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El peor secreto del mar son las medusas, que existen apenas y te amenazan sin que las veas, sin que puedas saber que las tienes al lado. A mí me recuerdan a esos miedos que a veces te sobresaltan sin motivo, o a esas tristezas que te inundan los pulmones y te ahogan en la pena cuando menos lo esperas, o a las malas ideas que te revolotean en la mente y que te hacen sentir mezquina porque no puedes dejar de seguirías igual que a mariposas.

Yo creo que las medusas no deberían existir, y el Lluent piensa lo mismo. Como está loco, cuando las ve desde la barca las coge con las manos y las tira a las rocas, donde se convierten en charcos de gelatina. Después se seca en los pantalones y escupe al agua, intentando limpiar el mar con su saliva.

Cuando Otto Burmann vio a aquel hombre en la puerta del bar, salió de detrás de la barra y se encaminó cojeando hacia el fondo del local. Tras echar un vistazo a la grasienta cocina en penumbra se detuvo ante la puerta del lavabo, que alguien golpeaba desde el interior de forma rítmica y persistente. Observó durante unos instantes el pomo esférico. Uno de los tornillos que lo sujetaban se había aflojado y bailaba con el traqueteo de la puerta. Sin pensárselo más, Otto Burmann cogió el pomo, lo hizo girar y tiró de él. Contempló las grandes nalgas femeninas, desnudas y ruborizadas, que se agitaban ante sus ojos con ansiedad interrumpida. Luego alzó la mirada hacia el hombre que, sentado en el retrete, hundía los dedos en la espesa melena que se desparramaba entre sus piernas.

– Das gibt's nicht! -exclamó Otto Burmann-. Erica ha vuelto a beber demasiado… y tú tienes al comisario esperándote en el bar. Súbete los pantalones.

El hombre del retrete hizo un gesto de cansancio. Dio unos golpecitos en la espalda de la mujer, que alzó un brazo desorientado al tiempo que apoyaba las rodillas en el suelo. No parecía capaz de incorporarse por sí sola.

– Esto no se le hace a una mujer, Benito -censuró el alemán-. Ni a ésta, ni a ninguna.

– Ayúdame. Yo no puedo levantarla.

Otto Burmann la cogió por las axilas para enderezarla. Ya fuera del lavabo le arregló la falda y, sosteniéndola por el talle, regresó con ella al bar. La depositó sin mucho miramiento en una silla frente a una mesa desocupada. La mujer tenía el rostro abotargado, las mejillas salpicadas de venas diminutas y unos labios gruesos que se le arqueaban en una mueca desagradable. Miró con desidia a su alrededor. Parecía ver un mundo distinto del real, o ninguno. Intentó enfocar el rostro del alemán sin conseguirlo. Chasqueó la lengua con rabia.

– Estoy harta de tí, Otto. Estoy harta de todos vosotros. Dame una ginebra.

En el local había sólo cuatro hombres que jugaban a las cartas en una esquina. El policía se había apoyado en la barra. Absorto, y en apariencia desentendido de cuanto lo rodeaba, se pasaba la yema de un dedo por la palma de la otra mano como si se estudiara las callosidades. Otto Burmann volvió 3 situarse detrás del mostrador y observó desde allí a Benito Buroy, que salía de la trastienda con las manos en los bolsillos. Había recuperado su habitual aire despreocupado, traicionado solamente por un miedo indefinible escondido en las pupilas. Aquel pánico atrincherado en sus ojos era lo que había llevado al alemán a dejarse seducir por él y a perdonarle cuanto hiciera.

– Esto se está convirtiendo en un paseo -dijo el comisario, con voz ronca y húmeda, al ver al recién llegado-. Después de Francia, Gran Bretaña caerá en cualquier momento. A estas horas deben de estar bombardeando Londres.

Benito Buroy le miró con indiferencia. Al fondo del local, Erica intentó encender un cigarrillo que se le cayó de las manos y rodó al suelo. Murmurando incoherencias, apoyó una mano en la mesa y hundió la cabeza bajo ella como si estuviera metiéndola en un barreño de agua. Al otro lado de la puerta de cristal llovía con fuerza. Era un chaparrón de finales de agosto. El comisario tenía la gabardina empapada.

– Tú -dijo al alemán-, sírvenos dos cervezas.

Tomó asiento en una mesa junto a la entrada y señaló a Benito Buroy la silla que se encontraba frente a él.

– La última vez me prometió que me dejaría en paz -dijo el otro sin hacer caso del ofrecimiento.

– Siéntate, cono. A mí no me dice un sádico depravado lo que está bien y lo que está mal. Si yo te ordeno que hagas algo, lo haces, y punto. Y si no, de vuelta al penal.

Benito Buroy le obedeció con desgana. El comisario bebió un largo trago de cerveza. Luego se pasó las manos por el pelo mojado y se las frotó con energía.

– Tenemos un problema con un alemán. No un lisiado como éste, que salió dando saltos sobre su pierna sana al oír el primer tiro, sino un alemán con un par de cojones y un hijo de puta. Dice llamarse Markus Vogel, pero se le han encontrado otros documentos en los que figura como Paul Wahle o Ricardo González.

– Avise a la Gestapo. Ellos sabrán qué hacer con él.

– ¡No seas gilipollas, Benito! -se impacientó el comisario-. ¡Qué gilipollas eresjoder! ¿Crees que vendría a buscarte si pudiera solucionarlo de otra forma? ¿Crees que me gusta estar sentado en esta mierda de garito que apesta a gonorrea?

Benito Buroy desvió la mirada hacia la lluvia que caía al otro lado de la puerta. El comisario pasaba bastantes noches por allí, se tomaba sus cervezas o sus chatos de vino, incluso se encerraba en alguna que otra ocasión con Erica en el servicio de la trastienda. Quizá Erica era la única, en aquella ciudad, que nunca había pretendido aparentar ser distinta de como era.

– Bueno -continuó el policía-, el caso es que la Gesta po nos ha pedido que lo busquemos. Quieren repatriarlo y sospechan que anda por esta zona. Y es cierto. Lo tenemos confinado en Cabrera.

– ¿Cuánto tiempo lleva ahí?

– Unos tres meses.

– A estas alturas ya se habrá vuelto loco. No hay quien aguante en ese islote.

– Él sí, te lo aseguro. En teoría trabaja para ia Abwehr, el servicio de inteligencia militar, y está fuera del alcance de la Gestapo. Pero lo vieron varias veces con una americana de la OSS que se mueve por Madrid como por su casa. Estuvieron juntos en el Palace y en los toros. El caso es que los alemanes están que trinan. Para mayor jodienda, no les hemos dicho que el tipo ese nos hizo también algún trabajillo a nosotros. El muy cabrón nos la metió a todos doblada y los capitostes no quieren que se sepa. Así que ya sabes lo que toca.

Dejó sobre la mesa un objeto envuelto en papel de estraza. Benito Buroy sopesó unos instantes la pistola.

– Tendré que disparar varias veces para cargarme todas sus identidades -dijo con teatral resignación.

El comisario soltó una risotada.

– ¡Eres un malparido! -exclamó-. ¡Qué malparido eres!

Y, volviéndose hacia la barra:

– ¡Tú, tráenos dos cervezas más!

Y a continuación, incorporándose un poco para observar a la mujer que, tras golpearse varias veces la cabeza con el bajo de la mesa, había decidido mantenerse inmóvil allí, en un mundo de súbito reducido:

– ¡Erica, putarrona!, ¿te vas a fumar el cigarro tirada en el suelo?

Leonor Dot sacó una silla al porche y se quedó sentada largo rato, las manos sobre las piernas y la mirada perdida en el paisaje limitado de la isla. Los recuerdos la asaltaban como estribillos de canciones tristes, pero ella intentaba adaptarse a su nueva situación. Aun en las peores condiciones, siempre lo había conseguido. Pensaba Leonor Dot que todos los españoles, los que, terminada la guerra, se trían reencontrando en las desasosegantes esquinas del destierro, los cientos de miles de reclusos en espera de un perdón incierto y cruel, incluso los favorecidos por el nuevo régimen que intentaban, aunque sólo fuera por regresar a una vida normal, sacar lustre a los oropeles de la miseria, todos los supervivientes de la guerra civil, en definitiva, antes o después acabarían haciendo lo mismo: sentarse en algún rincón a descansar un poco y dejar pasar el tiempo. Eso mismo era lo que ella debía hacer, dejar pasar el tiempo y disfrutar de la relativa tranquilidad que Cabrera podía ofrecerle. El mundo había iniciado otra guerra y aquel islote, por inhóspito que fuera, parecía un buen lugar para mantener a salvo a su hija y esperar la llegada de épocas mejores.

Camila, a sus espaldas, creyó que su madre se había quedado embobada. Sin duda era mejor aquello que verla llorar, por lo que decidió no molestarla durante un rato. Se limpió el dedo tiznado de hollín con las hierbas que invadían la entrada y abrió la maleta que Leonor había dejado en el suelo. Encontró algunas prendas de ropa interior, un escueto neceser, un abrigo suyo que miró con aversión porque le iba pequeño, y cuatro libros forrados con pliegos de Solidaridad Nacional Hojeó los libros hasta que se decidió por uno de ellos, las Luces de bohemia de Valle Inclán, en un ejemplar en el que su padre había ido subrayando las frases que le gustaban. Se tumbó sobre uno de los catres y estuvo leyendo los subrayados, sin entenderlos demasiado, hasta quedarse dormida. Cuando despertó, con el rumor de la lectura todavía en los labios, el sol declinaba y su madre continuaba en la misma posición. El silencio era tan denso que le producía palpitaciones y una vaga sensación de temor, ese temor suave que tanto se parece a un malestar del ánimo. Camila decidió combatirlo de la mejor manera que sabía, la misma que utilizaba cuando de niña la dejaban sola en su gran piso del ensanche barcelonés y creía intuir presencias vacilantes agazapadas entre las sombras: hurgando por la casa para convertirse en la dueña absoluta de todos sus resquicios. No es que hubiera allí mucho que explorar, pero no tardó en descubrir, tirado en el suelo bajo el estante de azulejos, un pequeño marco con la foto de una mujer de aspecto rubicundo. Tenía la cabeza cubierta con un pañuelo anudado bajo e¡ mentón, una gran verruga en la mejilla y la mirada intensa, retadora, de quien no cree en absoluto en los retratos. A un lado del porche Camila advirtió una forma herrumbrosa entre las plantas. Era una hoz de aspecto siniestro. Y poco después, en una esquina de lo que había sido el huerto, encontró una construcción redonda que parecía un pozo. Se asomó con cuidado, pues las piedras se movían, y dejó caer un guijarro. Al poco le llegó con toda nitidez el ruido que hacía al golpear la superficie del agua. Fue entonces, al retirarse del pozo, cuando vio que una lagartija se colaba por una abertura que dejaba la argamasa desprendida. Cogió un palo para forzar al animal a salir. Pero, al introducirlo por la abertura, la piedra tras la que se había escondido la lagartija se desprendió y cayó al suelo entre los pies de Camila. Se agachó con cuidado para escudriñar en el interior del boquete. Allí estaba el saurio, inmóvil y extremadamente atento, junto a una caja de latón que brillaba en la oscuridad. La chica asustó con el palo al involuntario cancerbero y retiró la caja. En la tapa había pintado un elefante que caminaba por la selva con un indio enturbantado a horcajadas sobre su cuello. Camila alzó la tapa con el corazón palpitándole con fuerza. Descubrió varios billetes de banco antiguos, un anillo muy grueso que engarzaba una piedra de aguas azules, y una llave grande un poco oxidada. Camila la cogió ignorando todo lo demás. Corrió hasta el porche sin poder contenerse.

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