– ¡Por Dios, qué cosas dices! No, no echemos la culpa a aquel pobre fraile.
– Pero él reclamaba venganza… en su crónica pide que alguien vengue la sangre de los inocentes…
– No nos volvamos locos nosotros también. Fray Julián sufrió porque su conciencia se rebelaba a que se impusiera a Dios haciendo derramar sangre. Por favor, Ovidio, ponte en la piel del buen fraile, pero sobre todo no olvides que es una historia del siglo xiü. A fray Julián le dolía la conciencia y sentía que derramar sangre no podía quedar impune. Ya veo que empiezas a tomarte en serio la crónica de fray Julián…
– Perdóneme, padre, siempre pensé que… en fin, me parecía una excentricidad, una obsesión, su interés por esa crónica. Jamás sospeché que un día iba a convertirse en una pista para un asunto tan terrible como éste.
– Hablaremos de todo esto a mi vuelta. Ahora debo irme.
– ¿Se va de Roma?
– Me voy a París.
– ¿A París?
– Sí, monseñor Pelizzoli os informará de lo que crea que debéis saber sobre cómo están las cosas.
El jesuita pensaba en Ovidio mientras seguía al funcionario que le llevaba al despacho donde Panetta había instalado su cuartel general en París. No le sorprendió encontrar allí a Matthew Lucas, que parecía entenderse bien con Panetta.
– Me alegro de que esté aquí, padre -le dijo a modo de saludo Lorenzo Panetta-. Hans Wein me avisó de su llegada.
– Como puede suponer estamos muy preocupados; no sé si les puedo ser de alguna utilidad… en todo caso he obtenido permiso para estar con ustedes y seguir de cerca la operación.
– Nos serán muy útiles sus consejos y experiencia -le aseguró Panetta-. Y ahora, padre, me gustaría hablar con usted, no sé si bajo secreto de confesión, porque lo que le voy a decir no debe saberlo nadie…
* * *
Raymond no tenía hambre ni ganas de salir. Decidió quedarse descansando en su suite del Crillon. Llevaba un rato intentando leer pero era incapaz de concentrarse y decidió poner la televisión.
El teléfono le sobresaltó, y aún más cuando escuchó al jefe de recepción del hotel.
– Señor conde, perdone que le moleste, pero una dama que dice ser su hija quiere hablar con usted.
Se quedó mudo, sin saber qué decir. Tardó unos segundos en reaccionar. No podía ser cierto que Catherine estuviera allí y mucho menos que quisiera hablar con él.
– No le he entendido -acertó a decir.
– Su hija está aquí y pide que le avisemos. ¿Quiere usted que suba a la suite o prefiere que le espere aquí?
No sabía qué responder. Le resultaba imposible aceptar que Catherine estuviera en ese mismo instante tan cerca de él y sintió que le temblaban las piernas.
– Señor conde… -le conminaba el recepcionista a una respuesta.
– Pregunte a mi hija si prefiere subir aquí o esperarme en el vestíbulo.
Un segundo más tarde el recepcionista le anunciaba que un botones acompañaba a su hija a la suite .
Raymond tenía miedo. Notaba que un sudor frío le recorría la espalda. Temía a Catheríne, de la que sólo sabía cuánto le odiaba. Había soñado con conocerla, abrazarla, pero sabiendo que era un sueño que jamás se cumpliría porque su hija se había negado siempre a encontrarse con él y había hecho público a través de sus abogados su desprecio hacia él, la última vez no hacía ni una semana. Ahora, en dos días, parecía haber cambiado de opinión, primero viniendo a Francia, aunque fuera en un viaje sentimental en busca de las huellas del pasado de su madre y luego pidiendo ir al castillo, y ahora presentándose de improviso en el Crillon.
Unos golpes en la puerta le anunciaron la llegada de Catheríne. Se acercó con paso vacilante a abrir y se quedó inmóvil cuando vio frente a él a aquella mujer de rostro anguloso, cabello castaño con reflejos caoba y unos inmensos ojos negros. El botones les observó con curiosidad mientras esperaba la propina del conde.
Catheríne entró sin decir palabra; parecía segura de sí misma, y en su mirada no se reflejaba ninguna emoción.
– Así que tú eres mi padre -le dijo mirándole fijamente a los ojos.
– Sí -musitó Raymond.
– Eres diferente a como te había imaginado.
Él no respondió. Tenía la boca y la garganta seca y se sentía en situación de inferioridad ante aquella mujer que paseaba su mirada por el salón. Ella tampoco era como la había imaginado; no se parecía a Nancy salvo por la seguridad que desprendía.
– ¿Cómo me habías imaginado? -quiso saber él.
– Supongo que… no sé… con aspecto de monstruo, aunque mi madre decía que habías sido muy guapo, supongo que por eso se enamoró y se casó contigo.
– Así que un monstruo… -musitó él en tono de queja.
– Para mí es lo que eres -respondió Catherine sin vacilar,
– ¿Qué quieres? -le preguntó él con apenas un hilo de voz.
– Quiero visitar los lugares donde vivieron mi madre y mis abuelos. Quiero saber cómo fue su vida aquí. También me gustaría… -Catherine se mordió el labio antes de continuar hablando como si sopesara lo que iba a decir-; en fin, me gustaría saber cómo pudo enamorarse de ti.
– Estabas muy unida a tu madre -afirmó Raymond.
– Lo era todo para mí. Cuando te dejó se dedicó totalmente a mí, hizo lo imposible para que no echara en falta un padre. Nunca me falló, le debo todo cuanto soy.
– Me hubiera gustado conocerte antes -murmuró Raymond-, pero tu madre no me lo permitió, y luego tú tampoco quisiste saber nada de mí.
– No, no quise. ¿Para qué? Representas todo lo que mi madre y yo odiamos.
– Y ahora, ¿por qué has querido verme? No era necesario, podías ir al castillo sin que yo estuviera allí.
Catherine guardó silencio unos segundos retirando su mirada de la suya. Raymond la observaba fascinado. Le parecía increíble que aquella mujer fuera su hija. Sin embargo lo era: allí estaba despreciándole como lo venía haciendo desde que tenía uso de razón.
– No lo sé; no sé por qué he querido verte, no sé por qué estoy aquí -confesó ella de nuevo sosteniéndole la mirada.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó de improviso.
– ¿Hambre? No… no sé…
– ¿Dónde te alojas en París?
– En el Maurice.
– ¿Quieres que vayamos a cenar?
– ¿A cenar?
– Sí, podemos ir a cenar y continuamos hablando.
Raymond la vio dudar; tampoco él sabía por qué le había propuesto ir a cenar. Ya eran las ocho y media, y además él no tenía apetito; pero necesitaba salir, respirar aire, encontrarse en un terreno más neutral.
– De acuerdo -dijo ella-, pero no me apetece tener que cambiarme.
Él la miró con detenimiento dándose cuenta de que la joven vestía de manera informal: pantalón vaquero, un suéter de cachemir, botas y un chaquetón que había dejado en la entrada. Así vestida no podían ir a demasiados lugares, al menos no a los que él conocía.
– ¿Es la primera vez que vienes a París? -preguntó a su hija.
– No, he estado en otras ocasiones. Un viaje de estudios, luego viajes de trabajo.
– Bien, entonces tienes una idea de los lugares que te pueden gustar.
– ¿Podemos ir a La Coupole? Está en Montparnasse…
– De acuerdo, iremos allí; es un lugar que gusta mucho a los norteamericanos.
– ¿Y a ti no?
– Nunca he estado.
Catherine le miró como si le pareciera imposible que un francés no hubiera almorzado o cenado alguna vez en su vida allí.
No hablaron mucho durante la cena, aunque ella le preguntó con curiosidad por el castillo y él se interesó por sus estudios de arte y por lo que pensaba hacer en el futuro. Catherine se mostró esquiva en las respuestas.
– No sé qué voy a hacer con mi vida. Me siento muy sola, perder a mi madre ha sido lo más terrible que me ha sucedido. Necesito tiempo para recuperarme.
Raymond empezaba a creer que podía ser posible, si actuaba con cautela, establecer una relación con su hija. La notaba perdida, frágil, exhausta por la larga enfermedad de su madre, destrozada por su muerte.
– Háblame de tu madre -le pidió.
Pero Catherine se puso en guardia, y sus ojos negros brillaron con ira.
– No tengo nada que contarte de mi madre, precisamente a ti.
– Yo la quería, la he querido siempre -respondió Raymond.
– Si la hubieses querido habrías abandonado tus locuras.
– ¿Mis locuras? ¿Cuáles son mis locuras?
– Eres un nazi, un loco que sueña con una raza superior y, lo que es peor, te crees heredero de los cátaros.
– Soy heredero de una vieja familia donde algunos de sus miembros murieron en la hoguera por los intereses de un rey y el fanatismo de un Papa. Si sabes algo de historia no deberías acusarme de loco.
– Ya sé, mi madre me contó todas esas historias absurdas.
– ¿Absurdas? La historia de nuestra familia (sí, Catherine, también es tu familia) no es una historia absurda. Nuestra familia luchó por mantener la independencia de su tierra y no pasar a formar parte de la Corona de Francia. Hubo una confabulación del rey y del Papa, a ambos les convenía acabar con el Languedoc, y…
– ¡Por favor, no me hables de reyes y de papas! ¡Estamos en el siglo XXI! ¿En qué siglo vives tú? Pero sobre todo, ¿cómo puedes ser nazi? ¿Cómo puedes creer que hay hombres mejores que otros?
– Hay hombres mejores que otros, eso es evidente.
– ¡Todos somos iguales! -dijo Catherine elevando el tono de voz.
– No, no lo somos. Yo no soy igual que el camarero que nos está sirviendo al cena. Yo soy el conde d'Amis, y él como mucho conocerá el nombre de sus abuelos. Tú tampoco eres igual que el camarero. Por muy norteamericana que te sientas, algún día serás la condesa d'Amis y te guste o no heredarás algo más que dinero y tierras, heredarás una historia. Pero aunque no fueras la futura condesa d'Amis, tampoco eres como el camarero. Has estudiado en una buena universidad, has estado mimada desde pequeña, no te ha faltado de nada.
– Yo también he sido camarera. Durante dos años trabajé en la cafetería de la universidad. He servido muchos refrescos y hot dogs . Recuerdo esos dos años como los más divertidos de mi vida. ¿Qué tiene de malo ser camarero? En Norteamérica tanto da de lo que uno trabaja; haber sido camarero, repartidor de periódicos, barrendero o cualquier otra cosa es un motivo de orgullo. ¿De verdad te crees superior?
La joven empezó a reír. A Raymond le dolía la risa de Catherine, y sintió resentimiento hacia su fallecida esposa por haber hecho de aquella hija una mujer vulgar, alguien capaz de sentirse igual a aquel joven, con acento del extrarradio de París, que les estaba sirviendo la cena.