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Ayer fuimos a esperar a Felisa, que llegaba por fin de Mallorca. Al bajar al muelle, cogidas de la mano, mi madre me pidió que no le dijera que Paco había estado borracho casi toda la semana y que ella se había encargado de cocinar y de mantener en orden la cantina. A mí me había tocado llevar cada día la comida al capitán a su despacho, y hasta Andrés nos había ayudado a pasar la escoba por el bar, con tanto ímpetu que las colillas volaban y rebotaban contra las paredes y los cristales como abejorros asustados, incluso el Lluent, que no suele hablar con nadie, se había colocado tras la barra para servir a los pocos soldados que venían a tomarse un refresco. Él había sido también el que, cansado de ver a Paco dormitando bajo el emparrado, una mañana lo había cogido en brazos para meterlo en la cama. El pobre hombre babeaba sobre el hombro del pescador, gimiendo una y otra vez: «la vida es una mierda, la vida es una mierda», aunque sin decir por qué pensaba eso de la vida. Luego nos chivó el Lluent que le había escondido el vino, aunque creo que más bien se lo robó, porque lo vi salir camino de su casa con un capacho que tintineaba. Mi madre, que al final ya estaba un poco harta, me dijo ayer, mientras bajábamos cogidas de la mano hacia el puerto, que hay mujeres como Felisa que sostienen ellas solas un mundo y que por eso tienen el carácter destemplado y las piernas surcadas de varices.

Al vernos en el muelle desde la embarcación que entraba en la ensenada, Felisa comenzó a agitar su brazo gordezuelo y nos señaló las cajas. La barca iba como siempre atiborrada de cosas para los militares, pero en aquella ocasión había también algunas para nosotras. Nada más echar el piloto los amarres, Felisa, sin poder contener la impaciencia, extendió las manos hacia los dos soldados que esperaban para ayudar en el descargue. Sostenida por ellos, que hinchaban los carrillos como si levantaran una viga de hierro, subió al muelle tan ufana que parecía que iba a reventar de gusto.

__Tú y tú -les dijo a los soldados hundiéndoles el dedo en las guerreras-. Coged esas cajas, esas de ahí, y llevadlas a mi casa.

Entonces, al ver que el capitán la miraba con perplejidad, se volvió hacia él.

– Constantino, le robo un momento a estos dos jóvenes.; Y no se queje, que mañana le haré paella! ¿Cuánto hace que no come una paella?

Nos encaminarnos hacia la cantina seguidas por los improvisados porteadores. Para que todo hubiera sido perfecto sólo faltaba que el elefante de la caja de latón que había encontrado en el pozo y que tantos regalos nos iba a proporcionar hubiera cerrado la comitiva. Porque allí había de todo: sartenes, jabones de olor, cortinas de cretona estampadas de flores y hasta una tulipa de cristal para nuestra bombilla desnuda. Felisa fue disponiendo las cosas sobre una mesa del bar mientras nos explicaba que finalmente el anillo se lo había comprado su cuñado, y que él mismo le había presentado a un hombre que tenia todo lo que pudiéramos imaginar, y más aún, en un almacén grande como una catedral, un hombre simpatiquísimo que la había tratado igual que a una reina, que le había ofrecido una especie de trono de terciopelo granate para que, desde allí, fuera pidiendo por esa boquita, porque el hombre era un caballero y además deseaba quedar bien con su cuñado, gran amigo suyo y todo un jerarca, eso había dicho el hombre, tiene que estar orgullosa de que su hermana haya pillado a este tunante, y su cuñado se reía con benevolencia y le decía que dejara de soltar idioteces y que atendiera a la señora como Dios manda, y Felisa señalaba algo y decía esto, y aquello, y lo de más allá, y ahora dos cortinas para una amiga y unas ollas para mí, y un mozo le traía tajas y cajas llenas de cortinas y de juegos de cocina, y teteras con escampas de París y de Londres, y floreros de Murano de esos tan bonitos que tienen gotas de aire dentro, y al final, cuando ya había pagado Felisa y el hombre los acompañaba a la puerta, le había guiñado un ojo y le había dado de tapadillo un collar de perlas que a ella, a Felisa García García, le daba vergüenza ponerse con lo gorda que estaba, y le había dicho que era para él un placer entrar en comercios con mujeres de gusto exquisito.

Todo eso dijo Felisa de un tirón y sin coger aire, por lo que acabó con la cara congestionada aunque muy satisfecha de saber que, en algún lugar, un hombre galante y educado apreciaba la exquisitez con que llevaba un mundo entero a las espaldas. Mi madre y yo salimos cargadas con todo aquello y emprendimos la ascensión hacia nuestra casa. A medio camino nos detuvimos para descansar. Entonces mi madre miró con gran desánimo la caja que había dejado a sus pies.

– Dios mío, ¿de quién sería todo esto? -murmuró-. Qué mierda de vida.

A mí me extrañó un poco que, en medio de tanta felicidad, mi madre dijera lo mismo que el pobre Paco en su borrachera. Pero ya estoy acostumbrada a que las alegrías y las tristezas de mi madre no se correspondan con las de los demás, como si sus ideas estuvieran siempre en otro lugar de aquél donde nos encontramos. Además, me sentía demasiado contenta para que nada pudiera afectarme y tenía motivos para estarlo: entre todos aquellos tesoros había incluido Felisa, en un paquete envuelto con un gran lazo rosa, varias libretas y un montón de lápices de colores.

Ahora mi madre duerme la siesta. Desde hace unos días ha cogido la costumbre de tumbarse a la sombra del porche en espera de que baje el sol. Cuando un soplo de brisa le lame los ríñones y la despierta, viene a donde yo estoy con k mirada algo turbia y una sonrisa plácida en los labios, me besa en el pelo demorándose un poco para olerlo, y luego se va a cuidar su huerto. Hoy he aprovechado que dormía para sen-rarme a la mesa y contar por escrito que ayer fuimos a buscar a Felisa, que por fin llegaba de Mallorca cargada de regalos, y que entre tantos regalos había todo lo necesario para que yo pudiera comenzar este diario. He elegido la libreta más gruesa. Quiero anotarlo todo para acordarme cuando sea vieja y que no me pase lo que al Lluent, que si le preguntas dónde nació pone cara de extrañeza y mira a un lado y a otro, como buscando muy lejos algo que tendría que estar en su cabeza.

Benito Buroy se despertó con un terruño en la boca. Tenía la lengua tan entumecida que le costaba moverla, y en el paladar una molesta sensación de tubería reseca. Se incorporó y miró a su alrededor sin saber dónde se hallaba. Tardó unos segundos en recordar que estaba en Cabrera y el motivo que lo había llevado hasta allí. Entonces se sentó en la cama y miró con aprensión la amplia habitación en penumbra, las contraventanas que dejaban filtrar haces tibios de luz, y la puerta cerrada al otro lado de la cual dormitaría el soldado de guardia. La tarde anterior le habían llevado un arcón que seguía vacío y una mesa sobre la que reposaba su destartalada maleta de cartón. No se había molestado en abrirla.

Acababa de despertarse, pero ya se sentía cansado. En la guerra civil, a Benito Buroy lo había derrotado más el agotamiento que la fuerza de las armas, una necesidad imperiosa de dejar de creer en algo y de dejar también de luchar por ello, un deseo de regresar a la normalidad que había ido arraigando en sus miembros y en su espalda hasta volverse enfermizo. Lamentablemente, había tardado demasiado en rechazar unas ideas que ya no tenía. La consecuencia, aparte de aquella reclusión en el penal que le había dejado un miedo permanente en las pupilas, era la pistola escondida en la maleta junto a un par de mudas solitarias.

De su piso de Palma había cogido sólo una camisa y dos calzoncillos, en parte por tranquilizar a Otto Burmann, que gemía como un perro abandonado, pero también porque no tenía la menor intención de demorarse mucho en el encargo de matar al jodido alemán. Si aquélla era la penitencia que debía cumplir para que le dejaran en paz un tiempo más, lo haría de inmediato y regresaría a su vida tediosa en el bar. Quizá, a fuerza de aceptar encargos, algún día accedieran a darle un pasaporte. Entonces vendería su parte del negocio y se iría a algún lugar lejano donde todo estuviera por hacer y él pudiera no hacer nada.

El soldado de guardia le miró en silencio al verlo salir de su habitación.

– Tengo sed -dijo Benito Buroy acomodándose sin esfuerzo a su relativa condición de reo.

– Pues vaya a la cantina -contestó el otro-. El botijo de aquí es para la tropa.

El día había amanecido nublado. Soplaba un viento intermitente que arrancaba a la higuera un rumor de infinitos roces. Los cormoranes y las gaviotas volaban en círculos, trazando impecables geometrías en el desorden de una tormenta que se gestaba en algún lugar todavía invisible. Pesaba en el aire una amenaza de santabárbara rodeada por las llamas.

Benito Buroy cruzó la plaza y entró en la cantina. La luz del día, exigua y triste, adquiría allí la turbiedad de un acuario descuidado. Se sentó a una mesa y observó a los presentes intentando mostrar distanciamiento. Ya la noche anterior había cenado allí sin hablar con nadie, dejando a su paso una estela de antipatía. Era lo que necesitaba para sentirse cómodo. No deseaba conocer a nadie ni entablar ninguna conversación. Por lo general, los otros le recordaban a esos viajantes que en el tren se muestran dispuestos a compartir su pan y su queso a cambio de una cháchara incesante, convencidos de que su despecho por una mujer ingrata, la foto de dos niños de sonrisa forzada o un miserable muestrario de corbatas de colores bastan para entablar relación con alguien y evitar estar solos en el mundo. Pero a Benito Buroy le aburrían las vidas de los demás. En su bar de Palma, los clientes le hablaban sabiendo que él, mientras tanto, pensaba en otra cosa. Aquélla era su manera de escucharlos y a ellos no parecía importarles. A la noche siguiente volvían a estar allí contando la misma historia que los había llevado una vez más hasta aquella barra. Por lo general, la gente hablaba de sus vidas como si ya hubieran sucedido.

– Pan negro y achicoria, eso es lo que hay -le dijo la gorda de la cantina sirviéndole con evidente desgana.

Benito Buroy contempló con curiosidad el collar de perlas i¡ue lucía la mujer por encima del grasiento delantal. Ella advirtió su mirada, pues lo escondió bajo la pechera y le dio la espalda, ofreciéndole su inmenso trasero a modo de desaire.

A Felisa García no le gustaba el recién llegado. Le molestaba su mirada inquisitiva, que más que mirar sacaba provecho de las cosas, y aquel gesto de tensión en una mandíbula casi inexistente, una mandíbula sin barbilla que se mantenía siempre prieta, aunque no por causa de ningún dolor, pensaba Felisa, sino involuntario reflejo de un espíritu cruel. Felisa García estaba convencida de que no se podía esperar nada bueno de aquel hombre, como lo estaba de que en la guerra había cometido atrocidades que a cualquier persona le habrían hecho perder el sueño. Porque, según creía ella, todas las personas, incluso las más decentes, de vez en cuando pierden la cabeza y cometen acciones inconfesables. Es entonces cuando se pone en marcha una sensación de culpa que va creciendo como un tumor de la conciencia y que antes o después las lleva a buscar por sí mismas el castigo. Aquello era lo normal para Felisa García, que se sentía culpable de todo lo que sucedía en cualquier parte o pudiera suceder y fuera de algún modo evitable, como si su cocina, en la que pasaba buena parte de su vida, en lugar de ser un sitio sucio y mal abastecido fuera en realidad el motor secreto del mundo. Por ello, porque se había acostumbrado a convivir con un remordimiento que la iba devorando por dentro, Felisa García reconocía de inmediato a los que nunca iban a sentirse arrepentidos hicieran lo que hiciesen. Sabía muy bien de qué pie cojeaba Benito Buroy. Nada más entrar en la cantina la noche anterior en busca de su cena, le había mirado a los ojos y había visto cómo le afloraba a las pupilas la indiferencia codiciosa del diablo.

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