– Militares de por medio, varias guarniciones comprometidas -recitaba disgustado don Fermín-. Y a la cabeza las personas que menos se podría imaginar:
– ¿Tiene usted fósforos? -se inclinó hacia el encendedor de don Fermín, dio una larga chupada, arrojó una nube de humo y tosió-. Vaya, ahí están los cafés. Déjalos aquí, Anatolia. Sí, cierra la puerta.
– El Serrano Espina -don Fermín bebió un sorbo con una mueca de desagrado, calló mientras echaba azúcar, removió el café con la cucharilla, despacio-. Lo apoyan Arequipa, Cajamarca, Iquitos y Tumbes. Espina viaja a Arequipa hoy en la mañana. El golpe puede ser esta noche. Querían mi apoyo y me pareció prudente no desengañarlos, contestar con evasivas, asistir a algunas reuniones. Por mi amistad con Espina, sobre todo.
– Ya sé que son muy amigos -dijo él, probando el café-. Nos conocimos gracias al Serrano, se acordará.
– Al principio, parecía insensato -dijo don Fermín, mirando fijamente su tacita de café-. Después, ya no tanto. Mucha gente del régimen, muchos políticos. La Embajada norteamericana estaba al tanto, sugirió que se llamara a elecciones a los seis meses de instalado el nuevo régimen.
– Tipo desleal, el Serrano -dijo él, asintiendo-. Me apena, porque también somos viejos amigos. A él le debo mi cargo, como usted sabe.
– Se consideraba el brazo derecho de Odría y de la noche a la mañana le quitaron el Ministerio -dijo don Fermín, con un ademán de fatiga-. No se conformó nunca.
– Había confundido las cosas, comenzó a trabajar para él desde el Ministerio, a nombrar gente suya en las Prefecturas, a exigir que sus amigos tuvieran los puestos claves en el Ejército -dijo él-. Demasiadas ambiciones políticas, don Fermín.
– Por supuesto, mis noticias no lo sorprenden en lo más mínimo -dijo don Fermín, con súbito aburrimiento, y él pensó sabe portarse; tiene clase, tiene experiencia.
– Los oficiales le deben mucho al Presidente, y, por supuesto, nos tenían informados -dijo él-. Incluso de las conversaciones entre usted, Espina y el senador Landa.
– Espina quería usar mi nombre para convencer a algunos indecisos -dijo don Fermín, con una sonrisita apática y fugaz-. Pero sólo los militares conocían los planes al detalle. A mí y a Landa nos tenían en ayunas. Sólo ayer tuve suficientes datos.
– Todo se aclara, entonces -dijo él-. La mitad de los conspiradores eran amigos del régimen, todas las guarniciones comprometidas han dado su adhesión al Presidente. Espina está detenido. Sólo queda por aclarar la situación de algunos civiles. La suya comienza a aclararse, don Fermín.
– ¿También sabía que estaría esperándolo aquí? -dijo don Fermín, sin ironía. Un brillo de sudor había aparecido en su frente.
– Es mi trabajo, me pagan por saber lo que interesa al régimen -admitió él-. No es fácil, la verdad es que está siendo cada vez más difícil. Conspiraciones de universitarios son bromas. Cuando los generales se ponen a conspirar ya es más serio. Y mucho más si conspiran con socios del Club Nacional.
– Bueno, las cartas están sobre la mesa -dijo don Fermín. Hizo una breve pausa y lo miró-: Prefiero saber a qué atenerme de una vez, don Cayo.
– Le hablaré con franqueza -dijo él, asintiendo- No queremos bulla. Haría daño al régimen, no conviene que se sepa que hay divisiones. Estamos dispuestos a no tomar represalias. Siempre que haya la misma comprensión en la parte contraria.
– Espina es orgulloso y no hará acto de contrición -afirmó don Fermín, pensativo-. Me imagino cómo se siente después de saber que sus compañeros lo engañaron.
– No hará acto de contrición, pero en vez de jugar al mártir preferirá partir al extranjero con un buen sueldo en dólares -dijo él, encogiéndose de hombros-. Allá seguirá conspirando para levantarse la moral y quitarse el mal gusto de la boca. Pero él sabe que ya no tiene la menor chance.
– Todo resuelto por el lado de los militares, entonces -dijo don Fermín-. ¿Y los civiles?
– Depende qué civiles -dijo él-. Mejor olvidémonos del doctorcito Ferro y de los otros pequeños arribistas. No existen.
– Sin embargo, existen -suspiró don Fermín- ¿Qué les va a pasar?
– Un tiempo a la sombra y se los irá despachando al extranjero, poco a poco -dijo él-. No vale la pena pensar en ellos. Los únicos civiles que cuentan son usted y Landa, por razones obvias.
– Por razones obvias -repitió, lentamente, don Fermín-. ¿Es decir?
– Ustedes han servido al régimen desde el primer momento y tienen relaciones e influencias en medios a los que tenemos que tratar con guante de seda -dijo él-. Espero que el Presidente tenga con ustedes las mismas consideraciones que con Espina. Ésa es mi opinión personal. Pero la decisión última la tomará el Presidente, don Fermín.
– ¿Van a proponerme un viaje al extranjero, también? -dijo don Fermín.
– Como las cosas se han resuelto tan rápido, y, digamos, tan bien, voy a aconsejar al Presidente que no se los moleste -dijo él-. Fuera de pedirles que abandonen toda actividad política, claro.
– Yo no soy el cerebro de esta conspiración y usted lo sabe -dijo don Fermín-. Desde el principio tuve dudas. Me presentaron todo hecho, no me consultaron.
– Espina asegura que usted y Landa habían reunido mucho dinero para el golpe -dijo él.
– Yo no invierto dinero en malos negocios y eso también lo sabe usted -dijo don Fermín-Di dinero y fui el primero en remover cielo y tierra para convencer a la gente que apoyara a Odría el 48, porque tenía fe en él. Supongo que el Presidente no lo habrá olvidado.
– El Presidente es serrano -dijo él-. Los serranos tienen muy buena memoria.
– Si yo me hubiera puesto a conspirar de veras las cosas no habrían ido tan mal para Espina, si Landa y yo hubiéramos sido los autores de esto las guarniciones comprometidas no hubieran sido cuatro sino diez -don Fermín hablaba sin arrogancia, sin prisa, con una seguridad tranquila y él pensó como si todo lo que dice estuviera de más, como si fuera mi obligación haber sabido eso desde siempre-. Con diez millones de soles no hay golpe de estado que falle en el Perú, don Cayo.
– Yo voy ahora a Palacio a hablar con el Presidente -dijo él-. Haré todo lo posible para que se muestre comprensivo y esto se arregle de la mejor manera, al menos en su caso. Es todo lo que puedo ofrecerle por ahora, don Fermín.
– ¿Voy a ser detenido? -dijo don Fermín.
– Desde luego que no; en el peor de los casos, se le pedirá que salga al extranjero por un tiempo -dijo él-. Pero no creo que sea necesario.
– ¿Se van a tomar represalias contra mí? -dijo don Fermín-. Económicas, quiero decir. Usted sabe que gran parte de mis negocios dependen del Estado.
– Haré lo posible por evitarlo -dijo él-. El Presidente no es rencoroso, y espero que dentro de un tiempo acepte una reconciliación con usted. Es todo lo que puedo adelantarle, don Fermín.
– Supongo que las cosas que teníamos pendientes usted y yo, habrá que olvidarlas -dijo don Fermín.
– Enterrarlas definitivamente -aclaró él-. Ya ve, soy sincero con usted. Primero que todo, soy hombre del régimen, don Fermín. -Hizo una pausa, bajó un poco la voz, y usó un tono menos impersonal, más íntimo-. Ya sé que está pasando un mal momento. No, no hablo de esto. De su hijo, el que se fue de la casa.
– ¿Qué pasa con Santiago? -la cara de don Fermín se había vuelto rápidamente hacia él-. ¿Sigue persiguiendo al muchacho?
– Lo hicimos vigilar unos días, ahora ya no -lo tranquilizó él-. Parece que esa mala experiencia lo decepcionó de la política. No ha vuelto a reunirse con sus antiguos amigos y entiendo que lleva una vida muy formal.
– Sabe usted de Santiago más que yo, hace meses que no lo veo -murmuró don Fermín, poniéndose de pie-. Bueno, estoy muy cansado y lo dejo ahora. Hasta luego, don Cayo.
– A Palacio, Ludovico -dijo él-. El flojo éste de Hipólito se volvió a quedar dormido. Déjalo, no lo despiertes.
– Ya llegamos -dijo Ludovico, riéndose-. Ahora el que se quedó dormido fue usted. Todo el camino vino roncando, don Cayo.
– Buenos días, por fin llega usted -dijo el mayor Tijero-. El Presidente se ha retirado a descansar. Pero ahí lo están esperando el comandante Paredes y el doctor Arbeláez, don Cayo.
– Pidió que no lo despertaran, salvo Que haya algo muy urgente -dijo el comandante Paredes.
– No hay nada urgente, volveré a verlo más tarde -dijo él-. Sí, salgo con ustedes. Buenos días, doctor.
– Tengo que felicitarlo, don Cayo -dijo el doctor Arbeláez, con sorna-. Sin ruido, sin derramar una gota de sangre, sin que nadie lo ayudara ni lo aconsejara. Todo un éxito, don Cayo.
– Le iba a proponer que almorzáramos juntos, para explicarle todo con detalles -dijo él-. Hasta el último momento los indicios eran vagos. Las cosas se precipitaron anoche y no tuve tiempo de ponerlo al corriente.
– No estoy libre al mediodía, pero gracias de todos modos -dijo el doctor Arbeláez-. Ya no necesita ponerme al corriente. El Presidente me informó de todo, don Cayo.
– En ciertas circunstancias no hay más remedio que pasar por alto las jerarquías, doctor -murmuró él-. Anoche, más urgente Que informarle a usted era actuar.
– Desde luego -dijo el doctor Arbeláez-. Esta vez el Presidente ha aceptado mi renuncia y, créame, estoy muy contento. Ya no tendremos más inconvenientes. El Presidente va a reorganizar el gabinete; no ahora, en Fiestas Patrias. Pero, en fin, ya está acordado.
– Pediré al Presidente que reconsidere su decisión y que no lo deje partir -dijo él-. Aunque no lo crea, me gusta trabajar a sus órdenes, doctor.
– ¿A mis órdenes? -soltó una carcajada el doctor Arbeláez-. En fin. Hasta luego, don Cayo. Adiós, Comandante.
– Vamos a tomar algo, Cayo -dijo el comandante Paredes-. Sí, ven en mi auto. Que tu chofer nos siga al Círculo Militar. Camino telefoneó para avisar que el avión de Faucett llegaría a las once y media. ¿Vas a ir a esperar a Landa?
– No me queda más remedio -dijo él-. Si no me muero de sueño antes. Faltan tres horas ¿no?
– ¿Qué tal la conversación con el pez gordo? -dijo el comandante Paredes.
– Zavala es un buen jugador, sabe perder -dijo él-. Landa me preocupa más. Tiene más plata y por lo mismo más orgullo. Ya veremos.
– La verdad es que la cosa fue seria -bostezó Paredes-. Si no es por el coronel Quijano, nos hubiéramos llevado un buen susto.
– El régimen le debe la vida, o casi -asintió él-. Hay que hacer que el Congreso lo ascienda, cuanto antes.