Lo escrito en el Libro de Memorias tiene que ser leído primero; es decir, tiene que evocar todos los sonidos correspondientes a la memoria de la palabra, y estos sonidos tienen que evocar el sentido que no está en las palabras, sino que fue unido a ellas por movimiento y figura de la mente en un instante determinado, cuando se vio la palabra por la cosa y se entendió la cosa por la palabra. Symptomale, dirías tú. Lectura sintomática.
Esa segunda lectura, con un movimiento al revés revela lo que está velado en el propio texto, leído primero y escrito después. Dos textos de los cuales la ausencia del primero es necesariamente la presencia del segundo. Porque lo que escribes ahora ya está contenido, anticipado en el texto leíble, la parte de su propio lado invisible.
Continúa escribiendo. Por lo demás no tiene ninguna importancia. En resumidas cuentas lo que en el ser humano hay de prodigioso, de temible, de desconocido, no se ha puesto hasta ahora en palabras o en libros, ni se pondrá jamás. Por lo menos mientras no desaparezca la maldición del lenguaje como se evaporan las maldiciones irregulares. Escribe pues. Sepúltate en las letras.
¡Sultán, espérate! ¡Aguarda un momento!…
Ha vuelto a tumbarse. Se esfuma poco a poco. Furtividad zumbona. Nada más que el mondo cráneo a flor de tierra. Tam bién se hunde. Desaparece.
Mucha fatiga. Sólo por haber hecho largas palabras con la disparatada sombra de un perro.
Cinco veces cada cien años hay un mes, el más corto del año, en que la luna prevarica. El que pasó, un febrero sin luna. Luego, la tormenta de agosto; la misma que me volteó del caballo la tarde del último paseo. En medio de la lluvia, tumbado de espaldas, pugné desesperadamente por zafarme de la succión del barro. La lluvia tiroteándome la cara. No una lluvia cayendo desde arriba como suele. Chaparrón más que sólido, fuerte, gélido. Gotas de plomo derretido, ardiendo a la vez que helado. Diluvio de gotas disparadas en todas direcciones. Goterones de fuego y escarcha, haciéndome sonar los huesos, provocándome arcadas. Bajo el aguacero, el zaino teñido de súbitos blancos por los relámpagos arrancó de nuevo impávido su marcha. A horcajadas, la capa revolando al viento, erguido como siempre, ÉL, alejándome de espaldas y al mismo tiempo caído en el lodazal, vomitando, arrastrándome, gritando órdenes, súplicas, gañidos de perro apaleado, aplastado por el bloque de agua. Luego de luchar con más ardor y heroísmo que el más testarudo cascarudo, logré volverme de bruces, y continué peleando a brazo partido en el tembladeral. Al fin pude incorporarme pesado de barro y desesperanza. Vagué toda la noche por la ciudad, apoyado en una rama cogida al azar. No me atreví a merodear las proximidades de la Casa de Gobierno por temor a mis propios guardianes. Erré por los lugares más desiertos, dando vueltas y vueltas de ciego que me volvían siempre al mismo callejón sin salida, a la misma encrucijada. Vagabundo, el Supremo Mendigo, el único Gran Limosnero. Solo. Llevando a cuestas mi desierta persona. Solo sin familia, sin hogar, en país extraño. Solo. Nacido viejo, sintiendo que no podía morir más. Condenado a desvivir hasta el último suspiro. Solo. Sin familia. Solo, viejo, enfermo, sin familia, sin siquiera un perro a quien volver los ojos. ¡Vamos hideputa! Continúas gañendo como un perro. Si ya no eres más que una sombra, aprende por lo menos a comportarte como un hombre. La lluvia había amainado por completo. Completa obscuridad. Silencio completo en el callejón. Entonces me dije: La única salida del callejón sin salida, el propio callejón. Seguí andando apoyado en la rama. Me enfrentó una patrulla: ¡Alto! ¡Quién viveee! ¡Nadieee!, respondí sin que saliera la voz. ¡Santo y señaaa!, reclamaron entre el restallar de los cerrojos. ¡ La Patria! hice resonar mi voz dentro de esos cuerpos empapados de lluvia y patriotismo. ¡Dónde vive!, insistió el cabo. ¡Domicilio incierto!, dije. ¿Cómo se anima a salir a estas horas al descampado, viejo picaro? Me perdí en la tormenta, mis hijos. ¿No sabe que está prohibido salir después del toque de queda? Sí, sí. Yo mismo he dado la orden. No entendieron. Me insultaron. Sí, sí, mis hijos, sé muy bien que no se puede salir después del toque de queda. Pero a mí ya no me queda el toque. Este viejo está loco o borracho, dijo el cabo. Déjenlo ir. ¡Vayase, viejo, a dormir la mona en cualquier zaguán, si no tiene casa! ¡Cuidado que lo volvamos encontrar por ahí!
Me dirigí hacia una luz temblorosa que apareció al extremo de la callejuela. No era aún la del alba. Reconocí k pulpería de Orrego, que estaba abriendo la puerta. Dudé entre entrar y no entrar. Al fin me decidí. Qué va a reconocerme en este estado. Los espías son muy idiotas. Pedí con señas un vaso de aguardiente. ¡La pucha, compadre, que se ha venido usté como perro meado! ¡La lluvia le ha enmohecido hasta los cuernos, jefecito! Trató de dar manija a la charla. Hice un corte de manga a la altura del gañote. ¡Cierto, compadre, vos tenes cara de no tener voz! Le arrojé un cuarto de carlos cuarto, que cayó al piso entre las bolsas y las cajones. Trasero al aire, se puso a buscarlo de rodillas. ¡Dónde cojones se habrá metido la puta macuquina! Salí oyendo los insultos del espía al monarca derrotado en Trafalgar, convertido en un cuartillo de moneda.
A la tarde siguiente, desde la azotea del Cuartel del Hospital por el catalejo encañonado hacia el Chaco, vi avanzar una nube de extraña forma. Atacada por remolinos y escalofríos de rompiente.
¡Otra tormenta!, replicó la imaginación en los huesos. ¡Langosta! Pensé en la doble cosecha del año perdida, maloqueada por la plaga. De nuevo todo el país en pie de guerra. Matracas, tambores, gritos de batalla atronando el aire de un confín al otro. La nube se inmovilizó en el horizonte. Pareció retroceder. Perderse. Desaparecer entre los reflejos de la puesta de sol. Cosas del ante-ojo, del antojo. Fenómeno de refracción, a saber cómo y qué. Cuando me di cuenta estaba cayendo una manga de golondrinas que volaban a la deriva, enloquecidamente. Ciegas las aves. Los balazos del agua de la tormenta les habían reventado los ojos. Yo pude salvarme porque al caer del caballo me había puesto el bicornio sobre la cara. No bastó. Me saqué la placa de acero que llevaba al pecho bajo la ropa. Aguanté los tiros de plomo derretido y helado; las golondrinas, no. Se traían su verano desde el norte. El Diluvio les salió al paso. Les cortó el negocio. La azotea se llenó en seguida de esas avecitas desojadas que me miraban a través de las gotas de sangre en sus cuencas vacías. Aleteaban un instante y rodaban muertas. Salí de ahí a zancadas sobre el crujipío de los huesecitos, tal como se camina sobre una parvada de alfalfa seca. Deduje que la tormenta se había extendido muy lejos. Todo esa volatería llegaba desde los confines del país a morir a mis pies.
¿Qué pasa con la investigación del pasquín catedralicio? ¿Has encontrado la Letra? No, Excelencia, hasta ahora hemos tenido demasiado poca suerte. Ni la punta de un pelo en toda la papelada del Archivo, y eso que se ha revisado hasta el último pelo de foja y folio. No busques más. Ya no tiene importancia. Quería agregar nomás con su permiso, Excelencia, que capaz que no encontró al culpable en los legajos y expedientes del Archivo, porque la mayor parte de los firmantes de esas papeladas ya están muertos o presos, lo que es más o menos lo mismo. A los escribientes los he mandado por las dudas con fuerte custodia a repoblar el penal del Tevegó. Así matamos dos pájaros de un tiro, pensé; mejor dicho, avanzamos en la prevención de dos males; evitar por una parte que estos malandrines continúen ayudando a la guerrilla pasquinera. Por otra parte, acabar con la brujería del Tevegó, y se me antoja que la única manera es como quien dice dar nueva vida al penal poniendo otra vez allá prisioneros en lugar de los que se evaporaron en piedra. Porque esta mañana, al venir hacia el Palacio, Excelencia, he sido testigo otra vez de un suceso muy extraño. ¿Qué, bribón, vas a empezar de nuevo con uno de tus cuentos cherezados para hacerme perder tiempo y demorar tu condena? No, Excelentísimo Señor: ¡Dios me libre de petardearle inútilmente la paciencia con habladurías y díceres! Te he dicho que no se dice díceres, sino decires. El vocablo proviene del latín dicere, pero en nuestro idioma se dice al revés. Sí, señor, así lo haré en lo sucesivo. Resulta ser que ha sucedido una cosa que no tiene laya y que nunca se ha visto antes. Larga el rollo de una vez. Empiezo, Señor, y que Dios y Vuecencia me ayuden. La cosa no es simple. No sé ni por dónde empezar. Empieza; así sabrás al menos por dónde terminar.
La vez que Su Excelencia cayó del caballo durante la tormenta, y ya camina el tiempo a un mes de aquel maligno día, sucedió que mientras Vuecencia estuvo internado en el Cuartel del Hospital, entraron en la ciudad dos hombres, una mujer y una criatura. Venían al parecer en busca de limosna. Eso dijeron cuando se les tomó declaración. Lo que ya resultaba extraño, puesto que en nuestro país no hay más mendigos, pordioseros ni limosneros desde que Su Excelencia tomó las riendas del Supremo Gobierno. ¿De dónde vienen?, fue lo primero que les pregunté. En seguida recordé que Vuecencia suele decir cuando habla de que todas las cosas se retiran hacia su figura. Pero de esa cosa o gente que yo veía allí no recordaba ninguna figura conocida. ¿De dónde vienen?, volví a preguntarles algo boleado por la hediondez que salía de ellos. No supieron o no quisieron decirlo. Únicamente hamacaban la cabeza, con movimientos de sordomudos. ¿Eran mudos? ¿No eran mudos? ¿Eran sordos? ¿No eran sordos? Por las dudas les pregunté: ¿No son ustedes por un casual del Tevegó? Se quedaron callados. Uno de ellos, el que después agarró y dijo ser el padre, empezó a rascarse con ganas todo el cuerpo. Ustedes saben que pedir limosna está castigado con la pena de veinticinco azotes. No sabemos, señor, contestó el hombre que después agarró y dijo ser el tío. No tenemos nada, garganteó la mujer que después agarró y dijo ser la tía de la criatura, y señalándola: No tenemos más que esto para ganarnos la vida, porque lo que tenemos es hambre y hace tres días que no comemos ni un triste pedazo de mandioca. Nadie quiere darnos nada. Se asustan, nos cierran las puertas, corren de nosotros, nos echan los perros, nos tiran piedras los grandes y los chicos, como si tuviéramos el mal-de-san-lázaro, o más que eso, un mal mucho más mal, señor.
Al principio pensé que estaban queriendo engañar a la autoridad. La criatura parecía en todo de forma ordinaria. Se sostenía sobre los dos pies muy chotos, las piernas muy arqueadas. Pero andaba como las demás criaturas de su edad. Cabellos albinos, de tan blancos casi no se veían al sol. Los ojos sin vista, al parecer, aunque la vista no nació antes que los ojos. Pero que veían era seguro porque cuando la tía-machú se inclinaba para calmar los llantitos de la criatura, ésta se le prendía a la teta. Llévenlos, ordené a los soldados, y remédienlos en la guardia.