– Claro que sí, don Fermín más que nadie -dijo Ambrosio-. A él no le importaba tanto fregar a Odría como a don Cayo. Tuvo que esconderse unos días, creía que lo iban a detener.
La camioneta entró a Camaná a eso de las siete. Comenzaba a oscurecer y había poca gente en la calle.
El que daba las órdenes los llevó de frente a un restaurant. Bajaron, se desperezaron. Trifulcio sentía calambres y escalofríos. El que daba las órdenes escogió el menú, pidió cervezas y dijo voy a hacer averiguaciones. Qué te está pasando, pensó Trifulcio, ninguno de éstos se ha cansado como tú. Téllez, Urondo y el capataz Martínez comían haciendo bromas. Él no tenía hambre, sólo sed. Se tomó un vaso de cerveza sin respirar y se acordó de Tomasa, de Chincha. ¿Pasaremos la noche aquí?, decía Téllez, y Urondo ¿habría bulín en Camaná? Seguramente, dijo el capataz Martínez, bulines e iglesias no faltaban en ninguna parte. Al fin le preguntaron qué te pasa, Trifulcio. Nada, un poco resfriado. Lo que le pasa es que está viejo, dijo Urondo. Trifulcio se rió pero en sus adentros lo odió. Cuando comían el dulce volvió el que daba las órdenes, de malhumor: qué confusión era ésta, quién entendía este enredo.
– Ninguna confusión -dijo el Subprefecto-. El Ministro Bermúdez en persona me lo explicó por teléfono clarito.
– Pasará un camión con gente del senador Arévalo, Subprefecto -dijo Cayo Bermúdez-. Atiéndalos en todo lo que haga falta, por favor.
– Pero el señor Lozano sólo le pidió a don Emilio cuatro o cinco -dijo el que daba las órdenes-. ¿De qué camión habla? ¿Se volvió loco el Ministro?
– ¿Cinco para romper una manifestación? -dijo el Subprefecto-. Alguien se volvió loco, pero no el señor Bermúdez. Me dijo un camión, veinte o treinta tipos. Yo, por si acaso, preparé camas para cuarenta.
– Traté de hablar con don Emilio y ya no está en la hacienda, se fue a Lima-dijo el que daba las órdenes-. Y con el señor Lozano y no está en la Prefectura. Ah, carajo.
– No se preocupe, nosotros cinco bastamos y sobramos -se rió Téllez-. Tómese una cervecita, señor.
– ¿Usted no puede conseguirnos algún refuerzo? -dijo el que daba las órdenes.
– Qué esperanza -dijo el Subprefecto-. Los camanejos son unos ociosos. Aquí el Partido Restaurador soy yo solito.
– Bueno, ya se verá cómo se arregla este lío -dijo el que daba las órdenes-. Nada de bulín, nada de seguir chupando. A dormir. Hay que estar fresquitos para mañana.
El Subprefecto les había preparado alojamiento en la Comisaría y apenas llegaron Trifulcio se tumbó en su litera y se envolvió en la frazada. Quieto y abrigado se sintió mejor. Téllez, Urondo y el capataz Martínez habían traído a escondidas una botella y se la pasaban de cama a cama, conversando. Él los oía: si habían pedido un camión la cosa sería brava, decía Urondo.
Bah, el senador Arévalo les dijo trabajo fácil, muchachos, y hasta ahora nunca nos engañó, decía el capataz Martínez. Además, si algo fallaba para eso estaban los cachacos, decía Téllez. ¿Sesenta, sesenta y cinco?, pensaba Trifulcio, ¿cuántos tendré ya?
– Me fue mal desde que tomamos el avión aquí-dijo Ludovico-. Se movía tanto que me descompuse y le vomité encima a Hipólito. Llegué a Arequipa hecho una ruina. Tuve que entonarme con unos piscachos.
– Cuando los periódicos contaban lo del teatro, que había muertos, ay caracho, pensaba yo -dijo Ambrosio-. Pero tu nombre no aparecía entre las víctimas.
– Nos mandaron al matadero a sabiendas -dijo Ludovico-. Oigo teatro y empiezo a sentir las trompadas. Y el ahogo, Ambrosio, ese ahogo terrible.
– Cómo pudo armarse un lío así -dijo Ambrosio-. Porque toda la ciudad se levantó contra el gobierno ¿no, Ludovico?
– Sí -dijo el senador Landa-. Tiraron granadas en el teatro y hay muertos. Bermúdez es hombre al agua, Fermín.
– Si Lozano quería un camión, por qué le dijo a don Emilio cuatro o cinco bastan -maldijo, por décima vez, el que daba las órdenes-. ¿Y dónde están Lozano y don Emilio, por qué no se puede hablar por teléfono con nadie?
Habían salido de Camaná todavía oscuro, sin desayunar, y el que daba las órdenes no hacía más que requintar. ¿Te pasaste la noche tratando de telefonear? te mueres de sueño, pensaba Trifulcio. El tampoco había podido dormir. El frío aumentaba a medida que la camioneta trepaba la sierra. Trifulcio cabeceaba a ratos y oía a Téllez, Urondo y el capataz Martínez pasándose cigarros. Te volviste viejo, pensaba, un día te vas a morir. Llegaron a Arequipa a las diez. El que daba las órdenes los llevó a una casa donde había un cartel con letras rojas: Partido Restaurador. La puerta estaba cerrada. Manazos, timbrazos, nadie abría. En la angosta callecita la gente entraba a las tiendas, el sol no calentaba, unos canillitas voceaban periódicos. El aire era muy limpio, el cielo se veía muy hondo. Por fin vino a abrir un muchachito sin zapatos, bostezando.
Por qué estaba cerrado el local del partido, lo riñó el que daba las órdenes, si eran ya las diez. El muchachito lo miró asombrado: estaba cerrado siempre, sólo se abría el jueves en la noche, cuando venían el doctor Lama y los otros señores. ¿Por qué le decían ciudad blanca a Arequipa si ninguna casa era blanca?, pensaba Trifulcio. Entraron. Escritorios sin papeles, sillas viejas, fotos de Odría, carteles, Viva la Revolución Restauradora, Salud, Educación, Trabajo, Odría es Patria.
El que daba las órdenes corrió al teléfono: qué pasó, dónde estaba la gente, por qué no había nadie esperándolos. Téllez, Urondo y el capataz Martínez tenían hambre: ¿podían salir a tomar desayuno, señor? Vuelvan dentro de cinco minutos, dijo el que daba las órdenes. Les dio una libra y partió en la camioneta. Encontraron un café con mesitas de manteles blancos, pidieron café con leche y sándwiches. Miren, dijo Urondo, Todos al Teatro Municipal Esta Noche, Todos Con La Coalición, habían hecho su propagandita. ¿Tendré soroche?, pensaba Trifulcio. Respiraba y era como si no entrara el aire a su cuerpo.
– Bonito Arequipa, limpio -dijo Ludovico-. Algunas hembritas en la calle que no estaban mal. Chapocitas, claro.
– ¿Qué te hizo Hipólito? -dijo Ambrosio-. A mí él no me contó nada. Sólo nos fue mal, hermano, y se despidió.
– Le remuerde la conciencia su mariconería -dijo Ludovico-. Qué cobardía de tipo, Ambrosio.
– Y pensar que yo pude estar ahí, Ludovico -dijo Ambrosio-. Menos mal que don Fermín no fue.
– ¿Sabes a quién nos encontramos de jefazo en el puesto de Arequipa? -dijo Ludovico-. A Molina.
– ¿Al Chino Molina? -dijo Ambrosio-. ¿No estaba en Chiclayo?
– ¿Te acuerdas los humos que se daba con los que no éramos del escalafón? -dijo Ludovico-. Ahora es otra persona. Nos recibió como si hubiéramos sido íntimos.
– Bienvenidos, colegas, adelante -dijo Molina-. ¿Los otros se quedaron en la Plaza siriando a las arequipeñas?
– Cuáles otros -dijo Hipólito-. Sólo hemos venido Ludovico y yo.
– Cómo cuáles otros -dijo Molina-. Los veinticinco otros que me prometió el señor Lozano.
– Ah, sí, le oí que a lo mejor vendría también gente de Puno y de Cuzco -dijo Ludovico-. ¿No han llegado?
– Acabo de hablar con el Cuzco y Cabrejitos no me indicó nada -dijo Molina-. No entiendo. Además, no hay mucho tiempo. El mitin de la Coalición es a las siete.
– Los engaños, las mentiras, Ambrosio -dijo Ludovico-. Las confusiones, las mariconadas.
– Ya veo, es una emboscada -dijo don Fermín-. Bermúdez ha estado esperando que la Coalición creciera y ahora quiere darnos el zarpazo. Pero por qué escogió Arequipa, don Emilio.
– Porque será un buen golpe publicitario -dijo don Emilio Arévalo-. La Revolución de Odría fue en Arequipa, Fermín.
– Quiere demostrarle al país que Arequipa es odriísta -dijo el senador Landa-. El pueblo arequipeño impide el mitin de la Coalición. La oposición queda en ridículo y el Partido Restaurador tiene cancha libre para las elecciones del cincuenta y seis.
– Va a mandar veinticinco soplones de Lima -dijo don Emilio Arévalo-. Y a mí me ha pedido una camionada de cholos buenos para la pelea.
– Ha preparado su bomba con todo cuidado -dijo el senador Landa-. Pero esta vez no será como cuando lo de Espina. Esta vez la bomba le reventará en las manos.
– Molina quería hablar con el señor Lozano y se había hecho humo -dijo Ludovico-. Y lo mismo don Cayo. Su secretario contestaba no está, no está.
– ¿Mandarte refuerzos, Chino? -dijo Cabrejitos-. Estás soñando. Nadie me ha dicho nada, y aunque quisiera no podría. Mi gente anda tapada de trabajo.
– El Chino Molina se jalaba los pelos -dijo Ludovico.
– Menos mal que el senador Arévalo nos manda ayuda -dijo Molina-. Cincuenta, parece, y muy fogueados. Con ellos, ustedes y la gente del cuerpo haremos lo que se pueda.
– Yo quisiera probar esos rocotos rellenos de Arequipa, Ludovico -dijo Hipólito-. Aprovechando que estamos aquí.
Después de desayunar, sin obedecer las órdenes, se fueron a dar un paseíto por la ciudad: callecitas, solcito frío, casitas con rejas y portones, adoquines que brillaban, curas, iglesias. Los portales de la plaza de Armas parecían los muros de una fortaleza. Trifulcio tomaba aire con la boca abierta y Téllez señalaba las paredes: qué manera de hacer propaganda los de la Coalición. Se sentaron en una banca de la plaza, frente a la fachada gris de la Catedral, y pasó un auto con parlantes: Todos al Teatro Municipal a las Siete, Todos a Oír a los Líderes de la Oposición. Por las ventanas del auto tiraban volantes que la gente recogía, hojeaba y botaba. La altura, pensaba Trifulcio. Se lo habían dicho: el corazón como un tambor y te falta la respiración. Se sentía como si hubiera corrido o peleado: el pulso rápido, las sienes desbocadas, las venas duras. O a lo mejor la vejez, pensaba Trifulcio. No se acordaban del camino de regreso y tuvieron que preguntar. ¿El Partido Restaurador?, decía la gente, ¿cómo se come eso? Vaya partido el de. Odría, se reía el capataz Martínez, ni saben dónde está. Llegaron y el que daba las órdenes los riñó ¿se creían que habían venido a hacer turismo? Había dos tipos con él. Uno bajito, con anteojos y corbatita, y otro cholón y maceteado, en mangas de camisa, y el bajito estaba riñendo al que daba las órdenes: le habían prometido cincuenta y le mandaban cinco. No se iban a burlar así de él.
– Llame a Lima, doctor Lama, trate de ubicar a don Emilio, o a Lozano, o al señor Bermúdez -dijo el que daba las órdenes-. Yo traté toda la noche y no he podido. Yo no sé, yo entiendo menos que usted. El señor Lozano le dijo a don Emilio cinco y aquí estamos, doctor. Que ellos le expliquen quién se equivocó.