Said le sacó de sus pensamientos dándole un leve codazo.
– Puede que nos estén siguiendo. He visto tres veces al mismo hombre cerca de nosotros.
– ¿Quién?
– Parémonos a tomar un té y podré indicarte quién es el individuo.
Así lo hicieron, y mientras bebían la infusión humeante con sabor a especias, Said le hizo una seña indicándole el hombre del que desconfiaba. Parecía un inofensivo turista; no tendría más de treinta años y llevaba una mochila a la espalda, un pendiente en una oreja, vaqueros raídos por la rodilla y calzado deportivo. Los hombres de Said les dirían más tarde algo más sobre el joven, pero ellos decidieron interrumpir la caminata y dirigirse hacia el Sheraton, el hotel donde Hakim se alojaba con el resto de los peregrinos granadinos.
Hakim se dijo que estaba cansado y que ya había visto cuanto necesitaba. Ahora sólo quedaba que Salim al-Bashir fijara la fecha para la misión. No sabía si aún tendría que regresar a Granada o llevarla a cabo de inmediato. En cuanto a los explosivos, no había problemas: los hombres del Círculo tenían un buen arsenal; si algo sobraba en Oriente Próximo eran armas con las que matar.
El recepcionista del Crillon se mostró encantado de volver a ver al conde d'Amis, al que inmediatamente ofreció la suite que había ocupado la vez anterior.
El conde le dio una generosa propina y, seguido por el botones que llevaba su equipaje, se dirigió al ascensor.
Una vez acomodado, volvió a bajar al vestíbulo para salir del hotel y perderse en el bullicio de la ciudad. Caminó en dirección al Louvre sin rumbo fijo; entraría en algún café y desde allí llamaría al Facilitador. No debía ocupar la línea más de tres minutos, ése era el tiempo límite para que no localizaran la llamada. Además, en su equipaje llevaba varias tarjetas para su móvil que utilizaba una sola vez para cada llamada.
Entró en un café y pidió un té al tiempo que buscaba con la mirada el teléfono, que se encontraba al fondo del establecimiento.
Temía que el Facilitador le reprochara su repentina ausencia, pero estaba dispuesto a pelear por mantener al menos cierta autonomía. Respondió el teléfono al primer timbrazo.
– ¿Ya está de vuelta? Bien, sé que va a almorzar con nuestro buen amigo. Ha llegado la hora, no deben retrasarlo más. Necesitamos un revulsivo para los próximos días.
Raymond sintió alivio por no recibir ningún reproche.
– ¿Y la chica?
– Se pondrá en contacto con usted mañana. Para ese momento debe tener en sus manos la documentación. Acuerde ya con Salim la fecha. Es importante actuar coordinadamente.
– El Yugoslavo pide más dinero.
– ¡Ah! Son insaciables.
– Entonces, ¿qué debo hacer?
– El dinero no es un problema, pero tampoco hay que malgastarlo. Si la operación es un éxito, mis patrones no me preguntarán cuánto hemos gastado; de lo contrario deberé responder de cada centavo… pero haga lo que crea que debe hacer, no podemos echar al traste la operación en el último momento por la codicia de Karakoz.
– ¿Le veré?
– En cualquier momento. Ahora haga lo que tiene que hacer.
Tendría que esperar a que Ylena se pusiera en contacto con él; imaginaba que la joven volvería a alojarse en el hotel como la vez anterior, y le sorprendía la tranquilidad del Facilitador, que no parecía haberse preocupado por su ausencia. Estaba seguro de que tenía información precisa de todos sus pasos y eso le provocaba cierta ansiedad.
Decidió encaminarse hacia la place Vendóme y curiosear en las tiendas de la zona; podía entrar en el Ritz y llamar desde el bar al Yugoslavo, aunque pensó que quizá fuera mejor esperar a que éste se pusiera en contacto con él. El Yugoslavo sabía cómo encontrarle. Alguno de sus hombres estaría al acecho en el Crillon para informarle de su llegada. Necesitaba los documentos para Ylena y su comando, entre ellos tarjetas de crédito falsificadas, pese a que las órdenes del Facilitador eran tajantes: procurar no dejar pistas, y una tarjeta de crédito, por falsa que fuera, era una pista. También tendría que acercarse al banco para extraer una cantidad para entregarle a la chica.
Desde que había salido del hotel, seis hombres y dos mujeres seguían al conde d'Amis sin que éste se diera cuenta. Todos ellos trabajaban para el Centro de Coordinación Antiterrorista y contaban con la colaboración de la Sûreté francesa.
La orden era seguirle día y noche procurando no alertarle. Lo esencial era saber con quién se reunía, con quién hablaba y, sobre todo, qué negocio tenía con el Yugoslavo, el hombre de Karakoz en Francia.
Lorenzo Panetta había pedido a Hans Wein que le permitiera desplazarse a París para coordinar sobre el terreno la operación; su jefe había accedido a regañadientes, pero recordándole que era un alto funcionario, no un policía.
Panetta creía que el encuentro del conde con Bashir podría desvelarles alguna pista, por más que Wein le había insistido en que se olvidara de él. Pero más allá de las recomendaciones de su jefe, Lorenzo tenía su propio plan de acción. Estaba seguro de que se encontraban más cerca del Círculo de lo que lo habían estado nunca. Matthew Lucas pensaba igual que él. El norteamericano también había viajado a París; le sería de gran ayuda. Lo que sí había podido era sentar a dos miembros de su equipo en una de las mesas de L'Ambroisie, después de asegurarse de que estarían cerca de la reservada por el conde d'Amis.
Como de costumbre no había una sola mesa libre en La Tour d' Argent, pero llamó diciendo quién era y consiguió una. Unos minutos antes de dirigirse al L'Ambroisie había recibido una llamada de Salim proponiéndole el cambio de restaurante.
Media hora antes, la amante de Bashir le contó por teléfono que Lorenzo Panetta se había desplazado a París, y que aunque tanto el director Hans Wein como el propio Panetta mantenían un riguroso silencio sobre la marcha de las investigaciones del atentado de Frankfurt, parecían no fiarse de nadie, ni siquiera de ella. Había podido escuchar que Panetta decía que «su» hombre estaba en París. Le aseguró que haría lo imposible por indagar más y que, desde luego, estaba segura de que nada sabían de él y seguían perdidos sin encontrar una pista sobre el Círculo, empeñados como estaban en tirar del hilo de Karakoz, pero Salim decidió que era mejor cambiar sus lugares de cita, incluida la del conde.
Cuando Raymond entró en el restaurante, Salim al-Bashir le estaba esperando en una mesa situada en un rincón.
Los dos hombres se estrecharon la mano y decidieron pedir el almuerzo antes de hablar.
– ¿A qué se debe el cambio de restaurante? Creí que L'Ambroisie era uno de sus favoritos.
– Es mejor ser precavidos -respondió Salim.
– ¿Teme que alguien sospeche de nosotros?
– Estoy convencido de que no hay servicio de información en el mundo que sepa lo que estamos preparando. Pero de vez en cuando es mejor hacer estos cambios, por si acaso.
– Mí querido amigo, quisiera saber sí sus hombres están preparados -preguntó Raymond, dando por buena la explicación de Salim.
– Lo están. Dentro de diez días estaremos en plena Semana Santa. ¿No conmemoran los cristianos la muerte de Cristo el Viernes Santo?
– Sí.
– Ese día destruiremos los restos de su cruz, de esa cruz que usted tanto odia.
Raymond miró al hombre con admiración. No había caído en la cuenta de que estaba por comenzar la Semana Santa porque siempre había vivido al margen de cualquier acontecimiento religioso y su vida jamás había estado marcada por las celebraciones cristianas. En el castillo jamás se había celebrado la Navidad, y mucho menos habían estado pendientes de la Semana Santa.
– Muy apropiado. Pero dígame, tengo una curiosidad: ¿qué dirán sus jefes sobre estos atentados? No hace mucho un grupo de ulemas se reunió con el Papa y hablaron de la necesidad de ahondar en el diálogo entre las religiones monoteístas.
– Así es, pero nosotros estamos en guerra, en guerra contra los infieles que no quieren convertirse a la verdadera fe. Los infieles deben saber que no tienen otra alternativa que convertirse o morir. Los cristianos han asesinado a miles de musulmanes en nombre de la cruz.
– Eso fue durante las Cruzadas… -dijo riéndose Raymond.
– No, han continuado matándonos, invadiéndonos, despreciándonos. Las Cruzadas, amigo mío, no han terminado; lo único es que ahora los cristianos no vienen a caballo sino en aviones con las entrañas cargadas de bombas que destruyen nuestros pueblos. Algunos de nuestros ulemas hablan de paz; son hombres buenos aunque ingenuos; pero también tenemos traidores entre nosotros que se han occidentalizado, que han olvidado quiénes son y la verdadera fe. Ellos también morirán.
Salim al-Bashir apuró la copa de borgoña mientras Raymond le observaba pensando que aquel profesor era la perfecta imagen del inmigrante asimilado. Nadie diría que aquel hombre con un impecable traje comprado en la elegante y exclusiva calle londinense de Savile Row no era una fotocopia del más exquisito caballero británico. Si algún día triunfaba la revolución islamista, difícilmente Salim al-Bashir se adaptaría a la austeridad que predicaba. ¿Renunciaría a comer con vino de Borgoña?
– Y ahora, amigo mío, debemos hablar de dinero -dijo Bashir con tono compungido.
– Creo que ya ha recibido la totalidad de lo acordado.
– No, ya le dije en nuestro último encuentro que no era suficiente. Mis hombres morirán, dejan familia y la familia es muy importante para nosotros. Las madres, las esposas, los hijos y hermanos de nuestros mártires deben apoyarles y no sumar la miseria al dolor de su pérdida.
– Recibirá lo que me pidió si todo sale bien.
– No; usted me lo dará antes de que llevemos a cabo la operación.
– La operación es de ambos, así lo convinimos.
– Nosotros no le necesitamos, es usted quien nos necesita.
Raymond no respondió. Bashir tenía razón. Él solo jamás habría podido llevar a cabo su venganza. Había sido el Facilitador quien había pensado en cómo aprovecharse de ambos, de Bashir y de él. El Círculo había recibido una buena inyección de dinero, y una parte seguramente se había quedado en alguna de las cuentas ultrasecretas de Bashir o de hombres como él. Pensó en sí mismo, en cómo ya había saboreado en sueños la dulzura de la venganza. Sí, le daría el dinero; al fin y al cabo, el grueso de la operación corría a cargo de esos hombres misteriosos a los que representaba el Facilitador.