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La criatura se echó al suelo y empezó a gatear, a lloriquear con una voz muy usada, muy vieja, que no parecía de criatura sino de una iguana asustada o de cualquier otro animal de los montes. Me acerqué, le puse en la boca mi mascada de tabaco. Lo probó un poco y lo tiró escupiendo el jugo negro. ¡Nákore!, dijo. Siguió llorando cada vez mas fuerte y grueso. La tía-machú se arrodilló y le dio de mamar otra vez. ¿Qué edad tiene?, pregunté. Va a cerrar dos años, cabal-eté, el próximo cumpleaños de nuestro Karaí Guasú, dijo el padre. Nació el mismo día de los Tres Reyes, dijo el tío.

Vino un guardia. Quiso levantarla en brazos. No pudo. Pesa más que una piedra de cinco arrobas, dijo queriendo recoger la gorra que se le había caído sobre la cabeza de la criatura. Tiró de la gorra con todas sus fuerzas y no pudo arrancarla. Vino otro guardia y tampoco pudo levantarla. Pesa como diez arrobas, dijo. Entre los cinco guardias no pudieron alzar a la criatura, que ahora gritaba y se lamentaba por dos. En los tironazos los guardias le arrancaron los andrajos de ropa. Entonces vimos de golpe la laya de esa criatura. Bajo la tetilla estaba pegada a otro muchachito, sin cabeza, que tenía cerrado el conducto trasero. El resto del cuerpo, cabal. Únicamente un brazo más corto que el otro. Se le quebró al nacer, dijo la tía desde el suelo. Las dos criaturas estaban unidas frente a frente, como si el muchachuelo más pequeño quisiera abrazar a la niña más grandecita. La juntura que los prendía uno en un par tendría menos de un jeme, de modo que levantada la criatura imperfecta se hubiera visto el ombligo de la otra. Los brazos, muslos y piernas, que no estaban pegados, colgaban de la niña como hasta la mitad de su altor.

La tía nos dijo que la criatura sin órganos hacía sus necesidades por los conductos de la niña y así los dos se alimentaban y vivían de lo mismo. Cuando les pregunté dónde estaba la madre, dijeron que no sabían. El padre sólo atinó a contar vagamente que el día que nació la doble criatura, la madre había desaparecido. Mejor dicho, dijo rectificándose en la declaración, cuando volví de la chacra al anochecer, la doble criatura estaba allí pero la madre había desaparecido. Con mi hermano y mi hermana, que sigue dando de mamar a los dos sin que nunca se le acabe la leche, fuimos a ver a un curandero de Lambaré, el Payé payaguá que cría chanchos de monte. Él nos dijo que viniéramos a ver a nuestro Karaí Guasú, porque en algún tiempo y lugar estos mellizos contra natura iban a ser adivinos y podían resultar útiles al Supremo Gobierno adelantándole favorables pronósticos para mantener la unión de sus leyes y las diversas partes de nuestro Estado.

Seguí creyendo que lúnico que querían era salvarse de los azotes que correspondían a los pordioseros. Capaz que gente enseñada por los pasquineros o por los de las veinte doradas para joder la paciencia. Ustedes creen, les dije, que aunque sea cierto el embuste y las criaturas acollaradas llegaran a ser los mejores adivinos del mundo, nuestro Supremo Dictador va a querer pordiosear los pronósticos, maravillas o adivinanzas de estos mellizos contra natura. Les dije que usted, Señor, estaba contra todas las brujerías, restos de la influencia de los Paí sobre la ignorancia de la gente.

El padre, el tío y la tía-nodriza no dijeron más nada. No demostraron ningún susto, ninguna aflicción. ¡Al cepo y veinticinco azotes a cada uno!, grité a los guardias. La doble criatura también dejó de lloriquear. La tía la levantó sin esfuerzo, la puso a caballo en una de sus caderas y siguió a los guardias que se llevaban a los hombres. Por el camino sacó la gorra de la cabeza de la chica y la devolvió al guardia. Ordené al sargento que, una vez aplicado el castigo, los guardaran en el cepo y los tuvieran ahí hasta cuando Vuecencia se restableciera y ordenara lo que había que hacer con ellos.

Yo estaba tomando mate en mi casa la mañana del día siguiente, cuando apareció el sargento con cara de otro. Hablando racheado, todavía dentro del susto disfrazado de coraje que un soldado siempre debe tener aunque ya esté muerto, me contó lo sucedido. Susto es mal consejero. ¿Sabe lo que pasó, señor Patiño? Si no hablas como sordomudo tal vez algún día lo sepa, le dije. ¿Qué ha pasado, sargento? Los dos hombres y la mujer fueron desnudados para el castigo, señor secretario del Gobierno. Los tres no presentaban rastros de sus partes de macho o hembra. Nada. Sólo tres agujeros por donde orinaban continuamente. Los látigos se pudrían tras tocar esos cuerpos húmedos. Tuvimos que cambiar hasta cinco veces los látigos más duros trenzados en verga de toro. Los indios no quisieron seguir pegando. Mandé poner a los reos en el cepo. También a los mellizos. Esta madrugada ya no estaban. No había más que un charco de orina en el calabozo de los infractores. Las garganteras de los cepos estaban negras, quemadas. Calientes todavía. Es algo que quería contar a Vuecencia. Yo querría entender estas cosas sin segundo, pero únicamente usted, Señor, podría comprehender el suceso sucedido con su entendimiento y sabiduría. Tal vez lo que nosotros, ignorantes, llamamos monstruos como aquellos otros del Tevegó, no son monstruos a sus ojos. Capaz que estos seres de carne y hueso no son más que figuras de un mundo desconocido para el hombre común; obras perdidas de algún mundo anterior al nuestro; cosas contadas en libros perdidos para nosotros. Capaz que se relacionan con algunos otros seres sin nombre, pero que existen y son más poderosos que el cristiano. Nunca sabrás lo que es suficiente, si primero no sabes lo que es más que suficiente, me suele usted decir, Señor, cuando hago burradas.

Leí toda la Biblia buscando un hecho igual para encontrar comparancia. Isaías me dijo que ninguna obra, ningún libro de valor se había perdido en este mundo ni en los otros. Pregunté al profeta Ezequiel por qué comió excremento y permaneció tanto tiempo yaciendo sobre su costado derecho y también sobre el izquierdo. Me respondió: El deseo de elevar a los demás hasta la percepción de lo infinito. No sé qué quieren decir estas dos palabras.

Yo sé que lo que cuento lo estoy contando mal, Señor. Pero no es para hacerle perder tiempo ni por disfrazar mi pensamiento. Ni vaya a pensar esto. Lo que pasa es que no sé contarlo de otra manera. Usted mismo, Señor, dice que los hechos no son narrables, y usted sin embargo es capaz de pensar el pensamiento de los otros como si fuera suyo, aunque sea el pensamiento de un hombre ignorante como yo.

Tengo mi reverencia, Supremo Señor, mi respeto firme, firmado. Usted gasta su tiempo y paciencia en oírme. Lo que mucho agradezco es su fineza de atención. Hasta ha cerrado los ojos para oírme mejor. Yo envidio su instrucción; lo que yo más envidio es su inteligencia, su ciencia, su experiencia. Muchas de las cosas que usted dice por lo alto, yo no lo entiendo por lo bajo, aunque sé sin saber que son la verdad misma. Usted es más que bueno, muy bondadoso demasiado, en escuchar mis idioteces, las idiolatrías que me salen por la boca nada más que porque la tengo agujereada y usted me escucha con paciencia de santo.

En cada movimiento que yo real tuve de alegría fuerte o pesar en mi vida, si voy a ponerlo en palabras, al escucharme siento que soy otra persona. Una persona-que-habla. Dice lo que oyó muchas veces hasta que esta lengua mía saca humedad de boca ajena para hacer resbalar hacia afuera sus palabras. Salen garganteadas a lo loro. Yo sé que esto que estoy diciendo es dificultoso, muy trenzado. Pero usted mucho me envalentona con su aguante para oírme. Casi siento que me estoy confesando como el hombre sin juicio que se mató con la bayoneta del guardia por creer que había asesinado en sueños a Su Excelencia.

Uno se siente siempre otro al hablar. Pero yo quiero ser yo mismo. Hablar siendo hombre dueño de su lengua, de su pensamiento. Contarle mi vida con sus más y con sus menos. Usted, Señor, suele decir que vivir no es vivir sino desvivir. Eso querría contarle. Querría entender el miedo, el valor, las ganas que empujan a uno a dar cuerpo al suceder sin que el cuerpo se entere. Hacer tantos hechos que uno no entiende, parecidos a sueños desjuiciados, descorazonados, desfigurados. Tantas malas acciones extrañas que hacemos cuando estamos cerquita de lo que es nuestro, por derecho, por destino, a saber qué, y uno no lo sabe, no lo sabe, ¡no lo sabe!, aunque meta los pies en el agua más fría.

Las personas y las cosas no son de verdad. Muy pocas veces los sueños nos muestran figuras visibles, juiciosas. Tienen dos caras, hacen las cosas al revés. A usted también, Señor, le habrá pasado que la luz le golpea menos los ojos al despertar, si ha soñado cosas visibles. No, Vuecencia es de otro modo. Su Merced siempre ha de ver lo que sueña. Usted me llama a cada rato, idiota, animal. Y tiene razón. Yo soy de otro modo. Debo ser como el cuervo que quisiera que todo fuese blanco, o como la lechuza que quisiera que todo fuese negro.

Lo que mucho le agradezco es su fina atención. Usted me escucha, piensa, repiensa lo que le estoy diciendo muy zonzamente pero con mucha reverencia. Le hablo de lo que no sé pero yo sé que usted sabe. Voy a hablarle un poco más, ahora que mi memoria se ha vuelto un avispero que se hincha y aturde la cabeza; ahora que mi mano parece más fiel al papel y escribe empujada por otra mano. Lo serio, lo puntual, lo acontecido realmente es esto. Escuche, Señor, escúcheme desarmado; escúcheme más de lo que estoy diciendo, pues sólo Vuecencia ve más allá de todo lo visible, oye lo que está más allá de todo lo oíble. Sólo Vuecencia puede fraternizar el hecho con la adivinación del hecho. Adivinar las cosas pasadas es fácil. Las alegrías no ríen. Las tristezas no lloran. Las plegarias no aran, las alabanzas no maduran, suelen ser sus díceres.

Y a muchas cosas les falta nombre. Por lo menos yo no sé darles y se me escapan. Cada vez estoy más confundido. Lo que pasa es más grave de lo que parece. Porque lo que sucedió aquel desgraciado día de su caída, volvió a suceder esta mañana. De nuevo como por una brujería malvada ha vuelto a aparecer en la ciudad esa gente contrahecha. Más contrahecha todavía, y no una sola familia como la primera vez. Yo solo, Señor, viniendo de mi casa a la Casa de Gobierno, encontré como unas diez tropillas de estos maulas. Salen de los zanjones, suben las barrancas, bajan del Cerro-del-Centinela. Parecen muy seguros y decididos. No demuestran ningún temor por nada ni por nadie. Aunque mansos todavía ante los soldados y las armas, no se puede saber qué fechoría serán capaces de cometer cuando formen mayor número. Están apareciendo por todas partes, según los partes de los puestos de guardia y retenes de extramuros. Pero así como aparecen, desaparecen en un pestañeo como si los tragara la tierra o se escondieran en los recodos de las lomas y en los malezales de la salamanca. Estos de ahora, Señor, ya no hablan; mejor dicho, sólo hablan entre ellos por señas o en un zumbido como los moscones de los entierros… ¿No se ha acabado su paciencia, Señor? ¿Eh, Su Merced? ¿Se ha dormido, Excelencia? Envuelto en toda su obscuridad no parece respirar siquiera. ¿Y si estuviera muerto? ¡Ah si estuviera muerto! Entonces… No, mi estimado secretario. No te hagas ilusiones. Quien espera salud en muerte ajena se condena. Es lo que te ocurrirá a ti dentro de poco. Tú me has estado hablando de esos monstruos de figura semihumana que han comenzado a invadir la ciudad. Mas yo te digo que hay otros peores todavía y no necesitan invadirnos porque ya están entre nosotros desde hace mucho tiempo. En comparación con éstos, aquéllos han de ser más inocentes que chicos de teta. Han de ser también más leales, cumplidores, responsables e inteligentes. Voy a tener que encomendar a esos monstruos mansos pero activos que hagan el censo ordenado a mis hombres. ¿Qué es esta burla de papelada que me has entregado ayer? Según tales padrones poblacionarios, el Paraguay solo tiene en junto más habitantes que todo el continente. A cien leguas se ve a la haraganería inventando cualquier disparate con tal de no trabajar. Total, escribir, anotar, es fácil. El papel aguanta todo. Mis funcionarios civiles y militares con tal de seguir no haciendo nada han encargado el trabajo a sus furrieles, y éstos han fabricado el censo a dedo, sobre sus rodillas, tendidos en sus hamacas, después de haber andado persiguiendo todo el día a chinas, mulatas e indias entre los montes, matorrales y rancherías. No hay más que oler en los papeles la jedencia de sus bragas. Esos pelafustanes han hecho nacer gente de la nada. A cada familia de padre y madre desconocidos les han metido una tracalada de hijos que no existen. El matrimonio que menos tiene figura con más de cien. Las madres solteras son más prolíficas todavía que las casadas, amancebadas, juntadas o amigadas. Aquí encuentro una tal Erena Cheve a quien los cojudos furrieles han dado 567 hijos, poniéndoles los más extraños nombres y edades, el menor aún nonato; el mayor, mayor que la madre. ¿No son todos estos nacimientos, verdaderos partos de los montes? De este modo, el último censo-padrón que mandé levantar hace diez años ha aumentado cien veces, y si yo me fiara de la piara, podría calcular y ordenar una leva inmediata de no menos de cien mil nombres. ¡Un ejército de fantasmas salidos de las riberas de la imaginación de esos perdularios que han hecho de sus braguetas las piezas principales de sus arneses militares!

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