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BONN

Bonn, 10 juni. 1994

Sr. Juez (Herr Richter):

Es viernes, son las siete de la tarde y estoy en la habitación de un hotel, solo, con más de veinte horas por delante antes de tomar el avión que me devolverá a casa. Hace cinco minutos se me ha ocurrido que tal vez fuera posible obtener en las oficinas de la compañía aérea, casualmente situadas en una calle próxima, un cambio de billete que me permitiera largarme esta misma noche. Pero son las siete, es viernes y aquí ya todo está cerrado. No obstante, podría ir directamente al aeropuerto y tratar de conseguirlo allí. Debería aceptar una penosa combinación, supongo. Vía Francfort o París o Barcelona o Londres.

Estoy sentado ante el montoncito de folios que me ha sobrado del seminario, sobre el que escribo con el bolígrafo que me dieron con la carpeta y el resumen de las ponencias. Los folios y el bolígrafo son blancos y llevan impreso un hermoso logotipo amarillo y azul, el de la institución que ha organizado estas jornadas acerca de la nueva directiva sobre servicios de inversión. Si no afectase a la regular percepción de mi sueldo, prestaría al asunto tanta atención como al enésimo documental sobre las costumbres del escarabajo pelotero (en mi desautorizada o desautorizaba opinión, el insecto más tedioso de todos los catalogados hasta el presente). Pero he estado aquí tres días, apuntando en los folios que faltan del montoncito todas las especulaciones vertidas por los funcionarios de la Comisión encargados de supervisar la aplicación de la directiva. Me he acercado a ellos en los descansos para disipar dudas puntuales, del mismo modo que he discutido con otros colegas los aspectos más problemáticos de la nueva norma, los efectos que para cada uno tiene, sus imprecisiones, las oportunidades que se abren, las vías que se cierran. He intercambiado mi tarjeta con veinte o treinta personas, me han pedido que escriba un artículo, he pedido que me envíen la legislación de otros países, he asistido a una recepción, he hablado del tiempo que hace aquí, del que hace en mi país y de cómo está el agua según la época y la playa en que te bañes. Ahora todo se ha acabado. Todos se han ido, salvo yo, que me equivoqué cuando di a mi secretaria la fecha en que debía reservarme el avión de vuelta y que ahora me siento demasiado indolente para enmendar aquel error.

Ni siquiera me apetece cenar. He estado paseando por la ciudad con un compatriota, hasta la hora en que él tenía que tomar el tren hacia donde vive la novia alemana por cuya causa reside y trabaja aquí. El hombre estaba ansioso por hablar castellano y yo era el único de los asistentes al seminario que podía servirle a tai efecto. También yo estaba ya harto de mezclar, con ineptitud variable, inglés, alemán y francés, y sobre todo de esforzarme por entender a esta gente, tan irremediablemente ajena. Gente que exclama, pongo por caso y elijo la lengua en que menos zozobro, but what on earth is this donde yo suelto o al menos pienso qué coño pasa. No dudo de que uno llegue a hacerse incluso hermano de sangre de un esquimal si se ve forzado a convivir durante tres meses, recluido en el mismo iglú. En unos pocos días, sin embargo, las barreras son insalvables. Ni siquiera merece la pena salvarlas. Y nadie lo intenta. Uno sostiene la jarra de cerveza, sonríe a casi todo y si tiene la osadía suficiente cuenta un chiste que al traducirlo ni uno mismo entiende (no se diga el auditorio).

Pero me he desviado. El caso es que el compatriota con el que he compartido conversación, paseo y aperturas y cierres sucesivos de paraguas, me ha descubierto un restaurante que dice servir comida del país del que ambos procedemos, a unos doscientos metros del hotel, y en el que me ha asegurado que pueden ingerirse lapas que guardan una remota semejanza con las auténticas. Llámese atracción por el riesgo o credulidad, me había propuesto ir a probarlas. Ahora se me ha cerrado la boca del estómago y dudo que mis piernas se avinieran a obedecer ia hipotética e impertinente orden cerebral de trasladarme hasta allí. Así que esta noche ayuno. Naturalmente, debo pensar en todos los que ayunan por la fuerza, antes de apiadarme de un miserable desagradecido que podría descolgar el teléfono, murmurar cuatro palabras al servicio de habitaciones y cenar en abundancia, sin otra consecuencia que tener que firmar a la mañana siguiente 90 ó 100 marcos más en el recibo de la tarjeta de crédito. Alguien que ayuna porque le da la real gana quizá no merezca vivir. De esto, más o menos, es de lo que quería hablar a V. S.

Mi nombre lo encontrarán en el pasaporte que llevo encima. Como también podrán comprobar mediante dicho documento, soy varón, nací en Madrid hace veintiocho años y tres días y ostento la nacionalidad que en función de lo anterior cabe suponer. En la ficha de registro del hotel afirmé que soy abogado. Y lo soy.

Trabajo para un banco de inversiones cuyo nombre no daré para que no se lo mezcle con cosas tan intimas como son la inspiración y el probable objeto de esta carta. A menudo resulta arduo discernir el límite entre el trabajo y la intimidad, porque hay cientos de miles de seres que confunden uno y otra y hasta quienes intercambian los términos, convirtiendo su trabajo en la médula de su intimidad y su intimidad en una tarea. Es obvio que de vez en cuando uno debe repeler los asaltos de su intimidad a su desempeño laboral, en garantía de la retribución que por tal desempeño le corresponde. Pero tal y como yo lo intuyo (no soy un doctrinario y mucho menos un pedagogo), resulta mucho más perentorio oponerse al desenlace, nada infrecuente, de terminar siendo sólo la profesión en que uno enterró su inteligencia, como dejó escrito alguien a quien yo solía leer. Ello redunda, en primer lugar, en beneficio de la propia profesión (no hay ningún problema profesional importante que un tarado sea capaz de resolver como Dios manda), y cuando menos evita, en lo que a la intimidad se refiere, que se te pudra y no merezca la pena ocuparse más de ella.

Así que no daré el nombre del banco por dos razones: ni debe él mancharse por lo que yo haga fuera de su ámbito, ni su existencia y la relación que hasta hoy nos une justifican en absoluto que él me manche a mí este instante. No hay por qué romper, ni siquiera hoy, el equilibrio según el cual él me permite subvenir debidamente a mis gastos y yo; en contrapartida, procuro llevar a cabo mi trabajo con toda la competencia, mucha o poca, de que soy capaz. Eso, y el tiempo que me consume, es todo lo que hay entre nosotros, y ninguna de las dos cosas basta para acusarlo o aliviarme. No volveré a referirme a él.

Para que dispongan de más datos personales, quiero decir, de los que hoy día sirven para identificar a un sujeto, mi sueldo bruto anual asciende a 9.825.069 pesetas, de las que entrego a la Hacienda de mi país una fracción algo superior a un tercio. Omito, aquí y en mi conversación cotidiana, los miserables plañidos de todos los que con similares o superiores salarios parece que preferirían, a juzgar por el fervor de sus protestas, ejercer la mendicidad, de cuyos beneficios suele ingresarse en el erario público un porcentaje muy inferior.

Conduzco un coche que tiene más de cinco años (esto es, ostenta sobre su parabrisas el baldón adhesivo que delata la obligación de pasar inspección técnica periódica), menos de cuatro metros, apenas 80 caballos y nada de tracción integral o ABS. Para resumir, carece de los encantos cuyo disfrute lleva a la mayoría de mis compañeros de trabajo a desembolsar entre cinco y seis millones, en la certidumbre de que así el vigilante del aparcamiento no les mirará con un tanto de conmiseración cuando salen o entran. Yo he de vivir sin esa certidumbre, o por decirlo todo, con la suposición opuesta. Puede suceder que la instrucción moral de los vigilantes de aparcamiento, por lo demás tan buenas personas como cualesquiera otras, adolezca en este punto de ciertas imperfecciones, o quizá sólo sea que mi coche, después de todo, luce algunos arañazos y lo hago lavar, como mucho, una vez al semestre.

En mi guardarropa cuelgan diez trajes, veinte camisas y treinta corbatas (de éstas, ocho o nueve ya desechadas por deterioro o por estupor ante e! hecho innegable de que un día decidiera adquirirlas o aceptarlas como obsequio). Para los fines de semana y restantes días de asueto, además de un par de pantalones vaqueros conquistados hace más de un lustro en sendas batallas campales sobre el revoltijo de unas rebajas, cuento con un número suficiente de cazadoras, camisetas y jerseys. Todo comprado en esas tiendas baratas que han proliferado en los últimos tiempos, para que los adolescentes puedan aplacar sus ansias de consumo indumentario a pesar de lo mucho que gastan en alcohol o en música mecanizada.

Mi patrimonio lo completan un millar de libros, medio miliar de discos, el equipo estrictamente necesario para reproducir estos últimos, un ordenador clonado en Corea a partir de algún modelo estadounidense y una impresora láser (ésta original, pero asequible por made in Singapore). También archivo en una carpeta unos papelitos que aseguran que en el banco guardan a mi nombre y rentabilizan por mi cuenta una suma de ocho cifras. Es todo lo que he podido ahorrar en cinco años de trabajo, pero estoy persuadido de que no le aceleraría el pulso a ningún fontanero (quizá sufriría una decepción) si le tocase en la lotería de Navidad.

El resto de las cosas que uso son alquiladas.

De lo anterior se deduce que no soy rico ni pobre ni todo lo contrario, es decir, que no tengo exceso de bienes y prácticamente ninguna deuda. Me apresto a liquidar las pocas que me veo en la ocasión de contraer, con lo que prevengo el final ominoso de tener que arrojarme al metro por no ser capaz de hacer frente a uno o cien vencimientos (lo de la cuantía no importa; en definitiva, es más digno morir por mii duros que por mil millones, porque con mil duros se puede dar de comer a un hijo durante cuatro días y con mil millones sólo se pueden alimentar vicios reprobables).

Aunque no puedo predecir cuál será la mentalidad de quien lea estas líneas, me asisten algunas sospechas fundadas acerca de la mentalidad más extendida en e! Occidente feliz, donde presuntamente me hallo. Por ello, doy en apostar que con el inventario que precede contribuiré a descartar algunas interpretaciones incorrectas que pudieran hacerse.

A lo mejor, Sr. Juez (Herr Richter), V. S. desempeña su oficio para hacer justicia con los canallas y socorrer a los afligidos, y no para ostentar con arrogancia su autoridad ante los desgraciados o para poder cenar en buenos restaurantes donde el maítre le recibe con solicitud. A lo mejor cuenta sílabas en los versos de Rainer María Rilke o conoce e incluso interpreta ante el enojo de sus vecinos el concierto para trompeta de Michael Haydn. En tal caso, le ruego que me excuse por entretenerle con un repertorio de vulgaridades que no le están destinadas. Como casi nunca se sabe, casi siempre se yerra, en más o en menos.

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