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– Habrá que buscar acomodo para este hombre -le dijo-, y la verdad es que lo tenemos difícil. Las casas no están en condiciones. O le cede usted un rincón en la suya, o le tendré que amueblar una habitación en la Comandancia Militar.

– Haga lo que le plazca -respondió el otro-, pero si va a meterlo en mi casa dígaselo usted a Felisa.

El militar no pudo reprimir una súbita alarma.

– No será necesario… no será necesario. Yo tengo sitio de sobra.

La Comandancia Militar, un sólido y vetusto edificio de dos plantas con una balconada corrida que daba sobre el puerto, se alzaba junto a la cantina y delante mismo de la higuera. Allí, lejos de los pabellones donde dormitaba la tropa, vivía y despachaba el capitán Constantino Martínez. En la parte superior había habilitado una habitación para su uso privado, y en la planta baja, a un lado de la puerta, había acondicionado una oficina que, por la escasez de sus elementos, tenía un aire provisional de campaña inacabada. El resto de las estancias estaban vacías y sus puertas atrancadas.

Hacia allí se encaminaron. Una niña, con la espalda y las palmas de las manos apoyadas en el tronco de la higuera, observaba atentamente al recién llegado. Benito Buroy la miró un instante al pasar junto a ella. Tenía unos ojos verdes que daban a su mirada la profundidad de los materiales translúcidos, y una melena tan negra que a la luz del sol dejaba escapar reflejos violados. Y, aunque apretaba con fuerza los labios y mantenía unidas las puntas de los pies, había en su postura una sutil sensación de aplomo, debida quizá a un exceso de su osamenta, que delataba un indicio de madurez. Buroy pensó que las niñas empezaban a hacerse mujeres por los hombros. Antes de alcanzar el edificio, Paco se despidió con un gesto de la mano y se desvió hacia la cantina. Un soldado, sentado en una silla solitaria del vestíbulo, se puso en pie con desgana al ver entrar a los dos hombres.

– Sin novedad, mi capitán -dijo reprimiendo un eructo. Su superior le miró con inquina pero no hizo ningún comentario. Se metió con Benito Buroy en su despacho y cerró la puerta. Del único archivador que allí había sacó una botella y dos vasos. Los dejó sobre la mesa. Al tomar asiento, la butaca soltó un crujido amenazador que no alteró al militar en lo más mínimo. Señaló a Benito Buroy dos sillas de respaldo alto, rescatadas sin duda del comedor de alguna casa abandonada, que se encontraban frente a su mesa. -Me permitirá ofrecerle un fino -dijo. Benito Buroy dejó la cartera en el suelo y se quitó el abrigo. Tomó asiento mirando al capitán sin saber qué decir. Se sentía cohibido. El comisario no le había explicado cómo tenía que comportarse ante la máxima autoridad de la isla, pe hecho, se había limitado a hacerle el encargo y a depositarlo allí sin darle ningún tipo de instrucciones.

– Sé que usted no es lo que parece -dijo el militar despejando sus dudas con voz cómplice aunque grave-. El señor comisario no me ha proporcionado ningún detalle de su cometido en Cabrera, pero lo entiendo. La guerra es como el polvo. Se cuela hasta en los lugares más apartados. La semana pasada, sin ir más lejos, vimos el periscopio de un submarino a dos millas del puerto. Nos dimos la vuelta, informamos al mando y Santas Pascuas. Mi única misión es que siga ondeando el pabellón de España en el castillo, y no es poca cosa. Sé bien que si finalmente entramos en el conflicto el inglés vendrá de inmediato a por nosotros. Esta cochina isla es la puerta trasera de las Baleares. Pero, si eso sucede, la defenderemos hasta el último hombre.

Parecía nervioso. Tamborileaba con los dedos sobre la mesa y hacía crujir la butaca moviéndose a un lado y a otro. Benito Buroy se sintió más tranquilo. El capitán Constantino Martínez estaba asustado por algo que sucedía muy lejos de allí pero que podía alcanzarlo en cualquier momento. El también había pasado noches enteras acurrucado en una trinchera, fumando cigarro tras cigarro, consciente de que antes o después avanzaría implacable y sangrientamente algo que era imposible detener.

Alzó un poco el vaso para cruzar las piernas.

– Sólo quiero decirle -continuó el capitán- que no voy a entrometerme en nada de lo que usted haga y que puede contar con mi ayuda si la necesita.

– Me bastará con que me trate en público como a un enemigo del Régimen.

– Claro, claro. Faltaría más… Respecto a esto, quería decirle que había pensado albergarlo en la planta de arriba, donde yo estoy. Pero me parece más aconsejable darle una habitación aquí abajo. Es lo que habría hecho en un caso como éste.

Benito Buroy asintió con la cabeza. El militar apuró el contenido de su vaso y se puso en pie.

– La habitación está vacía, pero voy a dar instrucciones para que se la amueblen.

Tiró del cinturón para subirse los pantalones y se encaminó hacia la puerta.

– Sólo una cosa -dijo antes de abrirla-. Supongo que no habrá ninguna duda acerca de mi lealtad… La guerra me sorprendió en Badajoz, pero me puse de inmediato a las órdenes del general Yagüe, que por aquel entonces era coronel.

Luego luché en la toma de Madrid y me condecoraron. Mire, tengo la espalda llena de metralla.

Se quitó la guerrera y se alzó un poco la camisa para mostrar el costado. La piel, de aspecto pulposo, aparecía surcada de pequeñas cicatrices.

– ¿Lo ve? -insistió el militar-.Tengo esquirlas hasta en los riñones. No sé ni cómo estoy vivo, y todo para que acabaran destinándome a este lugar. Pero no me importa. Lo único importante es servir a España y a nuestro Caudillo, ¿verdad? Estoy seguro de que antes o después me trasladarán a la Pe nínsula.

Nunca había tenido mujer, pero tampoco echaba de menos su presencia. Años atrás había estado con algunas furcias, allá por las costas de Alicante, en un burdel que le dejaba muy cohibido porque olía a perfumes orientales y estaba todo revestido de bordados y pasamanería. De aquella temporada, que no le satisfizo en exceso, había sacado la conclusión de que las mujeres resultaban deslumbrantes pero muy difíciles de entender, que se reían o se enfadaban por causas ocultas y que se comportaban con gran nerviosismo, como si anduvieran esperando con ansia a que sucediera algo importantísimo. Quizá por eso embellecían con encajes todo cuanto las rodeaba y se embadurnaban con afeites, para estar preparadas cuando llegara la gran noticia. Pero el Lluent, para quien su principal pasión eran el pan blanco y las sardinas en lata, nada sabía de noticias y le daba pánico la sola posibilidad de recibirlas. Para él, una noticia era señal de que las cosas cambiaban y de que, por lo tanto, alguien había muerto.

Así que dejó correr lo de las mujeres. Pasados los años, y arrastrado por la magia confusa de la fonética, llegó a creer sinceramente que un burdel era algún tipo de barco. El Lluent tenía muy buena intuición para adivinar dónde se encontraba a cada momento, pero muy mala memoria para recordar dónde había estado tiempo atrás. Eso lo hacía buen marino, pues se orientaba bien y la reiteración del horizonte nunca le agobiaba. Había pasado la vida entera en el mar. principalmente en pesqueros que faenaban por la costa. Su llegada a Cabrera se había producido tras enrolarse en la barcaza que llevaba el petróleo para el faro. Pero el trasiego de bidones no era lo suyo, por mucho que el sueldo fuera superior a lo que él estaba acostumbrado. Fue entonces cuando, en la cantina del islote, conoció a un pescador viejo y calvo que navegaba siempre con un perro aureolado de pulgas. Aunque era un hombre recio, se veía con facilidad que la vida se le escapaba a borbotones cada vez que exhalaba el aire. Et Lluent se ofreció para trabajar con él, y el viejo marino acabó dejándole la barca en herencia a cambio de que, llegado el momento, se encargara de enterrarlo en el cementerio con la cabeza orientada a levante y, dijera lo que dijese cualquiera en el pueblo, en la esquina opuesta a una lápida marcada misteriosamente con un círculo. Así lo hizo el Lluent, y dos años después enterró allí mismo al perro junto a su verdadero dueño. Como un faraón roñoso, el perro recibió las paletadas de tierra acompañado por toda su cohorte de pulgas, que no pudieron o no quisieron abandonar su paraíso muerto.

Así había llegado el Lluent a ser el pescador de Cabrera. Había otros, pero raras veces pernoctaban en la isla y todos le debían respeto, ya que no obediencia. Aunque el Lluent nunca ponía objeciones a sus idas y venidas y hasta les dejaba pasar la noche en el suelo junto al fuego de su chimenea, sabían que era mejor no encararse con él. Su navaja albaceteña, que llevaba siempre al cinto, había probado en un par de ocasiones la sangre caliente. El Lluent era, por méritos propios, el señor de aquella ensenada que tantas vidas había salvado en días de tormenta.

En una ocasión, un soldado de los que aparecían de vez en cuando por la cantina le preguntó la edad que tenía. El pescador alzó la mirada para contemplarse un instante en el espejo que cubría parte de la trasbarra. «Soy joven, pero no tanto», contestó, con la mayor precisión posible en un hombre que nunca había usado el calendario. Algún tiempo después, jugando con Paco al dominó, se había quedado abstraído mirándose de nuevo en aquel espejo.

– ¿Qué coño haces? -le había dicho el otro-. ¡Si eres más feo que Picio! ¿Quieres hacer el favor de estar atento?

– Acabo de descubrir que ya no soy joven -comentó el Lluent con un punto de melancolía-. Ay, Señor, cómo pasa el tiempo.

En la embriaguez del vino encontraba la dulzura del placer. Cuando bebía, la cabeza se le llenaba de nubes pacíficas, y el vaivén que mecía su cuerpo era dócil y respondía a sus caprichos. En las noches más oscuras, cuando el viento se aquietaba y la higuera permanecía tan inmóvil que se diría petrificada por un último soplo de aire gélido, se le oía canturrear las melodías con las que se balanceaba, gozoso, sentado a un lado de su puerta. Para el Lluent no había paz comparable a aquélla. Si algo le molestaba era la ansiedad que lo embargaba a veces, normalmente en alta mar, mientras descifraba los signos del cielo y leía en la superficie de las aguas. No tenía miedo a los temporales, pero sí a aquel agobio que, como una inundación interior que lo sorprendiera en la soledad del mar abierto, le nacía en el vientre y le subía por la garganta hasta asfixiarlo con los olores penetrantes de perfumes casi olvidados. Entonces el viento le traía el sonido de risas imposibles, y en las palmas de las manos le nacía un anhelo de suavidad que le obligaba a frotárselas para espantarlo. En esas ocasiones se subía a la borda y, agarrándose con una mano al mástil, se masturbaba con saña sobre las olas para verter en el agua una memoria enquistada que no sentía como propia. Luego, ofuscado, murmuraba algunas blasfemias, bajaba de la borda, se guardaba de nuevo en el pantalón la polla dolorida, y continuaba con sus labores maldiciendose a sí mismo por haber caído una vez más, como un ladrón de placeres ajenos, en las suciedades de unos recuerdos que no le pertenecían.

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