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Unos jovencitos se habían puesto a gritar Li-ber-tad, Li-ber-tad. Seguía entrando gente y la platea se iba llenando.

– Menos mal que vinimos temprano -dijo Trifulcio-. No me hubiera gustado estar todo el tiempo parado.

– Sí, don Cayo, ya comenzó -dijo el Prefecto-. Han llenado el teatro más o menos. La contra-manifestación debe estar saliendo del Mercado.

Se había llenado la platea, después la galería, después los pasillos, y ahora delante del escenario había gente apiñada que pugnaba por romper la barrera de hombres con brazaletes rojos del servicio de orden.

En el escenario, una veintena de sillas, un micrófono, una bandera peruana, cartelones que decían Coalición Nacional, Libertad. Cuando no me muevo estoy de lo más bien, pensaba Trifulcio. La gente seguía cortando Li-ber-tad, y un grupo había comenzado otra maquinita, al fondo de la platea: Le-ga-li-dad, Le-ga-li-dad.

Se oían aplausos, vivas, y todo el mundo hablaba a gritos. Comenzaron a salir varias personas al escenario, a ocupar las sillas. Los recibió una salva de aplausos y recrudecieron los gritos.

– No entiendo eso de legalidad -dijo Trifulcio.

– Para los partidos políticos fuera de la ley -dijo Ludovico-. Además de millonarios, también apristas y comunistas se han juntado aquí.

– Yo he estado en muchas manifestaciones -dijo Trifulcio-. El año cincuenta, en Ica, acompañando al senador Arévalo. Pero eran al aire libre. Esta es la primera que veo en un teatro.

– Ahí está Hipólito, al fondo -dijo Ludovico-. Es mi compañero. Hace como diez años que trabajamos juntos.

– Suerte que no le haya dado soroche, es la enfermedad más rara -dijo Trifulcio-. Oiga ¿y por qué está gritando usted también Libertad?

– Grita tú también -dijo Ludovico-. ¿Quieres que se den cuenta quién eres?

– Me han ordenado que suba al escenario y les desconecte el micro, no que grite -dijo Trifulcio-. Ese que va a dar la señal es mi jefe y nos estará viendo. Es un calentón, de todo nos multa.

– No seas tonto, negro -dijo Ludovico-. Grita, hombre, aplaude.

No puedo creer que me sienta tan bien, pensó Trifulcio. Un tipo bajito, con corbata michi y anteojos hacía gritar Libertad al público y anunciaba a los oradores. Decía sus nombres, los señalaba y la gente, cada vez más excitada y ruidosa, aplaudía. Había una competencia entre los de Libertad y los de Legalidad a ver quién gritaba más. Trifulcio se volvía a mirar a las otras parejas, pero con tanta gente parada, muchos ni se veían ya. El que daba las órdenes, en cambio, estaba ahí, los codos apoyados en la baranda de la galería, rodeado de cuatro más, escuchando y mirando a todos lados.

– Sólo cuidando el escenario hay quince -dijo Ludovico-. Y mira cuántos tipos más con brazaletes repartidos por el teatro. Sin contar que cuando se arme van a salir algunos espontáneos. Creo que no se va a poder.

– ¿Y por qué no se va a poder? -dijo Trifulcio-. ¿El Molina ése no lo explicó clarito?

– Tendríamos que ser unos cincuenta, y bien entrenados -dijo Ludovico-. Esos arequipeños son unos maletas, yo me he dado cuenta. No se va a poder.

– Se tiene que poder -Trifulcio señaló hacia la galería-. Si no, quién aguanta a ése.

– La contra-manifestación ya debería estar llegando aquí -dijo Ludovico-. ¿Oyes algo, en la calle?

Trifulcio no le contestó, escuchaba al señor de azul erguido frente al micrófono: Odría era un Dictador, la Ley de Seguridad Interior anticonstitucional, el hombre común y corriente quería libertad. Y los adulaba a los arequipeños: la ciudad rebelde, la ciudad mártir, la tiranía de Odría habría ensangrentado a Arequipa el año cincuenta pero no había podido matar su amor a la libertad.

– ¿Habla bien, no cree? -dijo Trifulcio-. El senador Arévalo lo mismo, hasta mejor que este fulano. Hace llorar a la gente. ¿No lo ha oído nunca?

– No cabe ni una mosca y siguen entrando -dijo Ludovico-. Espero que al cojudo de tu jefe no se le ocurra dar la señal.

– Pero éste se lo ganó al doctor Lama -dijo Trifulcio-. Igual de elegante, pero no tan en difícil. Se le entiende todo.

– ¿Qué? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿La contra-manifestación un fracaso total, Molina?

– No más de doscientas personas, don Cayo -dijo Molina-. Les repartirían mucho trago. Yo se lo advertí al doctor Lama, pero usted lo conoce. Se emborracharían, se quedarían en el Mercado. Unas doscientas, a lo más. ¿Qué hacemos, don Cayo?

– Me está volviendo -dijo Trifulcio-. Por esos hijos de puta que fuman. Otra vez, maldita sea.

– Tendría que estar loco para dar la señal -dijo Ludovico-. ¿Dónde está Hipólito? ¿Tú ves dónde anda mi compañero?

La estrechez, los gritos, los cigarrillos habían caldeado el local y se veía brillo de sudor en las caras; algunos se habían quitado los sacos, aflojado las corbatas, y todo el teatro daba alaridos: Li-ber-tad, Le-ga-lidad. Angustiado, Trifulcio pensó: otra vez. Cerró los ojos, agachó la cabeza, respiró hondo. Se tocó el pecho: fuerte, de nuevo muy fuerte. El señor de azul había terminado de hablar, se oía una maquinita, el de la corbatita michi movía las manos como un director de orquesta.

– Está bien, ganaron ellos -dijo Cayo Bermúdez-. En esas condiciones, mejor anule la cosa, Molina.

– Voy a tratar, pero no sé si será posible, don Cayo -dijo Molina-. La gente está adentro, dudo que les llegue la contraorden a tiempo. Corto y lo llamo después, don Cayo.

Ahora estaba hablando un gordo alto, vestido de gris, y debía ser arequipeño porque todos coreaban su nombre y lo saludaban con las manos. Rápido, pronto, pensó Trifulcio, no iba a aguantar, ¿por qué no la daba de una vez? Encogido en el asiento, los ojos entrecerrados, contaba su pulso, uno-dos, uno-dos. El gordo alzaba los brazos, manoteaba, y se le había enronquecido la voz.

– Me siento mal, ahora sí -dijo Trifulcio-. Necesito más aire, señor.

– Espero que no sea tan bruto; que no la dé -susurró Ludovico-. Y si la da tú y yo no nos movemos. Nosotros quietos, ¿oyes negro?

– ¡Calla, millonario! -irrumpió, allá arriba, la voz del que daba las órdenes-. ¡No engañes al pueblo! ¡Viva Odría!

– Menos mal, me estaba ahogando. Y ahí está el silbato -dijo Trifulcio, poniéndose de pie-. ¡Viva el General Odría!

– Todo el mundo se quedó alelado, hasta el que discurseaba -dijo Ludovico-. Todos miraban a la galería.

Estallaron otros Viva Odría en diferentes puntos del local, y ahora el gordo chillaba provocadores, provocadores, la cara morada de furia, mientras exclamaciones, empujones y protestas sumergían su voz y una tormenta de desorden revolucionaba el teatro. Todos se habían puesto de pie, al fondo de la platea había movimientos y jalones, se oían insultos, y ya había gente peleando. Parado, su pecho subiendo y bajando, Trifulcio volvió a gritar ¡Viva Odría! Alguien de la fila de atrás lo agarró del hombro ¡provocador! él se desprendió de un codazo y miró al limeño: ya, vamos. Pero Ludovico Pantoja estaba acurrucado como una momia, mirándolo con los ojos saltados. Trifulcio lo cogió de las solapas, lo hizo levantarse: muévase, hombre.

– Qué me quedaba, ya todos se estaban echando -dijo Ludovico-. El negro sacó su cadena y se lanzó al escenario dando empujones. Saqué la pistola y me fui detrás de él. Con otros dos tipos pudimos llegar hasta la primera fila. Ahí nos esperaban los de los brazaletes.

Algunos del escenario corrían hacia las salidas; otros miraban a los tipos del servicio de orden que habían formado una muralla y esperaban, con los palos en alto, al negrazo y a los otros dos que avanzaban remeciendo las cadenas sobre sus cabezas. Éntrales Urondo, gritó Trifulcio, éntrales Téllez. Hizo chicotear la cadena como un domador su látigo, y el de los brazaletes que estaba más cerca soltó el palo y cayó al suelo agarrándose la cara. Sube negro, gritó Urondo, y Téllez ¡nosotros los aguantamos, negro! Trifulcio los vio aventándose contra el grupito que defendía la escalerilla al escenario, y remolineando su cadena, se aventó él también.

– Me quedé separado de mi pareja y de los otros -dijo Ludovico-. Se formó una pared de matones entre ellos y yo. Se estaban fajando como con diez y había lo menos cinco rodeándome. Los tenía quietos con la pistola, y gritaba Hipólito, Hipólito. Y en eso el fin del mundo, hermano.

Las granadas cayeron desde la galería como un puñado de piedras pardas, rebotaron con golpes secos sobre las sillas de la platea y las tablas del escenario, y al instante comenzaron a elevarse espirales de humo.

En pocos segundos la atmósfera se emblanqueció, endureció, y un vapor espeso y ardiente fue mezclando y borrando los cuerpos. El griterío creció, ruido de cuerpos que rodaban, de sillas que se rompían, toses, y Trifulcio dejó de pelear. Sentía que los brazos se le escurrían, la cadena se desprendió de sus manos, las piernas se le doblaron y sus ojos, entre las nubes quemantes, alcanzaron a divisar las siluetas del escenario que huían con pañuelos contra las bocas, y a los tipos de los brazaletes que se habían juntado y, tapándose la nariz, se le acercaban como nadando. No se pudo incorporar, se golpeaba el pecho con el puño, abría la boca todo lo que podía. No sentía los palazos que habían empezado a descargar sobre él. Aire, como un pescado, Tomasa, atinó todavía a pensar.

– Me quedé ciego -dijo Ludovico-. Y lo peor el ahogo, hermano. Empecé a disparar a la loca. No me daba cuenta que eran granadas, creí que me habían quemado por atrás.

– Gases lacrimógenos en un local cerrado, varios muertos, decenas de heridos -dijo el senador Landa-. No se puede pedir más ¿no, Fermín? Aunque tenga siete vidas, Bermúdez no sobrevive a esto.

– Se me acabaron las balas en un dos por tres -dijo Ludovico-. No podía abrir los ojos. Sentí que me partían la cabeza y caí soñado. Cuántos me caerían encima, Ambrosio.

– Algunos incidentes don Cayo -dijo el Prefecto-. Parece que les destrozaron el mitin, eso sí. La gente está saliendo despavorida del Municipal.

– La guardia de asalto ha comenzado a entrar al teatro -dijo Molina-. Ha habido tiros adentro. No, no sé todavía si hay muertos, don Cayo.

– No sé cuanto rato pasó, pero abrí los ojos y el humo seguía -dijo Ludovico-. Me sentía peor que muerto. Sangrando por todas partes, Ambrosio. Y en eso vi al perro de Hipólito.

– ¿Pateando a tu pareja él también? -se rió Ambrosio-. O sea que los engatuzó. No había resultado tan cojudo como creíamos.

– Ayúdame, ayúdame -gritó Ludovico-. Nada, como si no me conociera. Siguió pateando al negro, y de repente los otros que estaban con él me vieron y me cayeron encima. Otra vez las patadas, los palazos. Ahí me desmayé de nuevo, Ambrosio.

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