Les ordeno reprimir severamente estas faltas. Proceso sumarísi-mo. En el mismo lugar donde se les encuentre cometiendo tales desafueros los culpables deberán ser pasados por las armas. De lo contrario, se formará Consejo de Guerra al propio comandante cargando él con las consecuencias de sus desidias ante los abusos.
La población de indios, especialmente las mujeres de los naturales, merecen especial protección. Ellos son también paraguayos. Con mayor razón y antigüedad de derechos naturales, que los de ahora. Deben dejarlos vivir en sus costumbres, en sus lenguas, en sus ceremonias, en las tierras, en los bosques que son originariamente suyos. Recueden que está completamente prohibido el trabajo esclavo de los indios. El régimen a usar con ellos es el mismo de los campesinos libres, pues no son ni más ni menos que ellos.
No sé cómo otro de ustedes, que pasa por gran jefe, ha salido pidiéndome sin avergonzarse le conceda el traslado de un soldado a la oficina de la comandancia en calidad de secretario, alegando que lo necesita para acomodarle sus partes. Esto es reconocer que ese soldado tiene más aptitud para ser oficialmente director, o acaso comandante. Salvo que esto de dirigirlo en sus partes disfrace alguna ocupación inconfesable. Lo que sería dos veces peor.
¿Es posible que muchos de ustedes no sepan siquiera pergeñar un mal parte, desgreñar un oficio, ordeñar la ubre de su inteligencia garrapateando un escrito? Esto es muy triste para el Gobierno.
Cuando yo recibo las papeladas de los comandantes, lo primero que hago es sondear la letra, lo escrito. Una misma cosa puede decirse de distintos modos con diferentes aplicaciones que pueden tener diversos sentidos. De donde tanto el comandante que no sabe escribir como el furriel que escribe lo que no sabe, salen hablando de cosas que no se entienden ni del revés ni del derecho. Si sucede algo malo por culpa de un parte mal redactado, el comandante se disculparía diciendo que no lo hizo él sino el furriel, malinterpretando lo maldictado. A más de esto, si se ofrece dar una orden reservada, el Gobierno se ve embarazado al dudar que el comandante la comprenda. De seguro me saldrá hablando en su respuesta de cualquier especie o zoncera, como a menudo sucede. ¿No tendría yo que nombrar comandante a ese furriel y enviar a tal analfabeto comandante al cuerpo de tropa?
A todos ustedes los saqué de la nada en tiempos en que yo andaba recogiendo capullos del campo. Quiero gente nueva, me dije. Quiero gente de oro en polvo. Quiero lo mejor de lo mejor al servicio de la Patria. Así encontré a los que me parecieron los mejores. No iba a andar escudriñando con la candela de Jehová lo secreto del vientre de nuestras mujeres. Tomé lo que hallé a mano. Me bastaba que hablara cada uno de sí mismo como de un desconocido; alguien que no fuese dueño ni siquiera de su propia persona. Yo les preguntaba: ¿Ésta es tu casa? No, Señor, esta casa es de todos. ¿Este perro es tuyo? No, Señor, no tengo perro mío. ¿Al menos, tu cuerpo, tu vida son tuyos? No, Señor, los llevo emprestados nomás hasta que nuestro Supremo Gobierno disponga de ellos. Tal despropiedad significaba una fuerza incalculable. No tenían nada. Lo poseían todo, puesto que cada uno formaba el todo. Yo dije: Esta gente ha nacido de pie. Es la que necesito para poner de pie al país. Así lo encontré, por ejemplo, a José León Ramírez.
Rápido de mente. Ojo de halcón. Volaba quieto. Corría parado. Las órdenes le llegaban viejas. Él estaba siempre un poco más adelante. Fue uno de mis mejores hombres, hasta que se convirtió en el peor. No le gustaba ser adulón ni alcahuete. José León Ramírez servía para todo mandado sin dejar de ser cada vez él mismo. Con los años pensaba ascenderlo a capitán, a ministro de Guerra. Inclusive, un tiempo, pensé en designarlo mi sucesor. Su oportunidad tuvo. Su oportunidad le brindé. La tomó blandiente. La perdió en la pendiente de sus bragas.
Otro bragante perdido: Rolón, el ex capitán Rolón. Llegó al grado más alto. Descendió al más bajo. Durante cinco años lo instruí personalmente en el arte de la guerra. La artillería era su arma natural. Se arrimaba a un cañón. Lo palmeaba, lo acariciaba como a un caballo manso. Mientras lo amarraba a la cureña le hablaba diciéndole por lo bajo qué era lo que tenía que hacer. En el momento de arrimar la mecha trazaba con el índice una parábola, fijaba el objetivo del modo en que el jinete indica al caballo la barrera que debe saltar. Un leve chasquido de lengua, el cañón pegaba el bote. Noventa y nueve veces de cada cien tiros el obús daba en el blanco, por lejano que estuviese.
¡Ah, Rolón, Rolón! Te hice rico en ardides para vencer a cualquier enemigo, para demoler cualquier ciudadela, incluso la de tu propia alma. Ensayamos en tierra y agua batallas terribles. En uno de esos simulacros acertaste los cien puntos. Casi me ganas. De soldado raso a capitán. El militar de más alta graduación que revistaba en el ejército de la República por los días de aquella época. Imponente el capitán artillero. Arietante. Martilleante. Sin relevo, sin sustituto posible. Único.
¿Te acuerdas, Patiño, cómo era? Lo estoy viendo, Señor. Alto, la cabeza raspando el techo. Cuerpudo. Melena, bigotes hasta la cintura. El sólo verlo imponía respeto, Excelencia. Bueno, pues Rolón era ése, tal cual lo pintas. Ése era Rolón, el primer capitán de la República.
En un alboroto con los correntinos lo mandé a bombardear la plaza para escarmentarlos. Puse a su disposición cuatro buenos buques de guerra armados hasta de veinte y tantos cañones. No sirvieron sino para que Rolón ofreciera sin costo al enemigo una ridicula representación. No sirvió sino de hazmerreír por el desatino con que condujo la expedición. ¿Dónde su amor a la patria? ¿Dónde su honor y su orgullo, el respeto al gobierno? ¿Dónde su propio amor propio?
En la juntura del Paraná con el Paraguay, los cuatro barcos se pusieron a bailar ante el fuerte de Corrientes en los remolinos de las siete corrientes. Sin disparar un cañonazo. Sin saber qué rumbo tomar; si hundirse o volar.
Pobladores y tropas improvisaron un burlesco carnaval en homenaje a los navios invasores. Se lanzaron a competir con ellos a quién bailaba más y mejor. Y si los correntinos no los tomaron con sólo alargar las manos, fue porque la borrachera los tumbó a ellos tanto como a Rolón y a sus hombres el susto. Al regreso de su hazaña se presentó muy fresco disculpándose con necedades. Así resulta cuando se encomienda una empresa a desvergonzados inservibles. Es verdad que yo sólo ordené esa expedición como prueba, la que no me salió bien. Sólo por esto no mandé ejecutar a Rolón. Se le conmutó por la pena de remo perpetuo. ¿Qué es de él? Continúa bogando en la canoa, Señor. Los últimos partes de las guarniciones costeras informan que ya no es más que piel y huesos. Otros, que es una sola entera mata de pelos cuya cola de más de tres metros se arrastra en la corriente mientras boga. Los ribereños del Guarnipitán han hecho correr extraños rumores. Dicen algunos que el que va sentado en la popa no es ya el condenado vivo sino el difunto. Otros díceres dicen que la muerte misma es la que va bogando en la negra y podrida embarcación. Y así debe ser no-más porque hace años que no recoge los alimentos de los lugares establecidos en la condena, entre la Villa del Pilar y el Guarnipitán.
¿Qué estás haciendo sobre el papel? Raspar la i de díceres, Señor, relevarla por la e. Cambiar, aunque sea por valor de una letra, el destino del ex capitán Rolón.
Ahí lo tengo a ese otro collón cobardón, el ex comandante de Itapúa, Ojeda. Revés indigno de lo que debe ser un verdadero comandante de guarnición. Abandona Candelaria a las tropas de Ferré que invaden nuestro territorio pretendiendo extender su dominio y apoderarse de las Misiones, antigua pertenencia y posesión del Paraguay. Mi comandante de guarnición se retira sin resistir, antes de sonar el primer tiro. Las armas se les derriten en las manos a estas gallinas uniformadas cuando se ven forzados a hacer uso de ellas. Deja regado el camino de su fuga con bagajes, pertrechos, bastimentos que cuestan sangre y sudor al país. Lo mando llamar. Hasta los calzoncillos se te cayeron manchados de tus propias miserias. Lo que es una vergüenza para la República. Oprobio sin segundo. Ignominia sin ejemplar. Últimamente me has dejado avergonzado con el gusto simple y sin excusa que has tenido, al extremo de hacerme abandonar la Candelaria, bastión imprescindible para la seguridad del país; el último resquicio que nos quedaba para comerciar con el exterior. Qué dirán esos comerciantes extranjeros. Qué se dirá en el Paraguay, cuando tus compatriotas lo sepan. Te escupirán a la cara, y en lugar de comandante de la primera guarnición de la República, serás la última escupidera del desprecio y la burla de todos.
Yo mismo me abstengo de hacerlo. Trato de no criar rabia contra ti. No me tolero enojos contra hombres tan-para-poco, tan-para-nada. Criar rabia contra infelices bribones es lo mismo que autorizarse a que estas contrapersonas pasen durante algún tiempo gobernando las ideas y los sentires de nuestra Persona. Lo que es doble pérdida.
Por ahora no te mandaré al naranjo. No creas que por lenidad o bondad. No disculpo la harta bobada que has hecho. Tolerancia, fuente de todos los daños. Boberías. Hago hincapié: Me esfuerzo en no desparramar rabias inútiles contra inútiles como tú.
No pido a mis hombres que obren siempre con la máquina del acierto. Con ser comandante de fronteras, te has apocado, sobrecogido en un vano temor, sin motivo, sin necesidad, sin hacer nada. Esto es falta de energía de disposición de ánimo, y así poco es lo que se puede esperar de ti. No salgas con la evasión de aguardar órdenes. Todo comandante, a cualquier rumor o indicio de enemigos, tiene la obligación de prevenir las defensas que están a su arbitrio. Lo que no le impide esperar órdenes si las circunstancias dan tiempo y lugar. A pretexto de no tener órdenes no debe desordenarse todo. Ponerte en estado de defensa teniendo el como y el conque, es lo menos que debías haber obrado. Cuando en una batalla se combate con especial empeño por la posición de una capilla o de una plaza determinada, debe lucharse por ella como si se tratara del más importante santuario nacional, aunque tales objetivos tengan en ese momento un valor puramente táctico, y quizás sólo para esa batalla. Tú has estado sobrado de fuerzas para mandar efectivos de hasta cinco mil hombres a Santo Tomé, con buena artillería, sumadas las tropas de reserva en infantería y caballería, más dos escuadrones escogidos de lanceros. Has podido hacer de esta sección el comienzo de una verdadera campaña militar en resguardo de nuestras fronteras, y llegado el caso, convertirla en una cruzada de largo alcance con vistas a extender y asegurar el dominio de los ríos hasta el mar océano contra las hordas de salvajes y gobiernos de pega que estorban nuestro derecho a la libre navegación de los ríos, agravian nuestra soberbia e impiden el ejercicio de nuestro comercio exterior.