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Esta mañana he asistido a las ponencias finales y a las conclusiones del seminario. Somnoliento como estaba, he necesitado de todo mi cerebro para mantenerme al tanto do lo que se decía y apuntar lo que pudiera interesar en Madrid. Después de los agradecimientos y la despedida oficial, hemos desalojado la sala de conferencias. En los pasillos, he dado mi tarjeta a todos los que me conviene que la tengan y he obtenido la de lodos aquellos cuya tarjeta me conviene a mí tener. Entre ellos, y lo admito con bochorno, estaba el funcionario griego. Algunas personas que deseaban disponer de algún contacto en mi país se han visto forzadas a efectuar la misma transacción conmigo. Les gustase o no, era el único que estaba a mano allí.

En un momento en que me he quedado solo se ha acercado Birgit. Me ha dado su tarjeta y no me ha dejado decir nada. Tampoco ha consentido que le diese la mía. Se ha ido sonriendo, después de apretarme las manos y mirarme haciéndome notar los diez anos de diferencia, insultantemente a su favor.

He comido por última vez con Véronique. Su avión salía a las cuatro y media. Por tanto, no ha habido mucho tiempo. Hemos hecho votos de mantener una comunicación que no mantendremos y la he invitado a tomar café. A ella y a los otros dos. Cuando han intentado fraccionar el importe de la factura, me he apoderado de ella y les he disuadido bruscamente. Aun arrostrando lo que hubiera que arrostrar por haber tomado el café con aquellos dos sujetos, no podía permitir que nuestro último acto común (entre Véronique y yo) fuera juntar monedas sobre una mesa. He firmado la factura y he pedido que la cargaran en mi cuenta. En rigor, será el banco quien les invite.

El día anterior, durante la comida, nos había servido una camarera italiana. Yo había pedido algo en alemán, pongamos que una cuchara. Al traérmela, me había dicho en mi idioma:

– Su cuchara, señor.

Su acento me sonó sudamericano. Le pregunté si procedía de aquella zona (tenía la tez muy morena y sus facciones me parecieron aindiadas). Denegó con la cabeza, complacida. Nos contó que había nacido en Napóles y que había trabajado en Brasil, Venezuela, Inglaterra, Suiza y algunos otros sitios que no recuerdo. Dominaba también el inglés y el francés y charlamos durante cinco minutos en una mezcla de cuatro lenguas. Aparentaba unos cuarenta años. Era una mujer inusualmente cálida.

Al vernos marchar, este mediodía, la camarera italiana nos ha parado para despedirse. Yo he dicho que me quedaba un día más y se ha dirigido a Véronique. Tras desearle suerte y buen viaje le ha señalado una rara figurilla que llevaba al cuello y le ha preguntado:

– Mexique?

– Oh non. Equateur.

Mientras aclaraba el origen del colgante, he visto a Véronique sonrojarse por última vez. La pregunta de la italiana había atraído todas las miradas, incluida la mía, hacia su escote. Tenía la piel pálida y pecosa, como la de la cara.

Sé que no debe apretarse la mano de una dama, ni cuando te la presentan ni cuando te despides de ella. Así que no he apretado la de Véronique. En cuanto ha desaparecido de mi vista he rebuscado su tarjeta entre las que me había ido guardando por la mañana en el bolsillo de la americana y la he roto en mil trocitos. Las de sus compañeros las he arrojado a la papelera sin romperlas.

Del paseo de esta tarde con mi compatriota, bajo una lluvia intermitente, poco hay que relatar. Si acaso, que unos zapatos domados hace meses me han producido unas rozaduras tremebundas. Al principio me ha extrañado, pero luego he comprendido. En Madrid, el día que partí, había cerca de cuarenta grados. Aquí esta tarde apenas pasaban de diez. Por otra parte, hoy hemos andado mucho más de lo que anduve yo solo cualquiera de los días anteriores. Ésta es la clave del enigma: mis pies se han contraído, con el cambio de temperatura, más deprisa que los zapatos. Mientras éstos conservan su tamaño estival, los pies, reducidos a su tamaño de invierno, bailan en la horma. Ese vaivén, sostenido durante una larga caminata, me ha producido las rozaduras. Es curioso que los pies mengüen más deprisa que los zapatos cuando el frío cae de repente sobre ambos. Al pensarlo se me ha antojado que también la vida se empequeñece más deprisa que nuestra percepción de lo bueno y de lo justo. Tal vez si todo se empequeñeciera al mismo tiempo no nos rozaría como nos roza. Viviríamos nuestras vidas mutiladas con una percepción disminuida y estaríamos conformes con nuestro destino.

Otra pausa. Esta vez para ir al cuarto de baño. He estado mirándome al espejo, a la luz del fluorescente. En casi todos los momentos señalados de mi vida ha habido un urinario. Cuando era un muchacho y estaba en alguna fiesta, persiguiendo a alguna adolescente esquiva, o emborrachándome después de haber sido esquivado, siempre me iba al servicio. Orinaba y me miraba en el espejo. Luego, en otras mil circunstancias, por otras mil razones, he seguido con esta costumbre. En mitad de todo, me he apartado y me he ido al urinario. La luz de los urinarios siempre es singular. Las he conocido muy blancas, rojas, ultravioletas. En todas ellas es difícil ocultarse. Sabes quién es el que está en el espejo, y también si la noche ha muerto o le queda algún resquicio. En el cuarto de baño de un hotel, lejos de casa, la clarividencia resulta demoledora. He estado contemplando al hombre del espejo y le he tenido una lástima infinita.

Ha llegado el momento de decirlo. No quiero estar aquí: ni en este hotel, ni entre la gente que lo ha estado ocupando hasta hace unas horas, ni haciendo esta tarea ínfima que hago y en la que tienden a condensarse mis días. No quiero volver a sentarme en mi despacho, ni dictarle cartas a mi secretaria, ni preparar informes, ni redactar contratos. No quiero que Natalia esté esperándome mañana, no quiero ir a ninguna boda más y a la mía menos que a ninguna otra. Me gustaría poder deshacerlo todo y retroceder al momento en que nada de esto existía. Pero mi protesta no debe ser mal interpretada. Si tengo algún rencor, no es hacia ellos, sino hacia mí, por dejar que entrasen. Ellos, desde mis jefes hasta mi novia o su padre arquitecto, no han cometido otro pecado que el de dejarse engañar por mi impostura. Las ofensas de que hayan podido hacerme objeto no son nada al lado del daño que yo mismo me he infligido convirtiéndome en aquél a quien todos ellos conocen. Yo soy el único culpable y nadie más que yo tiene que pagarlo.

Si pudiera otorgárseme, pediría pasear con Katia por el jardín de su casa, antes de que la guerra lo devastase, en una indolente tarde de verano. Pediría flotar a la deriva en un bote sobre las quietas aguas de un estanque, escuchando el Stabat Mater en un viejo gramófono. Pediría también, probablemente, morirme como Giovanni Battista Pergolesi, con sólo veintiséis años, habiendo desentrañado el misterio de la música.

Nada de esto está a mi alcance, ni lo estará ya nunca. Que nadie exija a un hombre cuyas peticiones fundamentales no pueden ser atendidas que se esfuerce en sobrevivir. Que nadie derrame una sola lágrima cuando me vaya. Si alguien ha cometido la equivocación de tenerme algún aprecio, lo que le toca es alegrarse de que mi vergüenza concluya. A quien pueda resultarle difícil, le sugiero que alternativamente me considere un loco irresponsable que debe ser olvidado cuanto antes.

Ya sólo me queda un tercio de la segunda cara del último folio. Lo que precede, en mi opinión, basta y sobra. No obstante, no escatimaré la última vuelta de la tuerca. Mañana he de viajar a Dusseldorf, subir a un avión a las 15.35, llegar a Madrid a las 17.40, pasar a recoger a Natalia sobre las ocho. Si no se cumple el plan previsto, autorizo a V.S. a deducir que fue mi voluntad truncarlo.

En el momento en que escribo estas líneas, disto de haber tomado una decisión. Desde ahora hasta mañana a las ocho puedo decidir en el sentido que indica lo que he puesto en estos folios: también puedo decidir en el sentido contrario o no decidir nada. En todo caso, lo que suceda debe serme imputado. Tal es mi voluntad y por eso llevaré encima esta carta. Sólo arriesgo que quede libre alguien que aproveche para eliminarme (y a nadie he perjudicado hasta el extremo de moverle a pretenderlo, que yo sepa). A cambio, exculpo a cualquier inocente conductor que pueda arrollarme y a los fabricantes de todas las máquinas que habré de utilizar y puedan servir para ayudarme a desaparecer.

Es mi deseo que mi cuerpo sea quemado y que nadie publique esquelas en mi memoria. No quiero dejar ninguna huella. Tan pronto como hayan cumplido con su finalidad, ruego que quemen también estos folios. Vale.

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