Pero ninguna de estas cosas podía compartirlas con Véronique. Traté de sacarla de la estupefacción a que la había conducido y regresamos a otros asuntos menos resbaladizos. Las nubes que se agitaban sobre nuestras cabezas, mientras anochecía, me ayudaron a construir la ilusión de estar paseando con ella por los Campos Elíseos, donde habríamos podido sentarnos en un banco cualquiera a esperar a que nos cayera encima la noche. Fue un segundo que valió por todo el día. Porque era consciente de que nunca tendría una amante francesa y este breve espejismo, con un poco de tesón, podía deformarlo hasta cubrir, acaso, aquel hueco irreparable en mi existencia.
En el Ayuntamiento nos recibió la teniente de alcalde. He de apuntar que nos habían agrupado alrededor de los intérpretes para que éstos nos fueran descifrando el discurso de la mandataria municipal, una mujer de edad y bastante enérgica. A mí me habría correspondido irme con alguno de los traductores al inglés, pero me quedé con la única que traducía al francés para estar al lado de Véronique. Aunque ello supusiera tener que sufrir otra vez la cercanía de sus dos compañeros.
La teniente de alcalde no se complicó. Nos largó las fórmulas de rigor y se apresuró a declarar abierto el cóctel. Bajó del estrado y el grupo de los franceses, es decir, el mío, resultó ser el que tenía más a mano. Se dirigió a nosotros en alemán, excusándose por desconocer el francés. Sólo hablaba inglés, se lamentó, como si fuera algo reprobable. Mientras la intérprete traducía para los franceses, la felicité en inglés por el buen estado del viejo edificio que albergaba el consistorio. La teniente de alcalde quedó algo extrañada, sin duda porque mi inglés no sonaba afrancesado.
Tuve que desmentir por enésima vez que fuera italiano y en cuanto le informé de mi verdadera procedencia ella me relacionó las diversas playas de mi país donde había estado de vacaciones.
Entonces, ignoro cómo, se produjo el acontecimiento absurdo que me estropeó la noche. Inopinadamente, me enredé en una aburrida conversación con la teniente de alcalde. Aburrida para ambos, porque al final fue ella quien se me sacudió de encima: me invitó con gesto brusco a que fuera a agenciarme algo del buffet y adujo, con no menos brusquedad, que ella debía atender al resto de sus invitados. En ese momento miré a mi alrededor y vi que todos los franceses se habían ido, llevándose a Véronique. Me encaminé hacia el buffet y me serví tres puñados de ensalada, a toda prisa. Busqué a Véronique. Estaba, junto con sus dos compañeros y el funcionario griego, tomando su refrigerio de pie, en torno a una mesita en la que sólo había espacio para cuatro. Con resignación y un tanto de ira, comprendí que tendría que buscar otro sitio. Mi compatriota y el abogado del bufete belga estaban también en mesitas atestadas. Para ser exactos, casi todas las mesitas estaban atestadas, salvo una en la que había dos oscuros personajes. Pero no tenía elección. Fui hacia allí y me humille preguntándoles si les importaba que me uniera a ellos.
Sobre las dos horas que siguieron, es mejor que no me extienda. Uno de mis compañeros de mesa era un inglés cordial, pero estuvo demasiado afanoso por relatarme lo bien que lo pasaba todos los veranos en Tenerife, isla que cometí el error de desvelarle que había visitado. El otro era un funcionario alemán del Ministerio de Finanzas, de aspecto siniestro y taciturno. A pesar de todo, creo que debía ser una buena persona. Su inglés no era fluido y este pequeño detalle pudo empeorar injustamente mi impresión.
Durante la primera hora vigilé a Véronique, que estaba en la otra punta de la sala y de vez en cuando me dedicaba una sonrisa. Luego algo me distrajo, y cuando volví a acordarme de ella, su mesa estaba vacía. En realidad sólo quedaban en la sala unas veinte personas, y de éstas la mitad, incluidos mis compañeros de mesa, despejaron rápidamente.
Entre los que resistían, aparte de mí (por nada, para nada, ahora que ella se había ido), se contaban los organizadores, un ponente y un par de mujeres de treinta y tantos años. Me acerqué a mi compatriota, que charlaba con una muchacha muy atractiva, aunque su rostro estaba marcado por las cicatrices de lo que debía haber sido un virulento acné juvenil. Me la presentó como Ulrike y como una de las secretarias del Instituto. La chica hablaba un cuidado inglés y chapurreaba con gracia mi lengua.
Alguien propuso ir a tomar cerveza. Animado por mi compatriota, me dejé llevar. Pronto reparé en que todos, quitándonos él y yo, eran alemanes. Fuimos a una cervecería bávara y pedí lo mismo que Ulrike. Hablaban en alemán, así que yo entendía una quinta parte de lo que se decía. Me abstraje en la cerveza. Mientras tanto, pensaba en lo difícil que iba a ser conseguir a Ulrike. A todos mis intentos de aproximación respondía con una distante urbanidad. Me gustaba porque era la única mujer hermosa que había en la mesa, porque eran las once de la noche y porque me sentía solo y sin esperanza. Pero también porque era la única joven, la única que podía estar limpia de esa mugre que a todos nos va amontonando encima el tiempo. No le eché arriba de veintiún años. No excluía que se hubiera acostado con todos aquellos tipos, pero también era verosímil que estuviera allí, aguantando cómo se emborrachaban, sólo porque había asumido que era una servidumbre aneja a su empleo en el Instituto. Mantuve a duras penas mi dubitativo cortejo, que ella toleró sin desairarme y a la vez sin darme la más remota oportunidad. Cuando llevaba ya tres cervezas encima, aunque la deseaba como un demente, resolví dejarla en paz. Si tenía que sufrir la carga de decorar las celebraciones de sus jefes, me parecía inmundo hacerle soportar también el asedio de un descolgado como yo. Si estaba liada con el director del Instituto, un tipo de 1,90 que bebía cerveza negra de cuarto de litro en cuarto de litro, no valía la pena que por un capricho de última hora me jugase que me partieran la cara.
Más o menos entonces me di cuenta de que una de las treintañeras, una tal Birgit que trabajaba no recuerdo para quién (por ahí tengo su tarjeta), insistía en trabar conversación conmigo. El ritual que siguió puede y debe ser resumido. Se obstinó en que bebiera de su cerveza, de algún tipo especial, y yo acabé tomándome casi toda la jarra. Pedimos otras dos, mientras los demás se iban marchando (Ulrike por cierto, se fue con el director y mi compatriota, dejándome con la duda y echándome una mirada que quizá fuera de piedad). Bebí lo suficiente para pasar por alto el hecho de que aquella mujer, Birgit, no me gustaba en absoluto. Ni su cuerpo, ni su cara, ni la forma en que se me había acercado. Llevaba los ojos mal pintados, su pelo era de un color ambiguo y los dedos de sus manos algo cortos. Detesto las manos de dedos cortos.
La elección de su hotel (a un par de manzanas del mío, donde tenía lugar el seminario) fue más o menos forzada por la convención que adjudica al hombre las incomodidades que sean necesarias. Tenía una habitación grande, una cama grande, y sólo cuando la tuve de pie ante mí me di cuenta de que también ella era demasiado grande. Me hundí en aquella mujer y lo que más me hirió fue que no sentí que ella fuera más vieja. Era viciosa y metódica, pero nada de lo que hizo me asombró ni me dio más asco de lo corriente. Todo fue, en realidad, al revés. Cuando salí al pasillo ella se quedó tranquila, desahogada, fumando y lanzando el humo hacia el cielorraso. Yo, en cambio, me deslicé hasta el ascensor cargado de remordimientos.
Caminé hasta mi hotel bajo la lluvia, por las calles desiertas. Mientras pasaba junto a la Opera, hube de confesarme que todo había salido de la peor manera posible. Una vez más, a la escala que correspondía a los minúsculos sucesos de aquella jornada, había trazado el deplorable itinerario de renuncias en que se basaba el argumento de mi vida. Primero me había enamorado de Véronique. Un sentimiento improvisado y volátil, pero cierto. Por atender algo que no me importaba, la había perdido, de la manera más estúpida. Después de desistir de ella, había implorado el remedio de Ulrike, a quien no amaba, pero con quien podría no haber sufrido mi amor propio. Había porfiado lo justo, sabiendo que era una tentativa infructuosa. Al final, me había ido con Birgit, y había fingido que lo que le entregaba era algo más que el resto podrido de lo que había querido y no había podido hacer antes. Con todo, Birgit había tenido lo que pretendía, o eso me había hecho creer. Yo. para variar, no tenía nada.
Cuando me acosté, ya no estaba borracho. Cerré los ojos y vi la sonrisa triste de Véronique. Luego fantaseé despierto sobre lo que Ulrike hubiera podido ser y ya nunca sería. Lo único que soñé, hasta la extenuación, fue la pesadilla realizada de ahogarme entre los brazos de Birgit.
Es la una de la madrugada. He dejado de escribir durante un rato. Me dolían los ojos, la cabeza, e] vientre. Éste es el último folio y no quería llenarlo de cualquier forma. En los folios que he escrito hasta ahora he contado algunas cosas que ilustran el propósito de esta carta, pero soy consciente de que no he llegado a expresarlo con precisión. He narrado lo que ha sucedido en estos días, porque se entienda cómo me siento en este ínstame. He narrado algo de lo que sucedió antes, para que pueda conocerse mejor quién soy y por qué. Pero falta lo esencial.
El sueño de Katia es quizá, de cuanto antecede, lo más importante. Como muchas otras veces, en esta noche el peso de su falta se impone a la desdibujada realidad de lo que veo y toco. Lamento muchos de los acontecimientos que he provocado o me han ocurrido, pero a pesar de los años, nada me angustia más que la crueldad con que ella me rechazó y la necedad con que yo hice su rechazo irrevocable. Otros se han encadenado a sus sueños, y con ayuda de su recuerdo han enfrentado los golpes más salvajes, las traiciones más imprevisibles, las noches más oscuras. La secreta esperanza de que existan en alguna región escondida y de que allí les estén aguardando, los ha serenado al borde del abismo. Yo, por contra, sé dónde está Katia y sé que no me aguarda.
Acaso sorprenda que le conceda tanto valor a un hecho irreal. A mí no me sorprende. A ratos, dudo si yo mismo no seré también un personaje ficticio. Puede que todos, en definitiva, seamos más invención que sustancia. Si se me permite apostar, apuesto que cada uno se inventa a sí mismo y que nunca le presta al asunto la atención que debiera.
Mientras descansaba, he puesto la televisión. He estado viendo un programa bastante desalentador, sobre las pruebas psicológicas que les hacen a los conductores alemanes a los que se les ha retirado el permiso por circular ebrios. Si no pasan las pruebas, no les devuelven el permiso. Casi todos son alcohólicos, naturalmente, pero han de convencer al psicólogo de que han superado su adicción. Sólo una cuarta parte lo consigue. Los demás, los suspendidos, han de aguardar tres meses antes de volver a ser examinados. Rompía el corazón la imagen de un fornido camionero berlinés, tras su tercer resultado adverso, llorando y golpeando la pared mientras tartamudeaba que nunca sería capaz de recobrar su permiso ni su trabajo. Era el vivo retrato de la fatalidad, la dolorosa encarnadura de la impotencia. Uno teme, aunque quizá prefiriese creer ciertas consignas, que Dios no es muy compasivo con los caídos, desde Luzbel hasta el camionero de Berlín.