– Claro, ahora mismo, ¿qué sucede?
Lorenzo no respondió.
Raymond de la Pallisière se había refugiado en el silencio y la apatía, y su fiel mayordomo Edward se había convertido en el guardián de su estado de ánimo impidiendo que nadie le molestara.
El conde había regresado hacía un par de días y pasaba las horas sentado en la biblioteca ensimismado en sus propios pensamientos. Sus socios y amigos de la fundación Memoria Cátara habían intentado verle sin éxito, tampoco había respondido a otras llamadas. Pero cuando escuchó el pitido del móvil que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, el conde no tuvo más remedio que sobreponerse y responder.
– Sí…
– Tengo todo el material listo. Supongo que el lugar de entrega es el acordado y que esta vez no habrá más dilaciones.
La voz del Yugoslavo fue como una sacudida que le obligaba a regresar a la realidad.
– Sí, todo tiene que ser como estaba previsto.
– Entonces hagámoslo; ya sabe que para realizar la entrega tiene que enviar la parte acordada.
– Quedamos que sería una vez que viera el material.
– El material es de primera y el riesgo de entregarlo en su destino es alto, de manera que preferimos cobrar por adelantado.
– Ya recibieron una cantidad a cuenta.
– Ahora queremos la totalidad.
– No, no recibirán la totalidad hasta que el material no esté en su destino. Les enviaré una parte, pero no todo.
– ¿Y los documentos?
– Dentro de tres o cuatro días estaré en París. Le llamaré.
– Bien, pero ya es hora de cerrar este negocio; nosotros hemos cumplido con nuestra parte.
– Eso lo veremos a la entrega.
Pensó en llamar a Ylena, pero decidió que lo haría al día siguiente cuando llegara a París. Ylena debía de estar esperando su llamada. También tenía que ponerse en contacto con el Facilitador, pero no desde el móvil con el que hablaba con el Yugoslavo; tendría que poner otra tarjeta y cambiar de lugar. No podía cometer errores. Sabía que el Facilitador no dudaría en hacerle matar. Decidió que, al igual que a Ylena, le llamaría desde el Crillon.
Aún tenía el móvil en la mano cuando el mayordomo entró con gesto preocupado en la biblioteca.
– Perdone que le moleste, señor, pero su abogado de Nueva York está al teléfono. Le he dicho que estaba reunido, por si no quiere hablar con él.
A Raymond le temblaban las manos y sintió un sudor frío por la espalda. Si su abogado le llamaba sólo podían ser malas noticias. Aunque lo peor ya había pasado: jamás olvidaría la humillación a la que le había sometido su hija negándose a verle, mandándole el recado de que sentía náuseas de pensar que su padre era un nazi e insistiendo en que jamás hablaría con él.
Hizo un gesto a Edward para que le dejara solo y carraspeó mientras se dirigía a su despacho para hablar sin testigos.
Tardó unos segundos en descolgar el teléfono, temeroso de lo que pudiera oír.
– Buenas tardes, mister Smith.
– Buenos días, perdón, buenas tardes, señor conde. Tengo noticias de su hija.
Sintió otro escalofrío. Todo cuanto se refería a Catherine le ponía los nervios tensos como las cuerdas de un violín.
– Me acaba de telefonear el abogado de su hija para comunicarme que viajará a Francia en un par de días.
Raymond continuaba en silencio, anonadado por cuanto le decía su abogado.
– ¿Me escucha? -preguntó el abogado.
– Desde luego.
– Bien, al parecer su hija quiere recorrer los lugares donde vivió su madre; un viaje sentimental. Ha decidido incluir en su recorrido el castillo… Quiere saber si puede ir, aunque su abogado me ha dejado claro que la visita no significa una reconciliación, sólo será una visita.
– Mi hija puede venir cuando quiera, el castillo es su casa, algún día será suyo. ¿Querrá verme?
– Bueno, su abogado me ha dicho que sí, que está dispuesta a verle, pero me ha insistido en que nada ha cambiado respecto a la opinión que ella tiene de usted.
– ¿Cuándo llegará a Francia?
– Al parecer, pasado mañana aterriza en París, no sé si irá directamente al castillo o iniciará su periplo sentimental por algún otro lugar, eso no lo ha dicho.
– Comunique a su abogado que mi hija puede visitar el castillo cuando quiera.
– Bien, así lo haré… espero que todo vaya bien…
– Buenas tardes, mister Smith.
El abogado colgó el teléfono y miró nervioso al hombre que le observaba sentado frente a él y que no se había perdido ni una sola de las palabras pronunciadas.
Raymond no sabía qué sentir. Buscaba dentro de sí alegría, pero no la encontraba. Temía a Catherine, temía el encuentro con su hija a pesar de que allí, en el castillo, él se sentía seguro.
Ansiaba verla, porque Catherine era sólo un sueño. No sabía cómo era su rostro, ni el color de sus ojos o de su cabello. ¿Se parecería a su esposa o a él?
Le preocupaba que llegara en aquel momento, justo cuando la operación había entrado en la fase final. Él tenía que ir a París y volver a reunirse con Ylena. También tenía que llamar al Facilitador, al misterioso señor que movía los hilos de su vida y de las de tantos otros como si fueran marionetas. Pero no, él también se servía del Facilitador, gracias a él podría perpetrar la venganza que su padre no había llevado a cabo. Sí, sería él, el vigésimo tercer conde d'Amis, quien vengara la sangre de los inocentes derramando otra sangre, la de sus verdugos, aunque fuera muchos siglos después. La Iglesia no había pedido perdón por su cruzada maldita contra los cátaros.
Buscó el número de teléfono de Bashir. Tenían que verse, decidir la fecha en que harían correr la sangre de la cristiandad.
Salim al-Bashir se hallaba en aquellos momentos en Londres cenando con un grupo de intelectuales que disertaban sobre la alianza de civilizaciones. La conversación fue breve y aparentemente intrascendente. Quedaron en verse en París durante el fin de semana, almorzarían juntos en L' Ambroisie, en la place des Vosges, donde el foie-gras de pato confitado a la pimienta gris se había convertido en uno de los platos favoritos de Salim.
* * *
Hans Wein leía el informe con las últimas conversaciones del conde d'Amis, y aunque no se mostraba tan excitado como parecían estarlo Lorenzo Panetta y Matthew Lucas, no dejaba de reconocer que el caso parecía complicarse.
El padre Aguirre continuaba en Bruselas e insistía en su teoría de que el conde d'Amis y el Círculo se habían unido para golpear a la Iglesia. Wein creía notar que lo que decía el jesuita ganaba terreno en el ánimo de su segundo, Panetta, y de Matthew Lucas, el enlace con los estadounidenses. Aun así, él se resistía a creer en esa alianza, el Círculo no necesitaba a ningún conde francés para poner una bomba; desgraciadamente lo venía demostrando con demasiada frecuencia.
– ¿Te decidirás ahora a que se intervengan los teléfonos de ese Salim al-Bashir? -insistió Lorenzo.
– Nuestros amigos británicos tienen esta información y considerarían un escándalo que se investigara a este hombre. Es amigo de tres ministros del Gobierno, e incluso ha sido recibido por personas del entorno real para conocer su opinión sobre la situación y demandas de los musulmanes en Reino Unido. Los británicos no quieren ni oír hablar de cercar a Salim al-Bashir.
– Pues se equivocan. ¿Cómo pueden negarse a ello? -se quejó Lorenzo Panetta-. ¿Es que no le dan importancia a su amistad con el conde?
– Dicen que Bashir no tiene por qué saber que el conde se relaciona con el Yugoslavo, y preguntan si pretendemos intervenir los teléfonos de toda la gente que conoce el conde. No, no podemos hacerlo sin los británicos.
– Que, curiosamente, se han vuelto exquisitos con las formas. -No quieren problemas con los musulmanes; bastantes tienen ya.
Laura White anunció la llegada del padre Aguirre. A Lorenzo le sorprendía el cambio que se había operado en Laura en los últimos días. Parecía nerviosa. Claro que Andrea Villasante tampoco estaba en su mejor momento. La española discutía con todo el mundo y había perdido el aplomo que tanta admiración les causaba. Se preguntó qué les podía estar pasando a estas dos mujeres. También le llamaba la atención que se hubiera producido cierta distancia entre la una y la otra. Antes se las veía quedar para ir a jugar a squash o visitar alguna exposición; ahora procuraban evitarse y menos aún, citarse.
El saludo del padre Aguirre le devolvió a la realidad. El sacerdote creía haber encontrado una pista sobre una de las frases encontradas en los papeles de Frankfurt.
Hans Wein no tenía demasiadas esperanzas en los descubrimientos del sacerdote, sobre todo porque le asustaban las especulaciones que éste hacía sobre el caso.
Ignacio Aguirre se daba cuenta de las reticencias del director del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea, pero hacía caso omiso de ellas. Estaba demasiado angustiado por lo que podía suceder para preocuparse de que hirieran su orgullo tomándole por un viejo loco.
– Creo que una frase corresponde a un texto de Otto Rahn -afirmó el sacerdote.
– ¿Cuál? -preguntó con curiosidad Lorenzo Panetta.
– «Nuestro cielo está abierto sólo a aquellos que no son criaturas…», lo que sigue es «de una raza inferior, o bastardos, o esclavos. Está abierto a los arios. Su nombre significa que son nobles señores».
Tanto Wein como Panetta le miraban asombrados. Pero Ignacio Aguirre continuó hablando sin detenerse.
– En realidad esta frase es continuación de otro párrafo anterior: «No necesitamos al Dios de Roma, ya tenemos el nuestro».
– ¿Estas frases son de Otto Rahn?
– Así pensaba el personaje -respondió el padre Aguirre-; he podido encontrar estos textos gracias a las notas del profesor Arnaud.
– ¿Y qué sentido tiene que los pensamientos de Otto Rahn estuvieran en manos del comando islamista que perpetró el atentado de Frankfurt? -preguntó de mal humor Hans Wein.
– No lo sé. Puede que al estar en contacto con el conde d'Amis éste les surtiera de seudoliteratura sobre los cátaros, o puede que algún miembro del comando sintiera cierto interés por esa herejía precisamente por estar el conde detrás.
– ¡Es un disparate! -exclamó enfadado Wein-. ¡Usted pretende convencernos de que el conde d'Amis está detrás del Círculo!
– No, yo no pretendo eso. El Círculo está formado por islamistas fanáticos que tienen su propia guerra declarada a Occidente; lo que yo digo es que puede haber una confluencia de intereses entre el conde y el Círculo, en este caso para golpear a la Iglesia. Otra de las frases es igual de significativa: «Lo imperfecto no puede provenir…», lo que continúa es «de lo perfecto», es una de las frases de Rahn en su libro Cruzada contra el Grial , analizada por el profesor Arnaud, porque explica la esencia del pensamiento cátaro. Entiendo su dificultad para aceptar mi opinión pero no la descarte. Temo tener razón. Hay una relación clara y evidente entre Ravmond de la Pallisière y el Círculo, y puede que ese profesor Salim al-Bashir no sea tan inocente como ustedes pretenden.