¡Espérate, Sultán! ¿Quién ha dicho esto último? ¡No me aturrulles! Da lo mismo, Supremo. No te preocupes. ¿Cómo no he de preocuparme? Si estoy tratando de entender; no quiero mezclar mis cosas con tus perradas de ultratumba. Ya te he dicho que no entenderás hasta que entiendas. Pero esto no te ocurrirá mientras simules tu enterramiento en esos folios. Las falsas tumbas son pésimos refugios. El peor de todos, el sepulcro escriturario de a medio real la resma. Sólo bajo la tierra-tierra encontrarás el sol que nunca se apaga. Tiniebla germinal. Noche-noche la de ojos en peregrinación. Única lámpara alumbrando sus trabajos de vida-y-muerte. Pues si no siempre en lo obscuro se muere, sólo de lo obscuro se nace, ¿entiendes, Supremo? Cuando aún vivías me eras útil, mi estimado Sultán. Te oigo gruñir en sueños. Ladras. Despiertas sobresaltado. Levantas la pata derecha para atajar la mala visión. En tus ojos se refleja la imagen del Extraño. Desconocido sin dimensiones de color ni forma. Cosa. Suceso. Vaticinio de lo negro a lo gris; de lo gris a lo blanco; de lo blanco a la sombra parada delante de ti. Tu sueño ahora demasiado pesado. Ya no sabes representar la muerte como en otro tiempo lo hacías soberbiamente para diversión de mis huéspedes. Igual que el bufón del negro Pilar, capaz de mojigangas parecidas remedando voces, figuras, gesticulaciones de los extraños más extraños. Pantomimo. Histrión. Alcahuete. Morcillero. Sátiro. Transformista. Caricato. Mamarracho. Ladronzuelo.
Dime, Sultán, aquí entre nosotros, ponte la pata sobre el pecho: Con la más entera franqueza dime si el negro te habló algo acerca de esa fábula que le encalabrinó el cerebro con la idea de ser algún día rey del Paraguay. ¡Mentiras! ¡Patrañas de tu bolacero fiel de fechos para desacreditar aún más al negro! ¡Lo último que hubiera querido es ser rey de este país de mierda! El que sueña con destronarte y hacerse rey algún día es justamente tu fiel de fechos, el propio Policarpo. Fíjate en el respaldo de la silla de tu lacayo. ¿Qué ves escrito ahí, a carbonilla? Policarpo I Rey del Paraguay. Mándale que borre la leyenda con la lengua. Lo hará, no te preocupes, antes de que el nudo corredizo la haga saltar bien húmeda fuera de la boca.
Por orden del perro escribo pues sobre el negro Pilar. Durante diez años el paje disfrutó de mi exclusiva confianza. Aparte del protomédico, el único que entra a mi cámara. Me ceba el mate. Vigila la cocción de los alimentos. Los prueba antes que yo. En las audiencias oficia de asistente; de vigía de punta en los paseos. Avanzo sobre el moro; voy avanzando lentamente por las calles taladas de árboles. Los ojos de halcón del negro vigilan las rendijas de las casas atrancadas. Rezago entre la maleza, un racimo de cabezas ensombreradas. Pilar cae blandiendo el látigo sobre los sombreros de paja. Cabezas de muchachuelos curiosos se esconden bajo los sombreros. Los ahuyenta a guascazos.
En los ejercicios militares cabalga a mi lado. Maneja la lanza o el fusil como el más pintado de mis húsares. El negro provoca en ellos envidia, pasmo, admiración. En las cacerías anuales de perros Pilar va siempre en las avanzadillas. Le encanta meterse en las casas de los patricios. Ultima a bayonetazos, delante de los aterrorizados dueños, a los cuzcos escondidos bajo las camas, en las cocinas, en los sótanos, bajo las polleras de las mujeres. En una de estas batidas atravesó de un chuzazo a Héroe, saldando con él viejas cuentas. Mientes, Supremo. El negro Pilar no mató a Héroe, que ya andaba muerto de hambre desde que expulsaste a los Robertson. Nadie le tiraba un hueso ni siquiera a escondidas por temor a caer en desgracia si llegabas a saberlo. Cállate, Sultán. No me interrumpas tú ahora. No te me pongas en dictador ni en corrector. Hablo del negro Pilar, no de ti. Escribo sobre él, y a la letra le da igual que sea verdad o mentira lo que se escribe con ella.
Lo que más le alucinaba era contemplar el cielo por las noches a través del telescopio en busca de mis constelaciones preferidas. Mira, José María, voy a leerte el calendario del zodíaco. ¿Qué es zodíaco, Padrino? Algo parecido a un almanaque del cielo. Ya sé, Padrino, algo parecido al Almanaque de las Gentes Honradas que usted lee de cuando en cuando. ¡No mezcles las cosas viles con las cosas del cosmos! Escucha, si yo te alcanzo un cabo de vela y te digo que lo comas, ¿lo harías? No, Señor, porque usted mismo me tiene dicho que uno no debe comer su propia vela. Atiende, bribonzuelo: el sol gira en torno de su anillo ardiente y no necesita más alimento que el suyo propio. ¡Quién pudiera ser sol! ¿No, Señor? ¡Comerse panzadas de uno mismo! No me interrumpas tú ahora. El zodíaco es la franja circular de las doce constelaciones que recorre el sol en el espacio de un año. Los doce signos marcan las cuatro estaciones. Vamos a leer el calendario. Ahí está Aries, el carnero, bestia libidinosa que nos engendra. Allí Tauro, el toro, que empieza por darnos una cornada. En el torocandil, Señor, yo soy siempre el primero que cornea a los otros negros. Mira a Géminis, los gemelos; es decir la Virtud y el Vicio. Procuramos alcanzar la virtud cuando llega Cáncer, el cangrejo, que nos engancha con sus pinzas dientudas. Mientras nos alejamos de la Virtud, Leo, rugiente león, se nos cruza en el camino. Nos tira feroces zarpazos. ¿El león moribundo de la fábula de Esopo que usté me suele contar, Señor; el que organiza la parada para comerse el resto de los animales? Si no me dejas hablar no llegaremos nunca al fin. Pega tu negra alma al telescopio; escucha lo que voy diciendo. Huimos del León, encontramos a Virgo, la virgen. Nuestro primer amor. Nos casamos con ella. ¿De qué te ríes? De nada, Señor; sólo porque también le he oído decir a usté que los virgos se encuentran siempre entre las pajas. Parece que también hay virgos en el cielo. Nos creemos felices para siempre cuando aparece Libra, la balanza, que pesa la felicidad con peso de humo. Muy tristes quedamos. Escorpio, el escorpión, nos sacude un puyazo en la espalda que nos hace dar un terrible salto. Nos curamos de las heridas, cuando hete aquí que nos llueven flechas desde todas partes: Sagitario, el arquero, se divierte. Nos arrancamos las flechas. ¡Cuidado! Ya estamos flotando en el Arca. Ha llegado Acuario, el aguatero, que ha vertido todo su diluvio inundando la tierra. La ha convertido en un océano donde reina Piscis, porque ellos nos pescan a nosotros sin carnada ni anzuelo. En cada cosa hay oculto un significado. En cada hombre un signo. ¿Cuál es el suyo, Señor? Capricornio, el Capricornio del Trópico. Ariete que arremete y por todas partes se mete. ¡La gran pucha, Padrino, con este Libro del Cielo! El sol lo lee todos los años, Pilar. Siempre sale sano, lleno de ánimo; allá arriba sigue girando alegremente. Yo también puedo hacerlo, Señor. Leerlo directamente. No sé cuándo nací, ni el mes, ni el día, ni la hora, pero por la picardía de esos signos el que me corresponde capaz que es el de los Mellizos. Soy el koi de mi koi. Yo diría que tu signo más vale es el cangrejo que le sigue. Si me reparto en lo menudito de cada día, sí Señor. Ahora lo que me pregunto es si en la vida de Su Merced es también de ese modo. Para mí, que su signo es usted mismo, Señor. Usté no depende de la suerte momentera que salta el salto fino por un hilo empujando las cosas que no se ven mientras suceden las cosas que se ven. En las historias de los libros, ¿no es de esa manera? Si Vuecencia me da licencia yo también leeré ese Almanaque de las Personas Honradas del Cielo. No sabes leer aún. Aprende. Anda a aprender el alfabeto en la escuela. Voy a ver si puedo hacerlo, Señor, digo en la podencia de lo floreado con palabras nomás.
No llegará el negro a pasar de Capricornio. Su falsa inventiva lo clava en la irreverencia delatora. Eco de antiguas bellaquerías de mis detractores, que atribuyen mi odio por los patricios a los frustrados amores con la hija del coronel Zavala y Delgadillo. No menciona nombres el audaz hablantín. Chocarreras vaguedades sobre la Estrella del Norte, apodo con el que por donaire se conocía a doña María Josefa Rodríguez Peña, madre de la hermosísima Petrona. Público mote correspondiéndose en la boca del negro con mi más guardado secreto. Historia fingida de una constelación. Prueba al canto de que hasta a través de las más lejanas galaxias el ruin gusano acaba siempre picando la salud de la fruta. El corazón del negro ya estaba picado. Le hice aplicar una tunda de azotes. Los recibió sin un gemido. Luego se arrodilló a mis pies pidiéndome perdón. Le brindé una oportunidad para rehabilitarse. Fue la última vez que cometí un acto de estúpida conmiseración. Me siguió engañando un tiempo. En mi presencia, humildad, discreción sin ejemplar; a escondidas, el peor de los truhanes. Se tornó cínico, libertino, borrachín, relajado ladrón. Ayudado por la india Olegaria Paré, su concubina, empezó a robar en los almacenes del Estado. Lo vil con lo vil se junta. A mis espaldas empezó a cobrar gajes, coimas por presuntas mediaciones ante el Gobierno. Rufianadas de toda especie, que respondían a su prodigiosa capacidad de truhanería, de invención, de malicia. Todo el mundo se disputaba los favores del famoso chambelán en que se había convertido mi antiguo paje. Entre tanto, la india ya embarazada a punto de parir seguía vendiendo de postín en la plaza del abasto, hasta en las casas de los enemigos, las mercancías que su amante robaba. Piezas de lienzo inglés, bramantes, arrasados de hilo, gasas-libélulas, pecheras de encajes, cintas de colores, pañuelos, juguetes, fueron a parar a manos de los derruidos linajes, de los chapetones arruinados, de los engreídos patricios. Daban lo que no tenían para pagar estos lujos robados a las Tiendas del Estado. Inmenso regocijo. Una guardia lo pilló arrojando por las claraboyas rollos de cintas que se deshacían en la brisa del río. 1
Una tarde, al volver del paseo, el pasmo me clavó en la puerta del despacho. Enfundado en mi uniforme de gala estaba el negro sentado a mi mesa dictando con destemplados gritos las más estrafalarias providencias a un escribiente invisible. Completamente borracho, hojea deshojando los expedientes amontonados. Me cuesta arrancarme al estupor que ha hecho de mí una piedra de imaginación, digo de indignación. ¡Lo peor es que en la alucinación de mi cólera me veo retratado de cuerpo entero en ese esmirriado negro! ¡Remeda a la perfección mi propia voz, mi figura, mis movimientos, hasta el menor detalle! Se levanta. Saca de su escondrijo las llaves del arca de caudales. Retira el grueso legajo que contiene los procesos de la Conspiración del año 20. También empieza a deshojarlo. Lanza puñados de hojas al aire vociferando insultos contra cada uno de los sesenta y ocho traidores ajusticiados. ¡Terribles anatemas! Los mismos con que yo suelo apostrofarlos todavía, después de veinte años.