– ¿Qué quieres decir?… ¡No te jode, el camaruta! Si éste hubiera venido sin mí le habrías cobrado, ¿no es cierto? Y conmigo no le cobras, ¿es así o no es así?… ¡Pues entonces soy yo el que le invita, y tú te callas o a ti también te cierro el garito!
El tabernero, que no era un hombre avispado, comenzó a boquear sin saber cómo salir del enredo. Suerte tuvo de que el policía enviado por el comisario abriera la puerta para asomar su cabeza sumisa. Entró pidiendo perdón por interrumpir la Gesta. Había conseguido un abrigo de paño negro muy gastado en los codos y una maleta desvencijada. Con ellos, el aspecto de Benito Buroy pareció satisfacer al comisario.
Un rato después navegaban en dirección a Cablera en la barca atestada de fardos. El piloto tripulaba en la cabina. El número que acompañaba al comisario se había instalado con discreción en la popa, donde se entretenía haciendo girar la gorra. Su jefe había encendido un puro y disfrutaba de la brisa. Benito Buroy, sentado frente a él. lo contemplaba en silencio pensando que en Cabrera iba a tener que matar a un hombre. No era la primera vez que lo hacía y seguramente tampoco sería la última, pero le incomodaba la idea. Al fin y al cabo, hacía más de un año que había acabado la guerra, Benito Buroy, que ya era prisionero de los nacionales desde el hundimiento del frente del Ebro, había pasado varios meses en el penal de Burgos. Lo habían dejado salir a cambio de cantar los nombres que recordara y de prestarse a llevar a cabo algunos trabajos como el que le esperaba en el islote, siempre a las órdenes del mismo comisario, que por aquella época pasó a ejercer sus funciones en la provincia de Barcelona. El pacto que le habían propuesto era muy claro: o eliminaba a algunos tipos que ya estaban más muertos que vivos, o sería él quien tendría que ponerse delante de un pelotón de fusilamiento. Y Benito Buroy aceptó. Lo cierto era. que no le costaba ningún esfuerzo continuar pegando tiros. Ya se había acostumbrado y sabía que no hacía otra cosa que limpiar el país de individuos a los que nadie podía salvar, alimañas acorraladas en desvanes y en cubiles ocultos por armarios desfondados. Tres años de guerra habían emponzoñado a muchas personas que ya no serían capaces de regresar a una vida normal y en orden. ¿Qué hacer con ellos? Para superar aquellos años de conflicto era imprescindible eliminarlos. Una labor desagradable pero necesaria, eso decían los individuos que lo pusieran a las órdenes del comisario… Meses más tarde, al ser destinado a Mallorca, el comisario se lo había llevado con él a la isla. Allí había permitido a Benito Buroy disfrutar de una relativa tranquilidad, la suficiente para que éste creyera que ya había cumplido con su parte del trato. Pero aquella mañana, sentado en la barca que le llevaba a Cabrera, Buroy comprendía que el resentimiento causado por la guerra era imposible de limpiar, pues era precisamente ei resentimiento el que sustentaba a los que decían querer acabar con su amenaza, y el país entero, un país cimentado en el resentimiento, regresaba a la vida cotidiana a cosca de los que, como él, se veían obligados a seguir purgando sus culpas para conservar el documento en que se acreditaba que habían superado el expediente depurador.
Aquella mañana, por primera vez desde que se convirtiera en un vergonzante asesino, Benito Buroy se preguntó qué habría hecho su víctima. Markm Vogel podía ser un delator, otro asesino, un renegado como tantos en el mundo. Aun así, la seguridad de que fuera culpable de algo empezaba a resultarle irritante. Con una guerra reciente y otra en marcha, cualquiera era culpable de muchas cosas.;Por qué no dejaban que la gente volviera a sus casas a lamerse las conciencias y a pensar, aunque fuera del todo incierto, que podían empezar unas nuevas vidas sin pasado y sin recuerdos? ¿Por qué mantenían tan vivo el odio, si habían ganado la guerra y de sus enemigos sólo quedaban cadáveres y fugitivos? ¿Por qué necesitaban continuar persiguiéndolos?
A todo esto, el comisario, entretenido sin duda con otro tipo de pensamientos, miraba satisfecho a Benito Buroy. Le señaló con el puro, dispuesto a sermonearle.
– Ahora pareces de verdad miserable, con ese abrigo andrajoso y esa maleta de payaso de provincias. Cualquiera pensaría que acabas de salir de la cárcel, y no vestido de pimpollo como has venido esta mañana. ¡Qué carajo! ¿A quién se le ocurre? En Cabrera serás un rojo recluido por las autoridades… Tranquilo, que los militares están al corriente y no van a meterse contigo. Pero, para todos los demás, ha de ser un rojo desquiciado el que se cargue a ese alemán de los cojones. ¿Te ha quedado claro?
Benito Buroy asintió con la cabeza.
– Estoy seguro de que no te va a costar un gran esfuerzo -concluyó el comisario-. A fin de cuentas, sólo se trata de que hagas de ti mismo.
Con aquello zanjó el tema. Se hurgó un oído con la uña del dedo meñique. Empezaba a sentirse aburrido por la travesía. Además, se le había apagado ei caliqueño. Lo tiró al agua, se puso en pie maldiciendo las oscilaciones de la barca y fue a la cabina a hablar con el piloto. Entonces, el número que iba con ellos y que hasta entonces se había mantenido callado en la popa, se acercó a Benito Buroy y le puso una mano en el hombro. Le dijo con suavidad:
– Cuide de las cosas que le ha dado, por favor. Son de mi familia.
Cuando empezaron a aporrear la puerta, Camila estaba todavía en la cama y Leonor Oot, que se había despertado con las primeras luces, se encontraba en el huerto arrancando ortigas. Al oír el estruendo se asomó por un lado de la casa y se encontró con Felisa García rezongando malhumorada. A su lado, un joven que parecía retrasado mental cargaba un barreño y una caja de cartón. La recién llegada puso los brazos en jarras al ver a Leonor Dot. Alzó una ceja advirtiendo la hoz
– ¿Quiere abrirme la puerta? -dijo-. ¿Cómo ha hecho para cerrarla?
Leonor Dot la saludó con una sonrisa y dio la vuelta a la casa para entrar por el porche. El interior estaba en penumbra porque la noche anterior había tapado las dos ventanas con las mantas que el calor hacía innecesarias. Camila, enturbiado su sueño por los ruidos, abrió un ojo legañoso, dejó escapar un gruñido y se tapó la cabeza con la sábana. Su madre descorrió la cerradura y Felisa García entró arremangándose y resoplando con fingido agotamiento.
– ¡No piense que voy a hacer esto todos los días! -clamó con su vozarrón destemplado.
Vio entonces el bulto de Camila en una de las camas e intentó atemperar el tono:
– ;La niña duerme? A su edad una es igual que los gatos, ágiles y vagos como una mala cosa. Que duerma. Un día es un día. Mientras, nosotras vamos a limpiar todo esto.
– Felisa -comenzó Leonor Dot-, no sabe cómo le agradezco…
– ¡Déjeme en paz! ¡No se me ponga ñoña, que me vuelvo a mi casa!
El chico había depositado los trastos en el suelo y miraba arrobado la crisálida en que se había convertido Camila. Pero la mujer le dio una palmada en el hombro.
– ¡Andrés, vete a ver si reparas el emparrado! Estas señoras necesitarán un poco de sombra.
Nada más salir el chico, Felisa García comenzó a llenar el cubo en la fregadera. Leonor Dot se arremangó también y se agachó para abrir la caja de cartón. En su interior había trapos, bayetas, y un par de botellas que debían de contener vinagre y lejía. Nunca habría pensado que algo tan banal pudiera parecerle un tesoro.
– Ése es mi pequeño -dijo la cantinera señalando hacia el porche con el mentón-. Me salió así, qué se le va a hacer. Pero es un buen chico. El otro, el mayor, se fue a la guerra. Entregó sus piernas a la patria. Ahora es Caballero Mutilado y vende cupones en Madrid. Yo le intento convencer de que se vuelva, pero él me contesta que aquí no tendría adonde ir con su silla de ruedas, que estaría incómodo. ¡Qué tontería!, le digo… ¡si la vida es estar incómodo en algún sitio! ¿No le parece?
Enfrascada en sus propios pesares, nunca había pensado Leonor Dot que la guerra pudiera significar la derrota para nadie más que para los que la habían perdido. Pero aquella mañana, junto a aquella mujer que no sabía explicarse las cosas si no era malcarándose con ellas, que tenía motivos sobrados para andar siempre enfadada y que a pesar de ello le regalaba un zafarrancho que a ella, a Leonor Dot, la iba a dignificar porque a fin de cuentas ha de haber un poco de limpieza, y porque una niña dormía en la cama y porque todos, sean quienes sean, tienen derecho a la sombra de un emparrado, aquel día pensó Leonor Dot que lo peor de las guerras es que, para el común de la gente, un buen día terminan y no se nota la diferencia salvo por los estragos que dejan.
– No se quede ahí atontada -continuó Felisa-, que hemos de dejar este cuchitril como una patena. Usted dediqúese a los suelos, que es joven. Yo limpiaré el fogón y los cristales. A ver si luego encuentro por casa unas telas para apañar unas cortinas.
Cuando un rato después Camila, tras dar mil vueltas en la cama, se incorporó por fin y las miró con los ojos frescos y muy abiertos, la casa, aun siendo la misma, había cambiado su aspecto notablemente.
– Huele a zotal -dijo-. Como en la clínica donde estuvo mamá.
Felisa García miró a la otra mujer un instante, pero Leonor Dot estaba arrodillada bajo el estante de azulejos pasando la bayeta por los rincones.
– ¡Sal de la cama, pequeña! -se volvió la cantinera hacia Camila amenazándola con un trapo sucio-. ¡Tu madre y yo estamos acabando y hay que ir a desayunar!
La niña saltó del catre y se puso el mismo vestido que llevara el día anterior. Contempló a Felisa García, que en aquel momento limpiaba el marco de una ventana murmurando que ya estaba harta de aquellas señontíngas de ciudad, y pensó que todo había cambiado de repente como cuando te despiertas de una pesadilla. El mundo sólo era feo a ratos. Pero luego salía el sol, y aquella mujer hacía lo contrario de lo que decía, y el olor a limpio era tan intenso que hasta la mareaba un poco.
– ¡Felisa! -gritó Camila, arriesgando la confianza porque intuía que podía hacerlo-. ¡He encontrado un montón de cosas!
Abrió la maleta que las mujeres habían dejado sobre la mesa y sacó el retrato de la señora rubicunda. Felisa García soltó una carcajada seca como una tos, cogió el marco y pasó por el cristal el trapo polvoriento dejándolo más sucio de lo que estaba.
– Es la Xuxa… Mira que la odiaba yo, a esa mujer… -También he encontrado esta caja. ¿A que es bonita? Y dentro hay dinero…