Iglesia. Lo siento, me gustaría tener su perdón.

El padre Aguirre se sintió reconfortado por la actitud de Ovidio y le conmovió su pesadumbre.

Había puesto tanto empeño en hacer de aquel joven un hombre útil para la Iglesia que, acaso, había pasado por alto que Ovidio era sólo un ser humano como él mismo.

– No tienes por qué pedirme perdón. Me alegro de que hayas recapacitado. Ahora debo irme, hablaremos en otro momento.

– No me quedo en paz si no sé que me ha perdonado…

– Ovidio, no tengo que perdonarte, lo importante es que te has dado cuenta de que tienes que servir allá donde la Iglesia te necesita. Quédate en paz, hijo mío, y ayuda cuanto puedas en estos momentos difíciles.

– Padre… ¿de verdad la crónica de fray Julián ha desencadenado todo esto?

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