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– Son de la época de Alfonso XIII -dijo Leonor Dot acercándose a ellas-. ¿De dónde has sacado esto? ¿Por qué no me lo habías dicho?

– ¡Era tan agarrada que los billetes le caducaban en las manos! -intervino la cantinera.

Camila seguía hurgando en la caja de latón. Contestó a su madre:

– Sí te lo dije. Te dije que la Xuxa escondía sus secretos en el pozo. La llave de la casa estaba aquí dentro. Y esto también. Es tan grande que sólo me va bien en el dedo gordo del pie.

A Felisa García los ojos le hicieron chiribitas. -¡ La Virgen Santa! ¡Ay, Dios mío, si es el anillo! Déjame verlo. ¡Madre del amor hermoso! La bruja esa se gastó en él todo lo que tenía, que era bastante. ¡Vaya si era bastante! Comer no comería, pero se pasaba las tardes a la puerta de su casa enseñando esa piedra a cualquiera que pasara. Quería que la enterrásemos con el anillo, pero no dijo dónde lo había escondido. ¡Y mira que lo buscamos! ¡Por todas partes, por todas!… Para venderlo, claro, porque vale una fortuna…

Se hizo un molesto silencio.

– Quédeselo usted, Felisa -propuso Leonor Dot-. No se lo diremos a nadie.

– ¿Yo? Pero ¡si lo ha encontrado la pequeña!

Contradiciendo sus palabras, se lo guardó en el sostén con rapidez de prestidigitador.

– Haremos una cosa -continuó-. La semana que viene iré a ver a mi hermana a Mallorca. Ella me ayudará a buscar quien me lo compre. Su marido está muy bien relacionado, trabaja en algo de aduanas. En su casa siempre hay botellas de güisqui y de vermú. En fin, que luego me iré por las tiendas y compraré cosas para nosotras… para ustedes, pero también para mí.

– ¡Sartenes! -exclamó Leonor Dot sin poder contenerse-. ¡Y un mantel! ¡Y tijeras!… ¡Y semillas para el huerto!

– Hágame una lista… No se preocupe, mi hermana sabe leer. Ahora, vamos a comer algo, que nos lo hemos ganado. ¿Dónde se ha metido Andrés? ¡A que se ha dormido, el muy cabrito!

En los peores momentos creía que iba a perder el control de su pensamiento, pero eran desfallecimientos pasajeros a los que ponía remedio ejercitando la memoria. En cuanto un ligero vahído le llevaba a sospechar que estaba cediendo a la nada el dominio de sí mismo, se arrodillaba, se inclinaba hacia delante como un musulmán y hacia lo posible por recordar una conversación mantenida años atrás con su hermano, o los muebles de la casa de un podólogo en la que sólo entró una vez cojeando a causa de un uñero, o un libro de los que leía bajo el sauce llorón de la finca de sus padres en Baviera. La memoria, a medida que le iba dejando entrever sus infinitos rincones, le devolvía la progresiva sensación de ser él de nuevo, arrodillado como un musulmán, en el lugar más solitario del mundo. Luego se ponía en pie y se enfrentaba al mar, aquel mar excesivo y terrible salvo para los que lo contemplaran de forma distraída. Porque aquella contemplación no le daba otra cosa que no fuera la distancia infinita de un manto impenetrable, o un cielo tan abierto que el corazón se le perdía en un laberinto que le cegaba, o un viento que venía de ningún lugar y que le acariciaba con la voluptuosa atracción de la locura. Y pensaba, una vez vencido el deseo de disolverse en aquel lugar sin límites, que se tenía que ser muy joven o muy anciano para encontrar en el mar la serenidad. Él sólo podía buscarla en los recuerdos que se lo escapaban. Recuerdos como el de un camión con la caja repleta de cuadros de Otto Dix, de Albert Birkle o de Ludwig Meidner envueltos en ropa de cama, que cruzaba la noche con salvoconducto del ministro de Propaganda e Información. El conductor, que tenía las mejillas encendidas, había nacido en Berchtesgaden y sólo hablaba de vacas. O el de Lidia ebria en la cama del hotel Palace, la copa de champagne rota sobre la mesilla y una risa inextinguible en los labios. O el de aquel caserón santanderino de salones vacíos en el que una niña, tras observarlo largamente calibrando sus intenciones, se asomó a la ventana y gritó a los policías españoles que se fueran, que estaba sola. Después de casi cien días en la isla no echaba de menos la compañía de las personas, pero sí sus voces.

A falta de otra cosa, escribía en la arena de la playa párrafos o poemas que iba rememorando en la ociosidad de las horas muertas, alguna cita aproximada de Goethe, un aforismo de Lichtenberg o versos sueltos de Holderlin o de Rilke. «Denn das Schone ist níchts ais des SchreckHchen Anfang…» Con un palo grueso araba las letras, profundas y tan largas que para escribir cada una tenía que dar un breve paseo. Después trepaba hasta la entrada de su cueva y leía una y otra vez, en voz alta, a veces a gritos, aquella página efímera que las olas, por la noche, volverían a dejar en blanco… pues lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible.

Al principio de su estancia allí había hecho largas excursiones por la isla, pero le había bastado poco más de un mes para conocer todos sus rincones. Más tarde buscó aquella cueva apartada y se instaló en ella. Poco a poco se vería invadido por una invencible indolencia. Dormía mucho. A veces se tumbaba a la sombra de una sabina y dormitaba un día entero. O se bañaba en el mar, en parte por higiene aunque sobre todo para desentumecer el cuerpo. O pescaba con algunos sedales que le había regalado el Lluent. Los dejaba en el mar. atados a algún saliente, y sacaba grandes peces que en su mayor parte alimentaban de nuevo los sedales o regresaban putrefactos a las aguas. Aprendió a mirar las plantas durante horas, a observar cómo las mecía el viento o las visitaban los insectos, con el interés con que habría podido espiar a unos vecinos extravagantes. Aprendió también a contemplar los anocheceres, desde que se dibujaba la primera pincelada rosácea en las nubes hasta que la luna y las estrellas se hacían dueñas absolutas de la oscuridad, sin percibir el paso del tiempo y sin esbozar ni un solo pensamiento.

Conseguía el agua en un escuálido manantial que brotaba cerca de su cueva. No era buena, y al principio le había causado vómitos y descomposiciones, pero había acabado acostumbrándose a ella. Para cualquier otra cosa tenía que bajar al pueblo. Evitaba hacerlo, pero su hábito de fumador lo condenaba a buscar la ayuda que en todo lo demás rechazaba. Así que de vez en cuando recuperaba la ropa con la que llegara a la isla y que guardaba en la cueva para esas ocasiones, se lavaba bien, se peinaba con la ayuda de un pequeño espejo y tomaba el camino del puerto como si regresara de dar un agradable paseo por el campo. Felisa García, en la cantina, solía suspirar con alivio al verlo entrar tan elegante y tan poco deteriorado por la soledad. Se preguntaba cómo podía sobrevivir aquel hombre perdido por los acantilados, y temía, con razonable fundamento, que un buen día no regresara y se pudriera frente al mar sin que nadie pudiera nunca encontrarlo. Pero aquel hombre parco en palabras acababa siempre regresando. Saludaba muy educadamente a Felisa y tomaba asiento a la sombra del emparrado, donde esperaba a que ésta, maldíciéndolo por lo terco que era,!e sirviera un plato de verduras, un pedazo de carne correosa y un vaso de vino que la mujer sisaba a su mando. El ritual era siempre el mismo. Se lo comía todo aunque sin mostrar una especial avidez, y nada más acabar, con la zozobra del que sabe que está haciendo algo reprobable, le preguntaba a Felisa García si tenía por casualidad un poco de tabaco. Ella lo maldecía de nuevo mientras le entregaba, envueltas en papel de periódico para evitar que alguien lo viera, un par de cajetillas de Ideales o de picado fino superior. Entonces él se lo agradecía con una leve reverencia en la que Felisa García descubría toda la elegancia de su orgullo insolvente, y se retiraba de nuevo al desamparo de su guarida.

Una mañana, al entrar el hombre en la cantina, vio a una mujer sentada a la mesa junto a la ventana, acompañada por una jovencita. Paco jugaba al dominó en la barra con el Lluent, que aquel día no había salido porque la mar andaba revuelta. Andrés observaba el juego con un interés entusiasta aunque desprovisto de entendimiento. Felisa García, que salía en aquel momento de la cocina, le reprochó al verlo su aspecto demacrado y lo cogió del brazo para arrastrarlo hacia donde estaban las desconocidas.

– ¡Aquí tenemos al jodido ermitaño! -voceó, de buen talante para quien supiera adivinárselo.

Plantó al hombre frente a la mesa y señaló a las dos mujeres como si fuera a acusarlas de algo.

– Quiero que conozca a Leonor Dot y a su hija Camila. Han llegado hace poco a la isla, pero ellas no se parecen en nada a usted. No se van por los montes a perder la sesera. Han limpiado de ortigas el huerto de su casa y van a plantar legumbres y verduras.

Leonor Dot se puso en pie. El hombre le cogió la mano y se la llevó a los labios, donde depositó un beso que no llegó a rozarle la piel.

– A sus pies, señora -dijo-. Me llamo Markus Vogel. Se volvió hacia la niña. Camila no se había movido. Algo cortado, le dio unas palmaditas en la cabeza. Luego dudó unos instantes, carraspeó un poco y, tras esbozar una sonrisa, salió al exterior y tomó asiento bajo el emparrado.

– Qué desperdicio, Señor -cuchicheó Felisa-. Que tenga una que aguantar lo que aguanta habiendo hombres como éste perdidos por el monte… Si ya lo digo yo, que los buenos son los que se van.

– Su regreso a Mallorca depende de que cumpla el encargo que le he hecho -dijo el comisario tras subir a la embarcación.

Y, agarrándose al hombro de su subordinado para no perder el equilibrio, añadió con maliciosa ironía:

– En la nueva España, hasta un rojo puede rehabilitarse si se comporta como un hombre de bien.

El comisario había permanecido en Cabrera un par de horas, el tiempo suficiente para hacerle una visita a la viuda de Ricardo Forteza y para tomarse unos vinos en la cantina. Pero el hambre comenzaba ya a aguijonearle el estómago. Tenía ganas de estar de regreso en Palma. Se palpó los bolsillos en busca de un purito, mirando a Benito Buroy como si observara a un chimpancé en su jaula. El motor estaba en funcionamiento y habían soltado los amarres. El piloto dio gas. La barca se fue separando del muelle. Libre de su carga, se alejó con rapidez por las aguas mansas de la ensenada en busca del mar abierto.

Benito Buroy se había quedado inmóvil con una sonrisa gélida en los labios y la sensación espantosa de haberse convertido en un mamarracho. A su lado, Paco se rascaba un muslo con mansedumbre y el capitán del regimiento se despedía con el brazo alzado. No se movieron de allí hasta que la barca desapareció tras los acantilados del castillo. Sólo entonces el militar se volvió hacia el dueño de la cantina, que bostezaba.

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