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– Perdone, padre, pero a veces pienso que usted ha convertido en obsesión la crónica de fray Julián y su relación con el difunto profesor Arnaud. Le aseguro que todos nosotros hemos leído dicha crónica, que sin duda es conmovedora, pero me cuesta creer que lo que dijera un fraile hace más de siete siglos pueda desencadenar hoy un ataque terrorista contra la Iglesia.

– Entiendo sus reticencias, señor Wein, pero mi obligación es decirles lo que pienso, lo que creo que va a pasar. Para mí es evidente que va a haber un ataque contra la Iglesia. Desgraciadamente no encuentro sentido a otras palabras: «cruz de Roma», «correrá la sangre en el corazón del Santo…», de nuevo «cruz»… Pero no le quepa la menor duda de que detrás de esas palabras se encuentra el lugar donde se va a perpetrar el atentado. En cuanto a la Crónica de fray Julián , tengo que aceptar que ha determinado mi vida mucho más de lo que yo mismo podía sospechar la primera vez que tuve el libro en mis manos, pero les aseguro que en mis muchos años de servicio a la Iglesia jamás me he engañado ni he engañado con tal de hacer valer mis hipótesis.

– Bien, continuaremos investigando; no echaremos en saco roto sus recomendaciones -aseguró de mala gana Hans Wein.

– Creo que mi presencia le incomoda -le espetó Ignacio Aguirre- y lo entiendo: ustedes están preparados para que las cosas sean como creen que deben ser porque intentan pensar con la lógica de los terroristas, pero les aseguro que éstos siempre les sorprenderán. Aparentemente no tiene sentido que entre los papeles quemados de un comando islamista aparezcan frases de Otto Rahn. En cuanto a los cátaros… entiendo que les cueste creer que un aristócrata francés quiera vengarse de la Iglesia siete siglos después de la caída de Montségur, pero así es. El actual conde d' Amis ha sido educado en la venganza; para él los cátaros no pertenecen al pasado, sino que forman parte de su presente, estoy convencido.

– Falta un eslabón -aseguró Lorenzo Panetta.

– Sí, aparentemente -admitió el jesuita-, y aquí sólo cabe especular. Ustedes saben mejor que yo que hay intereses que están por encima de los gobiernos y de las instituciones. Quién sabe si ése es el eslabón.

– No entiendo dónde quiere llegar.

– Sí lo entiende, pero no le gusta. Podemos preguntarnos por qué se decidió acabar con el sha e impulsar un régimen religioso en Irán, o por qué Bin Laden fue un hombre de Occidente… por qué suceden ciertas cosas en el mundo que desgraciadamente no son fruto de la casualidad, sino de los cálculos interesados de cierta gente. Quiero decir que, por descabellado que le pueda parecer que el conde d'Amis y el Círculo se unan para golpear a la Iglesia, tenga por seguro que lo harán. Me voy a Roma; quiero exponer ante mis superiores las conclusiones a las que he llegado. La Iglesia debe estar preparada para lo que se nos viene encima; ahora se trata de averiguar dónde nos van a golpear y, señores, debería ser tarea suya averiguarlo.

La conversación con el padre Aguirre dejó malhumorado a Hans Wein y pensativo a Lorenzo Panetta, que no se atrevía a decir ante su jefe que creía que el sacerdote tenía razón. Pero en aquel caso, Panetta ya había decidido que sería difícil avanzar con Wein. Le profesaba afecto y respeto, pero su jefe era demasiado ordenancista para permitirse siquiera pensar en algo que no estuviera en el manual de instrucciones. Y él temía que la predicción del padre Aguirre se hiciera realidad y un grupo de fanáticos atentara contra la Iglesia, pero ¿dónde, cuándo, cómo? Confiaba en lograr información desde dentro del castillo, por más que hasta el momento habían fallado todos los intentos de conseguir que alguien del entorno del conde le traicionara. Pero él estaba dispuesto a jugar una carta de la que nada le había dicho a Hans Wein.

Tenía que hablar con Matthew Lucas. Confiaba en el norteamericano, le sabía lo suficientemente inconformista para jugarse la carrera si fuera necesario.

Matthew siempre tendría problemas porque era incapaz de ser políticamente correcto.

* * *

Hakim paseaba por Jerusalén con cierto temor. Said, su contacto del Círculo en Jerusalén, le acompañaba a todas partes; era un comerciante de la ciudad vieja con una tienda de souvenirs cerca de la Puerta de Damasco que le aseguraba que había oído hablar de Caños Blancos, el pequeño pueblo que parecía colgado en la ladera de la Alpujarra granadina y del que él había sido responsable hasta ser designado para la misión.

Omar, el jefe de los comandos del Círculo en España, confiaba en él lo mismo que Salim al-Bashir y le había pedido el sacrificio de su vida sabiendo que no les fallaría. Su hermano se haría cargo de Caños Blancos; estaba preparado para ser el jefe y guardián de aquel refugio seguro del Círculo en España.

Le preocupaban Mohamed y Ali. Les había llegado a conocer bien durante el tiempo en que habían estado juntos preparando su parte en la misión. Los dos jóvenes rebosaban buena voluntad pero les faltaba fe, creer de verdad en la necesidad del sacrificio. Había podido ver en sus ojos angustia cuando les recordaba que debían morir para que la misión fuera un éxito.

Mohamed Amir le aseguraba que ansiaba convertirse en un mártir como su primo Yusuf, pero en realidad quería vivir.

Yusuf había sido una figura importante en el Círculo, era un intelectual, un hombre que había estudiado en la universidad, inquieto y curioso, que siempre estaba leyendo. Salim decía que la muerte de Yusuf había sido tanto como perder su mano derecha. Pero Yusuf se había empeñado en participar en el atentado de Frankfurt porque era su ciudad y creía que no había nadie mejor que él para lograr el éxito de la misión.

Caños Blancos se le antojaba a Hakim lo más parecido al Paraíso en la Tierra. Amaba Granada, aquella tierra que sabía que algún día volvería a formar parte de la umma musulmana.

Llegar a Jerusalén había resultado más sencillo de lo que preveía. Lo hizo con una excursión de granadinos que habían elegido la agencia de viajes de Omar para organizar su peregrinación a Tierra Santa. Había intentado confundirse entre ellos, ser uno más, y lo había conseguido. Un matrimonio de edad avanzada parecía haber simpatizado con él y, en el aeropuerto, los atentos ojos de los policías israelíes lo único que podían captar era su per-tenencia a aquel grupo de turistas.

Tener un pasaporte español le había sido de gran ayuda, por más que su aspecto no dejaba lugar a dudas; aunque los funcionarios de inmigración israelíes le habían interrogado sobre los motivos de su visita, creía haberles desconcertado cuando les dijo que era alcalde de un pueblo granadino, y que viajaba con un grupo de amigos y conocidos.

Said le aseguraba que no debían bajar la guardia, ya que podían estar siguiéndoles. Claro que él, a su vez, había montado una contravigilancia para detectar si los hombres de la seguridad israelí habían desconfiado más de lo normal de aquel turista, y hasta el momento no habían percibido que le estuvieran vigilando. Aun así llevaba tres días visitando la ciudad como un simple turista junto al resto de los peregrinos.

Sabía que no podía fallar. Salim al-Bashir le había encomendado la parte más difícil del plan. Estaba allí en la capital sagrada, mancillada por la presencia de los judíos, y suyo era el honor de destruir las reliquias guardadas en la iglesia del Santo Sepulcro.

Había visitado la iglesia intentando parecer un turista más. Desde luego, los religiosos ortodoxos que vigilaban el templo no parecían haber desconfiado de su presencia; acaso le habían tomado por un árabe cristiano. También había paseado por Belén, incluyendo en su recorrido la basílica de la Natividad, e incluso había pedido a Saíd que le enseñara las tumbas de los patriarcas.

Said le había preguntado cuánta gente necesitaría para llevar adelante el plan y se había extrañado con su respuesta: nadie, prefería hacerlo solo. Llevaría un cinturón cargado de explosivos que estallaría en el mismo momento en que se acercara al lugar donde custodiaban aquel trozo de madero que decían era parte de la cruz donde había muerto Jesús.

No hacía falta que muriera nadie más que él, ¿a qué sacrificar otras vidas? Además, hasta el momento el Círculo era invisible para el Mossad y la Shin Beit, y así debería seguir siendo. Las organizaciones palestinas a veces lograban ser infiltradas por el odiado enemigo, pero el Círculo permanecía cerrado a cal y canto a los ojos de los judíos.

Hakim pensaba en la cercanía del Más Allá. Se decía que pronto estaría en el Paraíso y sentía cierto temor ante el tránsito entre la vida y la muerte. Estaba seguro de la existencia de Alá, por Él iba a sacrificar su vida, por Él llevaba tantos años luchando, escondiéndose, destruyendo a los enemigos, de manera que no dudaba, pero aun así se despertaba por la noche con un sabor ácido en la boca y dolor en el estómago. Una cosa era participar en una misión sabiendo que se puede morir y otra muy distinta poner fecha al último día de tu vida. Sería un mártir y el Círculo honraría a su familia; eso era lo que le daba fuerzas para seguir.

Antes de volar a Jerusalén, Omar, el jefe del Círculo en España, le había encomendado otra misión: hablar con el padre de Mohamed Amir y ordenarle que resolviera el problema de su hija. Laila había ofendido a Salim al-Bashir mostrándose impertinente en la conferencia que Salim había pronunciado en Granada. Laila no ponía límites a su inmodestia y algunos hermanos habían acudido a Omar a quejarse de su influencia en sus esposas, hijas y hermanas. Había que callar a aquella ramera y era obligación de su familia hacerlo. No se lo pedirían a Mohamed puesto que él tenía la misión, junto a Ali, de hacer volar el monasterio de Santo Toribio; además Omar dudaba de que Mohamed tuviera la fortaleza suficiente para acabar con la vida de su propia hermana.

De manera que Hakim había hablado con el padre de Laila y Mohamed sin dejarse conmover por las protestas del hombre. Tenía que lavar el honor de su familia, era una vergüenza para la comunidad que su hija se exhibiera como una mujer vulgar. Para Laila sólo cabía una solución: morir. Había conminado al hombre a que cumpliera con su deber y diera muerte a su hija sin decir nada a su hijo. No debía distraer a Mohamed de su misión; al fin y al cabo, él era el cabeza de familia, aunque se decía que su esposa le dominaba y ésta protegía con celo a la hija.

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