Acaso deba explicar quién y qué es Natalia (o Natacha, para su familia y sus amigos; jamás para mí). Ella tiene un año menos que yo, es tres centímetros más alta, va teñida de rubio y en la piscina tiene que envolverse en una toalla si no quiere que todos la miren (a veces quiere, y no se envuelve). Siempre está morena, hace gimnasia, se maquilla con destreza y se viste aún mejor. Es la mujer más objetivamente apetecible que conozco, pero hace un año que no la deseo en absoluto. Deseo mil veces más, por ejemplo, a esas punkies asquerosas que me cruzo de vez en cuando por la calle, con un poco de barriga rebosando sobre el vaquero negro, los pechos puntiagudos y algo turbio en la mirada. En Natalia no hay nada turbio, si se exceptúa el origen de la tonalidad de su cabello. Trabaja en una empresa de consultoría donde le pagan lo justo para comprarse zapatos y bolsos y comprarme a mí el reloj (aunque quizá para esta adquisición, como cuando hubo de procurarse su deportivo blanco, haya contado con financiación ajena, o sea, paterna).
Cómo llegó a ser mi novia no tiene demasiado misterio, salvando el hecho incomprensible de que ella se fijara en un tipo de 1,72 de estatura, que conduce un coche de pobre y no esquía ni juega al squash. Por mi parte, que era a lo que iba, ella andaba por allí, me atrajo físicamente y no me rechazó. Cuando fuimos intimando comprobé que no teníamos nada en común, pero también que no era completamente imbécil. En el mundo en que no sé cómo he llegado a moverme, debía ser mi novia y hasta podía ser mi mujer.
Desde luego, me costó que la familia de Natalia, principalmente su ampuloso padre arquitecto, me perdonara no ser hijo de un igual, esto es, de un cirujano o un notario. No obstante, al enterarse del importe de mi nómina quedaron, si no confortados, por lo menos a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Cuando observaron que no despegaba el meñique de las copas de vino, ni las llenaba hasta arriba ni cogía los cubiertos de pescado igual que los de carne, se autorizaron a concebir que podría ser presentado en sociedad. Eso llegó con motivo de la boda de uno de sus hermanos, al que regalamos una inutilidad que nos costó una obscena cantidad de dinero. Aunque Natalia estaba espléndida, con su vestido violeta pálido, aquella noche hice esfuerzos para no emborracharme. En las semanas siguientes soñé varias veces que le vomitaba en la pechera al arquitecto. Un desahogo que nunca saldrá del mezquino reducto de mi fantasía, plausiblemente.
Mi vida con Natalia consiste en buena medida en acudir a bodas. Tiene más de doscientos amigos, que sumados a los más de doscientos de cada uno de sus cinco hermanos arrojan una cifra de más de mil doscientas bodas posibles. Podemos estar yendo a una cada sábado hasta más allá del año 2017. Son espectáculos apasionantes, en los que primero oyes disertar sobre la pareja a un célibe y luego soportas dos o tres horas de tormento junto a otras diez personas presuntamente seleccionadas por los contrayentes o sus madres de acuerdo con su aptitud para encajar contigo (en realidad, para encajar con Natalia, que se convierte siempre en el centro de la reunión y no deja de reír ni de ondear a un lado y a otro su larga cabellera). Además de eso vamos a fiestas, a las películas que no puedes dejar de ver y de vez en cuando al teatro o a un concierto. Natalia toca primorosamente la flauta, pero no parece que la satisfaga mucho lo de ir a oír música. Aunque no estoy seguro al respecto, creo que vamos sólo para que no pierda el contacto y porque en el Auditorio nos tropezamos siempre con alguno de los más insoportables de los mil doscientos amigos a cuya boda hemos asistido o asistiremos.
No puedo reprimir el pánico al imaginar el día en que yo esté disfrazado de pingüino ante un altar y ella aparezca, linda como un sol, en la puerta de la iglesia, del brazo del cretino del arquitecto. Recorrerán el pasillo: él saludando a un lado y a otro; ella, con los ojos bajos. Llegarán junto a mí. Supongo que él llevará una pequeña condecoración sobre el chaqué, y que no tendré valor para abofetearle y abandonarla a ella, como mi honor y el sentido común exigen. Siempre que surge este espinoso asunto, alego con gravedad que debemos conocernos mejor antes de dar semejante paso. Mientras tanto me resisto, y ella se impacienta.
Pienso, Sr. Juez, que no es improbable que el contenido de esta carta trascienda más allá de la estricta confesión que a V.S. dirijo. En ese supuesto, me parece miserable que Natalia reciba sólo el trato que le he dispensado hasta ahora. A ella no quisiera herirla (al arquitecto, que lo paría un rayo). Es cierto que le he sido infiel, todas las veces que me ha apetecido y he tenido ocasión {que no han sido muchas). También es cierto, como ya dije antes, que su poderoso cuerpo de modelo no despierta en mí ya el menor apetito carnal. Para soltarlo todo, ella es el más ostensible emblema de mi extravío. Pero mentiría si tratara de sostener que no la quiero. Siempre está pendiente de mis altibajos. Veleidosa por naturaleza e instrucción, se abraza a mí heroicamente, aunque no entiende ni entenderá nunca qué es lo que busco. Pudiendo elegir, en definitiva, va y elige sacrificarse por alguien como yo. Las pasiones humanas se rigen (y reto a cualquiera a que pruebe lo contrario) por un burdo juego de retribuciones. Mientras la preciosa silueta de Natalia se dibuja en la semioscuridad del cuarto, debo admitir que le tengo (a su silueta y a ella misma) un afecto vil e irreversible.
De acuerdo con el plan previsto por la propia Natalia, poco después de casarnos la retiraré, nos construiremos una casa grande y me dará tres herederos (el primogénito se llamará Álvaro). A los niños los enviaremos a un colegio trilingüe y un par de años a Estados Unidos. Aprenderán a tocar el piano y gastarán en caprichos más de lo que una familia modesta gasta en comer. Un día (ésta es mi única adición a la fantasía de Natalia) quizá nos desprecien y yo les dé la razón. Pero si V.S. Ice esta carta no habrá casa, ni piano, ni colegio trilingüe. Transmítale a ella mi arrepentimiento y mis excusas. Abrigo la esperanza de que algún día se persuada de que fue lo mejor (especialmente para Álvaro).
Cuando llegué al vestíbulo del hotel, con mi paraguas debajo del brazo, listo para mezclarme con el resto e ir en obediente rebaño a la recepción que se nos ofrecía en el Ayuntamiento, me di casi de bruces con la vulnerable mirada azul de Véronique. Estaba sola, y me sonrió. Yo, antes de corresponder a su saludo, me cercioré de que ni el calvo retraído ni el chansonnier ni el funcionario griego andaban por las inmediaciones. Había algo de violencia en la forma en que reanudamos nuestra relación, después de habernos evitado durante la tarde. Pero aparte de ese detalle previsible, percibí que algo había cambiado radicalmente, y para bien, entre ella y yo. Quizá fuera por efecto del distancia-miento reciente, quizá porque yo no era capaz de ocultar la pequeña decepción que había sufrido. Desde luego, mi actitud era menos expansiva que la que había adoptado por la mañana. Normalmente no gusto demasiado a las mujeres. Sin embargo, y por alguna causa que no alcanzo a desentrañar, les gusto más cuando estoy deprimido y no tengo fuerzas para intentar gustarles.
Desde el principio, eludimos cualquier cuestión profesional. Esto, en sí mismo, era un progreso notable, aunque debimos empezar debatiendo acerca del clima y de lo fastidioso que es el paraguas. La felicité por su inglés, en el que apenas se notaba ese inconfundible acento con que los franceses suelen deformarlo. Lo dije, aproximadamente, con la misma crudeza que acabo de emplear. Ella, sin embargo, dejó escapar una risita, cerró los ojos, se arrebujó en su gabardina y gorjeó:
– Thank yau, sir.
– !'m nothing of a sir.
– Really?
De verdad, aseguré, y me dio la sensación de que ella entendía lo que yo quería sugerir. En esto los organizadores estimaron que allí estábamos todos, o todos los que iríamos a la recepción. En un rincón vi al calvo y al chansonnier. Éste se explicaba aparatosamente con ayuda de las manos y el otro asentía, en silencio. Intuí que Véronique no era feliz por tener que viajar en su compañía. Cuando emprendimos la marcha, hice por separarnos lo más posible de ellos y ella me secundó.
Por las calles de la ciudad, cubiertas de lluvia, Véronique y yo seguimos sin hablar del seminario. Continuamos con los idiomas. Me reveló con embarazo que había estudiado el mío, pero que se le daba muy mal. Quise oírla diciendo algo en él, y talvez quise también que se sonrojara, pero no insistí. Respecto del francés, manifesté sin pudor que una de las razones que me habían impedido tomarme la molestia de aprenderlo debidamente era lo afeminado que me sonaba en labios masculinos. De nuevo se rió. Destaqué sin embargo lo bello que era cuando una mujer decía algo en francés, aunque fueran sólo los transbordos que podían hacerse en una estación del metro. Aquí soltó una carcajada.
No me detuve y declaré que en la voz de ella, por ejemplo, no me cansaría nunca de escucharlo. Le pregunté si no sabía nada de Rimbaud o de Verlaine (alguien me dijo un día que los aprenden de memoria en las escuelas). Meneó la cabeza y se ruborizó por fin.
Luego la sondeé sobre otras cuestiones. Sobre si le gustaba ser Juristin, como los alemanes le habían puesto en la lista, y sobre si le gustaba serlo para un banco. Se encogió de hombros y me devolvió la interrogación. Negué con rotundidad y proclamé que a mí sólo me gustaba tocar el haut-bois. Abrió mucho los ojos, que era más o menos lo que yo había premeditado, y se asombró de que supiera tocar el oboe.
– / cannot -deshice mi embuste.
– So… -balbució, desconcertada.
Entonces, era evidente que yo había fracasado en la vida, concluí abruptamente su frase.
– You are nal serious -se quejó.
– Yes, I am.
Tan serio como nunca podría imaginar, aunque había escogido el oboe, eso he de admitirlo, como podía haber escogido la trompa. Me percaté de que no me captaba y estuve tentado de proclamar ante ella mi soberano desprecio hacia la protección jurídica de los inversores en los modernos mercados de capitales. Si son especuladores que apuestan al riesgo de los tipos de cambio o de interés, yo no movería un dedo para obstruir a quien quisiera estafarlos. Si son ahogadores de poca monta, tampoco me quita el sueño. Velar por el puñado de higos de un pequeñoburgués, mientras alguien mata a niños mendigos para arrancarles la médula ósea, es un empeño de segundo orden.