– ¿Entregó el comunicado a la prensa y a las radios? -dijo él.
– Lo estoy esperando desde las ocho de la mañana y son las nueve de la noche -dijo la mujer-. Tiene usted que recibirme aunque sea sólo diez minutos, señor Bermúdez.
– Le he explicado a la señora Ferro que usted está muy ocupado -dijo el doctor Alcibíades-. Pero ella no…
– Está bien, diez minutos, señora -dijo él-. ¿Quiere venir un momento a mi oficina, doctorcito?
– Ha estado en el pasillo cerca de cuatro horas -dijo el doctor Alcibíades-. Ni por las buenas ni por las malas, don Cayo, no ha habido forma.
– Le dije que la sacara con los guardias -dijo él.
– Lo iba a hacer, pero como me llegó el comunicado anunciando el nombramiento del general Espina, pensé que la situación había cambiado -dijo el doctor Alcibíades-. Que a lo mejor el doctor Ferro sería puesto en libertad.
– Sí, ha cambiado, y habrá que soltar a Ferrito también -dijo él-. ¿Hizo circular el comunicado?
– A todos los diarios, agencias y radios -dijo el doctor Alcibíades-. Radio Nacional lo ha pasado ya. ¿Le digo a la señora que su esposo va a salir y la despacho?
– Yo le daré la buena noticia -dijo él-. Bueno, esta vez sí está terminado el asunto. Debe estar rendido, doctorcito.
– La verdad que sí, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Llevo casi tres días sin dormir.
– Los que nos ocupamos de la seguridad, somos los únicos que trabajan de veras en este Gobierno -dijo él.
– ¿De veras que el senador Landa asistió a la reunión de parlamentarios en Palacio? -dijo el doctor Alcibíades.
– Estuvo cinco horas en Palacio y mañana saldrá una foto de él saludando al Presidente -dijo él-. Costó trabajo pero, en fin, lo conseguimos. Haga pasar a esa dama y váyase a descansar, doctorcito.
– Quiero saber qué pasa con mi esposo -dijo resueltamente la mujer y él pensó no viene a pedir ni a lloriquear, viene a pelear-. Por qué lo ha hecho usted detener, señor Bermúdez.
– Si las miradas mataran ya sería yo cadáver -sonrió él-. Calma, señora. Asiento. No sabía que el amigo Ferro era casado. Y menos que tan bien casado.
– Respóndame ¿por qué lo ha hecho detener? -repitió con vehemencia la mujer y él ¿qué es lo que pasa?-. ¿Por qué no me han dejado verlo?
– La va a sorprender, pero, con el mayor respeto, voy a preguntarle algo ¿un revólver en la cartera?, ¿sabe algo que yo no sé?. ¿Cómo puede estar casada con el amigo Ferro una mujer como usted, señora?
– Mucho cuidado, señor Bermúdez, no se equivoque conmigo -alzó la voz la mujer: no estaría acostumbrada, seria la primera vez-. No le permito que me falte, ni que hable mal de mi esposo.
– No hablo mal de él, estoy hablando bien de usted -dijo él y pensó está aquí casi a la fuerza, asqueada de haber venido, la han mandado-. Disculpe, no quería ofenderla.
– Por qué está preso, cuándo lo va a soltar -repitió la mujer-. Dígame qué van a hacer con mi marido.
– A esta oficina sólo vienen policías y funcionarios -dijo él-. Rara vez una mujer, y nunca una cómo usted. Por eso estoy tan impresionado con su visita, señora.
– ¿Va a seguir burlándose de mí? -murmuró, trémula, la mujer-. No sea usted prepotente, no abuse, señor Bermúdez.
– Está bien, señora, su esposo le explicará por qué fue detenido -¿qué es lo Que quería, en el fondo; a qué no se atrevía?-. No se preocupe por él. Se lo trata con toda consideración, no le falta nada. Bueno, le falta usted, y eso sí que no podemos reemplazárselo, desgraciadamente.
– Basta de groserías, está hablando con una señora -dijo la mujer y él se decidió, ahora lo va a decir, hacer-. Trate de portarse como un caballero.
– No soy un caballero, y usted no ha venido a enseñarme modales sino a otra cosa -murmuró él-. Sabe de sobra por qué está detenido su esposo. Dígame de una vez a qué ha venido.
– He venido a proponerle un negocio -balbuceó la mujer-. Mi esposo tiene que salir del país mañana. Quiero saber sus condiciones.
– Ahora está más claro -asintió él-. ¿Mis condiciones para soltar a Ferrito? ¿Es decir cuánto dinero?
– Le he traído los pasajes para que los vea -dijo ella, con ímpetu-. El avión a Nueva York, mañana a las diez. Tiene que soltarlo esta misma noche. Ya sé que usted no acepta cheques. Es todo lo que he podido reunir.
– No está mal, señora -me estás matando a fuego lento, clavándome alfileres en los ojos, despellejándome con las uñas: la desnudó, amarró, acuclilló y pidió el látigo-. Y, además, en dólares. ¿Cuánto hay aquí? ¿Mil, dos mil?
– No tengo más en efectivo, no tenemos más -dijo la mujer-. Podemos firmarle un documento, lo que usted diga.
– Dígame francamente lo que ocurre y así podremos entendernos -dijo él-. Conozco a Ferrito hace años, señora. Usted no está haciendo esto por el asunto de Espina. Hábleme con franqueza. ¿Cuál es el problema?
– Tiene que salir del Perú, tiene que tomar ese avión mañana y usted sabe por qué -dijo rápidamente la mujer-. Está entre la espada y la pared y usted lo sabe. No es un favor, señor Bermúdez, es un negocio. Cuáles son sus condiciones, qué otra cosa debemos hacer.
– No sacó esos pasajes por si la revolución fallaba, no es un viaje de turismo -dijo él-. Ya veo está metido en algo mucho peor. No es el contrabando tampoco, eso se arregló, yo lo ayudé a tapar la cosa. Ya voy entendiendo, señora.
– Abusaron de su buena fe, prestó su nombre y ahora todo recae sobre él -dijo la mujer-. Me cuesta mucho hacer esto, señor Bermúdez. Tiene que salir del país, usted lo sabe de sobra.
– Las Urbanizaciones del Sur Chico -dijo él-. Claro, señora, ahora sí. Ahora veo por qué se metió Ferrito a conspirar con Espina. ¿Espina le ofreció sacarlo del apuro si lo ayudaba?
– Han sentado ya las denuncias, los miserables que lo metieron en esto se mandaron mudar -dijo la mujer, con la voz rota-. Son millones de soles, señor Bermúdez.
– Sí sabía, señora, pero no que la catástrofe estaba tan cerca -asintió él-. ¿Los argentinos que eran sus socios se largaron? Y Ferrito se iba a ir, también, dejando colgados a los cientos de tipos que compraron esas casas que no existen. Millones de soles, claro. Ya sé por qué se metió a conspirar, ya sé por qué vino usted.
– Él no puede cargar con la responsabilidad de todo, a él lo engañaron también -dijo la mujer y él pensó va a llorar. Si no toma el avión…
– Se quedará adentro mucho tiempo, y no como conspirador, sino como estafador -se apenó él, asintiendo-. Y todo el dinero que ha sacado se pudrirá en el extranjero.
– No ha sacado ni un medio -alzó la voz la mujer-. Abusaron de su buena fe. Este negocio lo ha arruinado.
– Ya entiendo por qué se atrevió a venir -repitió él, suavemente-. Una señora como usted a venir donde mí, a rebajarse así. Para no estar aquí cuando estalle el escándalo, para no ver su apellido en las páginas policiales.
– No por mí, sino por mis hijos -rugió la mujer; pero respiró hondo y bajó la voz-. No he podido reunir más. Acepte esto como un adelanto, entonces. Le firmaremos un documento, lo que usted diga.
– Guárdese esos dólares para el viaje, Ferrito y usted los necesitan más que yo -dijo él, muy lentamente, y vio inmovilizarse a la mujer y vio sus ojos, sus dientes-. Además, usted vale mucho más que todo ese dinero. Está bien, es un negocio. No grite, no llore, dígame sí o no. Pasamos un rato juntos, vamos a sacar a Ferro, mañana toman el avión.
– Cómo se atreve, canalla -y vio su nariz, sus manos, sus hombros y pensó no grita, no llora, no se asombra, no se va-. Cholo miserable, cobarde.
– No soy un caballero, ése es el precio, esto lo sabía usted también -murmuró él-. Puedo garantizarle la más absoluta discreción, desde luego. No es una conquista, es un negocio, tómelo así. Y decídase de una vez, ya se pasaron los diez minutos, señora.
– ¿A Chaclacayo? -dijo Ludovico-. Muy bien, don Cayo, a San Miguel.
– Sí, me quedo aquí -dijo él-. Váyanse a dormir, vengan a buscarme a las siete. Por aquí, señora. Se va a helar si sigue en el jardín. Entre un momento, cuando quiera irse llamaré un taxi y la acompañaré a su casa.
– Buenas noches, señor, perdóneme la faena, estaba acostándome -dijo Carlota-. La señora no está, salió temprano con la señorita Queta.
– Saca un poco de hielo y anda a acostarte, Carlota -dijo él-. Pase, no se quede en la puerta, siéntese, voy a prepararle una copa. ¿Con agua, con soda? Puro, entonces, igual que yo.
– ¿Qué significa esto? -articuló por fin la mujer, rígida-. ¿Dónde me ha traído?
– ¿No le gusta la casa? -sonrió él-. Bueno, usted debe estar acostumbrada a sitios más elegantes.
– ¿Quién es esa mujer por la que usted ha preguntado? -susurró la mujer, ahogándose.
– Mi querida, se llama Hortensia -dijo él-.¿Un cubito de hielo, dos? Salud, señora. Vaya, no quería usted beber y se vació la copa de golpe. Le preparo otro, entonces.
– Ya sabía, ya me habían advertido, es la persona más vil y canalla que existe -dijo la mujer, a media voz-. ¿Qué es lo que quiere? ¿Humillarme? ¿Para eso me trajo aquí?
– Para que tomemos unos tragos y charlemos -dijo él-. Hortensia no es una chola grosera, como yo. No es tan refinada y decente como usted, pero es bastante presentable.
– Siga, qué más -dijo la mujer-. Hasta dónde más. Siga.
– Esto la asquea por tratarse de mí, sobre todo -dijo él-. Si yo hubiera sido alguien como usted quizá no tendría tanta repugnancia ¿no?
– Sí -los dientes de la mujer dejaron de chocar un segundo, sus labios de temblar-. Pero un hombre decente no hubiera hecho una canallada así.
– No es la idea de acostarse con otro lo que le da náuseas, es la idea de acostarse con un cholo -dijo él, bebiendo-. Espere, voy a llenarle el vaso.
– ¿Qué espera? Ya basta, dónde tiene la cama en la que cubra sus chantajes -dijo la mujer -.¿Cree que si sigo tomando voy a sentir menos asco?
– Ahí llega Hortensia -dijo él-. No se levante, no es necesario. Hola, chola. Te presento a la dama sin nombre. Esta es Hortensia, señora. Un poco borrachita, pero ya ve, bastante presentable.
– ¿Un poco? La verdad es que me estoy cayendo -se rió Hortensia-. Encantada, dama sin nombre, mucho gusto. ¿Llegaron hace mucho rato?
– Hace un momento -dijo él-. Siéntate, te voy a servir un trago.
– No creas que lo pregunto por celos, dama sin nombre, sólo por curiosidad -se rió Hortensia-. De las mujeres guapas nunca tengo celos. Uy, estoy rendida. ¿Quieres fumar?