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Ella habría preferido llorar, pero se senda demasiado herida para que aquello pudiera bastarle. Sentada en la popa de la barca, encogida para protegerse de las salpicaduras de las olas, veía el mar que el motor acuchillaba y que a medida que avanzaban se cerraba de nuevo, sin dolor y sin sangre. La isla de Mallorca, de la que habían zarpado media hora antes, se había convertido en una línea neblinosa en el horizonte. En aquellos momentos navegaban por entre peñascos inhóspitos que brotaban del agua como amenazas de las tinieblas. Cabrera se veía allí delante, perdida en ninguna parte, absurdamente diminuta y estéril. Las ruinas de un castillo se alzaban sobre la embocadura del puerto.

La barca estaba llena de cajas. Iba tan cargada que navegaba lastrada y quejosa, como si una fuerza invisible tirase de ella hacia abajo. El motor renqueaba formando borbotones en la superficie, con un ruido similar al que producía Camila cuando su madre la obligaba a hacer gárgaras para aliviar el dolor de garganta. El agua, de un azul tan oscuro que daba miedo mirarla, se convertía en una lámina transparente al barrer la cubierta. Parecían sostenerse a flote por un descuido de lo inevitable.

Un hombre pequeño y de aspecto desabrido se hallaba de pie junto a la carga. Con una mano se asía a los cabos que la sujetaban, y con la otra sostenía un puro que se llevaba trabajosamente a los labios. Frente a él, la madre de Camila permanecía sentada sobre unas latas. Alzaba con decisión la barbilla y no parecía incómoda, aunque se había empapado por completo.

– Señora Forteza…-comenzó el hombre.

– Me llamo Leonor Dot, siempre he usado mi apellido de soltera -le interrumpió ella-. Además, ustedes fusilaron a mi marido hace seis meses. Ahora soy viuda.

– Señora viuda de Forteza -prosiguió el otro con cierta sorna-, le puedo asegurar que Cabrera no es el lugar ideal para usted, y mucho menos para una jovencita como su hija. Las autoridades están dispuestas a retenerlas en esta isla el tiempo que haga falta. Si firma esos documentos podrían iniciar una nueva vida en cualquier lugar de España. Incluso les entregaríamos pasaportes, si así lo desean. Es usted una mujer fuerte, ya lo ha demostrado, pero creo que debería recapacitar acerca de su decisión.

– No sea usted ridículo. Llevo mucho tiempo sin tomar ninguna decisión. Ustedes no me dejan.

– En estos islotes, aparte del destacamento militar, sólo hay cuatro pescadores borrachos y ratas, miles de ratas. Se lo comen todo, las muy hijas de puta… Haga usted lo que quiera. Pero si cambia de idea dígaselo al comandante. El se pondrá en contacto conmigo.

Leonor Dot no contestó. Desvió la mirada hacia la costa. La ensenada que albergaba el puerto se abría entre montañas peladas. En la de la derecha había un faro. Se veía una escalera tallada en la roca que ascendía hacia él. En la de la izquierda se alzaban los paredones en ruinas del castillo. Cuando entraron en la ensenada las olas dejaron de romper contra el casco. En la parte central, en el arranque de un valle cubierto de olivos que se adentraba en la isla, se extendían los barracones polvorientos de las instalaciones militares. Pero la barca no se dirigió hacia allí. Viró hacia la parte posterior del castillo, donde algunas casas viejas y mal encaladas parecían desmoronarse en torno al puerto. Era éste un muelle de piedra que salía de una explanada con una higuera centenaria. A un lado, frente a la única casa que parecía habitada, había un par de mesas bajo un emparrado. Alguien, con la caligrafía dubitativa pero cuidadosa de las personas iletradas, había pintado sobre el dintel de la puerta la palabra «cantina».

En el muelle esperaba un oficial acompañado por dos soldados. Se encontraba allí también un hombre de lacios cabellos desgreñados, con una camisa abierta hasta el ombligo que aireaba con orgullo una espesa pelambrera torácica. El oficial se cuadró en cuanto el hombre que viajaba en la barca puso pie en tierra.

– ¡Capitán Constantino Martínez, comandante del puesto! ¡Sin novedad, señor! ¡A sus órdenes, señor!

– No hace falta que me dé el parte, hombre -contestó el recién llegado-. Soy de la policía.

El oficial bajó la mano, y los dos soldados, que también se habían cuadrado detrás de él, apoyaron los fusiles en el suelo. Uno de ellos se quitó la gorra para rascarse la cabeza.

– ¿Quién ha ordenado descanso?; Quién? -gritó el militar-. ¡Firmes, coño!

– Escúcheme, capitán -prosiguió el policía-: Esta es la viuda de Ricardo Forteza, y ésta su hija Camila. Permanecerán en Cabrera hasta nueva orden. Usted será responsable de que no salgan de aquí.

– No se preocupe, señor. Ya he recibido instrucciones. A esre puerto sólo vienen algunos pescadores, todos ellos gente afecta y de confianza, y la barca semanal de abastecimiento. De Cabrera no entra ni sale nadie sin que yo lo sepa.

Leonor Dot había dejado en el suelo la maleta de cartón en la que llevaba todas sus pertenencias.

– ¿Dónde viviremos? -preguntó al militar. -Eso es competencia de Paco, señora. Le presento a Paco. Es este hombre.

Con un gesto incisivo de la mano, como si estuviera indicándole por dónde tenia que encaminarse, señaló al individuo de la pelambrera en el pecho. El hombre esbozó una amplia sonrisa que dejó al aire unos dientes arrasados por la caries.

– Yo soy Paco, sí. Les acompañaré a.su casa. Can Xuxa se llama. La Xuxa se murió antes de la guerra, pero aquí todos seguimos llamando a la casa por su nombre.

– Muy amable. Nos gustaría estar solas cuanto antes -sentenció Leonor Dot, cogiendo del brazo a su hija y cargando la maleta.

Las pocas casas del pueblo se arracimaban en torno a la explanada y a un tramo de camino que ascendía por entre la vegetación rala de la montaña. Algunas estaban destechadas. En ninguna se veía un alma. El hombre subió a buen paso hasta la última de ellas y las esperó junto a la puerta.

– Tendrán que atrancarla por dentro -les dijo mientras la abría-. La cerradura está en buen estado, pero no he encontrado la llave. A saber qué diablos haría con ella la Xuxa.

Era una casa humilde de una sola habitación. Estaba construida en un repecho de la montaña. En la parte que daba a la bahía conservaba el esqueleto arruinado de un porche, y a un lado tenía un pequeño terreno cubierto enteramente de ortigas y rodeado por un muro bajo.

– Es el huerto -aclaró el hombre-. La casa lleva vacía muchos años, pero no tiene goteras. Los soldados han traído una mesa y un par de catres. Mi mujer, que tiene un carácter algo difícil, se ha negado a adecentarla. Dice que usted no va a tener nada mejor que hacer aquí… Bueno, vayan ustedes con Dios.

El hombre se alejó por el camino de regreso al puerto. Camila salió al porche y mostró a su madre un dedo tiznado de hollín.

– ¿Con qué me limpio? La cocina está asquerosa. Leonor Dot entró en la casa. Contempló con desolación las paredes manchadas de humedad, la mesa, flanqueada por dos sillas de anea, los dos camastros al fondo de la habitación. Aquello era todo. No había armario ni alacena. Junto al fogón de leña se conservaba un estante de obra recubierto de azulejos. Y sobre el estante ropa de cama del ejército, una cacerola y dos platos de estaño.

Leonor Dot se acercó a una ventana. Tuvo que forcejear con ella hasta que el marco cedió con un chasquido de madera reseca y las hojas se abrieron dejando escapar un melancólico chirrido. Desde allí se veía toda la ensenada. En aquel momento un pequeño laúd entraba en el puerto. Leonor Dot apoyó una mano en el alféizar, se llevó la otra a los ojos y se echó a llorar. Lloraba con tanta fuerza que los hombros se le alzaban en violentas sacudidas.

Detrás de ella, Camila hizo una mueca de disgusto y se dejó caer en una silla.

– Parece que guardes todas tus energías para ellos -dijo con acritud, en voz baja-. Sólo me fastidias a mí.

El mar es como el alma. Es profundo, sabes que lo es pero no cuánto en realidad, porque es también impenetrable. Y está lleno de monstruos terribles y un poco grotescos, igual que el alma. El Lluent me ha contado que en estas aguas hay rayas y tiburones más grandes que su barca de pesca, pero estoy segura de que exagera. Aunque a veces, cuando nado, veo sombras que se deslizan por debajo de mí. Entonces me asusto y me pongo a cantar bien fuerte y a agitar los pies hasta que las sombras desaparecen, se disuelven en la profundidad como el reflejo de las nubes. Porque en el fondo del océano es muy fácil ir de un lugar a otro, no hay fronteras ni existe la gravedad. Los peces son los pájaros de las aguas.

Mi madre dice que el Lluent bebe demasiado. Dice que es una cosa curiosa que muchas veces no pueda tenerse en pie y que nunca se haya caído de la barca. Pero yo sé que eso no puede suceder. El Lluent jamás se caerá de la barca porque respeta demasiado la profundidad. Una mañana en que lo encontré almorzando en el muelle me enseñó a ver las cosas a través del cristal de su botella de vino. El mundo entero era verde y de proporciones engañosas, como cuando buceas. «Un hombre es igual que una botella -me dijo-. Si miras a través de él lo ves todo distorsionado.» Es posible que el Lluent, acostumbrado a observar las olas en busca de los bancos de peces, lo vea todo siempre así, y que por eso, cuando sale de ¡a taberna, camine aturdido y balanceándose. Quizá lleve ya demasiado tiempo paseándose con su barca por la superficie del mar. O quizá, en fin, sea cierto que bebe demasiado.

Mi madre no me deja acompañarlo cuando va de pesca, pero a menudo nos lleva a las dos a dar breves paseos por la costa. Mi madre suele llorar en cuanto nos alejamos un poco del puerto, y no porque esté asustada, sino porque recuerda los paseos en barca que daba con mi padre. El Lluent, claro, no puede sustituirlo, ni a él ni a nadie. A duras penas podría sustituirse a sí mismo, pues no creo que sea consciente de lo raro que nos resulta a los demás. Cuando ve llorar a mi madre se le saltan las lágrimas y comienza a moquear en silencio jugando con los anzuelos. Yo no lloro, aunque me gustaría, porque los dos parecen muy felices cuando mi madre dice «oh, basta ya, Lluent, somos un par de bobos», y se limpian las narices, el pescador con la manga, mi madre con un pañuelito que se saca del escote, No lloro porque no puedo. Me limito a mirar e¡ mar, que de día es transparente como el vidrio de la botella y deja ver las algas del fondo y los peces. Pero no siempre es así. A media tarde las aguas se aquietan y se enturbian, cansadas por todo lo que esconden, para encerrarse en sí mismas. Y por la noche el mar es ya completamente negro y parece que todo en su interior sea también negro y un poco peligroso, como en el alma.

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