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– ¿En todo el tiempo que estuviste con él no le conociste ninguna mujer? -dice Santiago-. Sería marica, entonces.

– ¿Qué vida llevaba? -dijo la Paqueta-. Mala vida, ya le conté. Tomaba, los amigos no le duraban, siempre con apuros de plata. La contraté por compasión, y la tuve poco, unos dos meses, quizás ni eso. Los clientes se aburrían. Sus canciones habían pasado de moda. Trató de ponerse al día, pero los nuevos ritmos no le iban.

– No le conocí queridas, pero sí mujeres -dice Ambrosio-. Es decir polillas, niño.

– Y cómo fue el lío ése de las drogas, señora -dijo Santiago.

– ¿Drogas? -dijo la Paqueta, estupefacta-. ¿Qué drogas?

– Iba a bulines, lo llevé muchas veces -dice Ambrosio-. A ése que usted recordaba antes. Ivonne, ése. Muchas veces.

– Pero si también la complicaron a usted, señora, si la detuvieron junto con ella -dijo Santiago-. Y gracias al señor Becerra no se publicó nada en los periódicos ¿no se acuerda?

Un temblor rapidísimo animó la cara carnosa, las inflexibles pestañas vibraron con indignación, pero luego una sonrisa porfiada, reminiscente, fue suavizando la expresión de la Paqueta. Cerró los ojos como para mirar adentro y localizar entre los recuerdos ese episodio extraviado: ah sí, ah eso.

– Y Ludovico, ése que ya le conté, el que me ensartó mandándome a Pucallpa, el que me reemplazó como chofer de don Cayo, también lo llevaba todo el tiempo al bulín -dice Ambrosio-. No, niño, no era maricón.

– No hubo drogas ni muchísimo menos, fue una equivocación que se aclaró ahí mismo -dijo la Paqueta-. La policía detuvo a uno que venía aquí de vez en cuando, traficaba cocaína parece, y a ella y a mí nos citaron como testigos. No sabíamos nada y nos soltaron.

– ¿Con quién andaba la Musa cuando trabajaba aquí? -dijo Santiago.

– ¿Qué amante tenía? -sus dientes montados y disparejos, Zavalita, sus ojos chismosos-. No tenía uno, sino varios.

– Aunque no me dé los nombres -dijo Santiago-. Por lo menos, qué clase de tipos eran.

– Tenía sus aventuras, pero no conozco los detalles, no era mi amiga -dijo la Paqueta-. Sé lo que todo el mundo, que se había dado a la mala vida y nada más.

– ¿No sabe si tenía familia aquí? -dijo Santiago-. ¿O alguna amiga que pudiera darnos más información sobre ella?

– No creo que tuviera familia -dijo la Paqueta-. Ella decía que era peruana, pero algunos pensaban que era extranjera. Decían que su pasaporte de peruana se lo hizo dar quien se imaginan, cuando era su amante.

– El señor Becerra quería algunas fotos de la Musa, cuando cantaba aquí -dijo Santiago.

– Se las voy a dar, pero, por favor, no me mezclen en esto, no me nombren -dijo la Paqueta-. Los ayudo con esa condición. Becerrita me ha prometido.

– Y vamos a cumplir, señora -dijo Santiago-. ¿No conoce a nadie que pueda darnos más datos sobre ella? Es lo último, y la dejamos, tranquila.

– Cuando dejó de cantar aquí no la vi más -la Paqueta suspiró, súbitamente adoptó un aire misterioso y delator-. Pero se oían cosas de ella. Que se había ido a una casa de ésas. A mí no me consta. Sólo sé que vivió con una mujer de mala fama, una que trabaja donde la francesa.

– ¿La Musa vivía con una de las mujeres de donde Ivonne? -dijo Santiago.

– A la francesa sí la pueden nombrar -se rió la Paqueta, y su voz dulzona se había empañado de odio-. Nómbrenla, que la policía la cite a declarar. Esa vieja sabe muchas cosas.

– ¿Cómo se llamaba esa amiga con la que vivió? -dijo Santiago.

– ¿Queta? -dice Ambrosio, y unos segundos después, atontado-: ¿Queta, niño?

– Si dicen que yo les di el dato me arruinan, la francesa es la peor enemiga que existe -la Paqueta dulcificó la voz-. El nombre de veras no lo sé. Queta es su nombre de guerra.

– ¿Nunca la viste? -dice Santiago-. ¿Nunca se la oíste nombrar a Bermúdez?

– Vivían juntas y decían muchas cosas de ellas -susurró la Paqueta, pestañeando-. Que eran más que amigas. A lo mejor eran chismes, claro.

– Nunca la oí, nunca la vi -dice Ambrosio-. A mí no me iba a hablar don Cayo de sus polillas, yo era su chofer, niño.

Salieron a la neblina, la humedad y la penumbra del Porvenir; Darío cabeceaba. recostado sobre el volante de la camioneta. Al encenderse el motor, un perro ladró desde la vereda lúgubremente.

– Se había olvidado de la pichicata, de que la metieron presa con la Musa -se rió Periquito-. Qué gran conchuda ¿no?

– Está feliz de que la hayan matado, se nota que la odiaba -dijo Santiago-. ¿Te fijaste, Periquito? Que era borracha, que había perdido la voz, que era tortillera.

– Pero le sacaste buenos datos -dijo Periquito-. No te puedes quejar.

– Todo esto es basura -dijo Becerrita-. Hay que seguir escarbando hasta que salte la pus.

Habían sido unos días agitados y laboriosos, Zavalita, te sentías interesado, desasosegado, piensa: vivo otra vez. Un infatigable trajín: subir y bajar de la camioneta, entrar y salir de cabarets, radios, pensiones, bulines, un incesante ir y venir entre la mustia fauna noctámbula de la ciudad.

– La Musa no queda muy bien, hay que bautizarla de nuevo -dijo Becerrita-. ¡Tras las Huellas de la Mariposa Nocturna! Redactabas extensas crónicas, sueltos, recuadros, leyendas para las fotografías con una creciente excitación, Zavalita. Becerrita releía las carillas con ojos agrios, tachando, añadiendo frases de temblorosa letra roja, y ponía las cabezas: Nuevas Revelaciones sobre la Vida Disipada de la Mariposa Nocturna Asesinada en Jesús María, ¿Era la Musa una Mujer con un Terrible Pasado?, Reporteros de la Crónica Despejan Nueva Incógnita del Crimen que Conmueve a Lima, Desde los Comienzos Artísticos hasta el Sangriento Fin de la Otrora Reina de la Farándula La Mariposa Nocturna Chaveteada Había Caído en la más Baja Inmoralidad declara Dueña del Cabaret donde la Musa Interpretó sus últimas Canciones, ¿Había Perdido la Voz la Mariposa Nocturna por el Uso de Estupefacientes?

– Hemos dejado botados a los de “Última Hora" -dijo Arispe-. Sigue metiendo candela, Becerrita.

– Más bazofia para los perros, Zavalita -decía Carlitos-. Son las órdenes del mandamás.

– Se está usted portando bien, Zavalita -decía Becerrita-. Dentro de veinte años será un redactor policial pasable.

– Acumulando mierda con mucho entusiasmo. Hoy día un montoncito, mañana otro poquito, pasado un pocotón -dijo Santiago-. Hasta que hubo una montaña de mierda. Y ahora a comértela hasta la última gota. Eso es lo que me pasó, Carlitos.

– ¿Ya terminamos, señor Becerra? -dijo Periquito-. ¿Puedo irme a dormir?

– Todavía no comenzamos -dijo Becerrita-. Vamos donde la Madama a averiguar si es cierto lo de las tortillas.

Había salido a recibirlos Robertito, bienvenidos a ésta su casa, qué era de esa buena vida señor Becerra, pero Becerrita le arrebató la alegría de golpe: venían a trabajar,?podían pasar al saloncito? Pase, señor Becerra, pasen.

– Tráeles unas cervecitas a los muchachos -dijo Becerrita-. Y a mí tráemela a la Madama. Es urgente.

Robertito abanicó sus rizadas pestañas, asintió con una risita inamistosa, salió dando un saltito de bailarín. Periquito se dejó caer en un sillón con las piernas abiertas, qué bien se estaba aquí, qué elegante, y Santiago se sentó a su lado. El saloncito alfombrado, piensa, las luces indirectas, los tres cuadritos de las paredes. En el primero, un joven de rubios cabellos y antifaz perseguía por un sendero enmarañado a una muchacha muy blanca, de cintura de avispa, que corría en puntas de pie; en el segundo, la había capturado y se sumergían abrazados bajo una cascada de sauces; en el tercero, la muchacha yacía en el césped, el pecho desnudo, el joven besaba tiernamente sus hombros redondos y ella tenía una expresión entre alarmada y lánguida. Estaban a orillas de un lago o de un río y a lo lejos desfilaba una cuadrilla de cisnes de largos pescuezos.

– Ustedes son la juventud más podrida de la historia -dijo Becerrita, con satisfacción-. ¿Qué otra cosa les interesa fuera del trago y el bulín?

Tenía la boca torcida en una mueca casi risueña, se rascaba el bigotito con sus dedos color mostaza, se había echado el sombrero hacia la nuca y se paseaba por el saloncito con una mano en el bolsillo, como un malo de película mexicana piensa. Entró Robertito, con una bandeja.

– La señora ya viene, señor Becerra -hizo una reverencia-. Me preguntó si usted no prefería un whiskicito.

– No puedo, por la úlcera -gruñó Becerrita-. Vez que tomo, al día siguiente cago sangre.

Robertito salió y ahí estaba Ivonne, Zavalita. Su larga nariz tan empolvada, piensa, su vestido de gasas y lentejuelas rumorosas. Madura, experimentada, sonriente, besó a Becerrita en la mejilla, tendió una mano mundana a Periquito y a Santiago. Miró la bandeja, ¿Robertito no les había servido?, hizo un mohín de reproche, se inclinó y llenó los vasos diestramente, a medias y sin mucha espuma, se los alcanzó. Se sentó al borde del sillón, estiró el cuello, la piel se recogió en pequeños pliegues bajo sus ojos, cruzó las piernas.

– No me pongas esa cara de asombro -dijo Becerrita-. Ya sabes por qué vinimos, Madama.

– No puedo creer que no quieras tomar nada -su acento extranjero, Zavalita, sus gestos afectados, su desenvoltura de matriarca suficiente-. Si tú eres borracho viejo, Becerrita.

– Era, hasta que la úlcera me hizo trizas el estómago -dijo Becerrita-. Ahora sólo puedo tomar leche. De vaca.

– Siempre el mismo -Ivonne se volvió hacia Santiago y Periquito-. Este viejo y yo somos hermanos, desde hace siglos.

– Un poco incestuosos, en una época -se rió Becerrita, y encadenando, con el mismo tono de voz íntimo-. Haz de cuenta que fuera un cura y te estuvieras confesando. ¿Cuánto tiempo tuviste aquí a la Musa?

– ¿La Musa, aquí? -sonrió Ivonne-. Qué chistoso te ves de cura, Becerrita.

– Ahora resulta que no tienes confianza en mí -Becerrita se sentó en el brazo del sillón de Ivonne-. Ahora resulta que me mientes.

– Está usted loco, Padre -sonrió Ivonne y dio un golpecito a Becerrita en la rodilla-. Si hubiera trabajado aquí, te lo diría. Sacó un pañuelo de su manga, se limpió los ojos, dejó de sonreír. La conocía, por supuesto, algunas veces había venido aquí cuando era amiga de, bueno, Becerrita sabía de quién. Él la había traído algunas veces, en plan de diversión, para que espiara desde esa ventanita que daba al bar. Pero, que Ivonne supiera, ella nunca había trabajado en ninguna casa. Volvió a reírse, con elegancia. Sus arruguitas en los ojos, en el cuello, piensa, su odio: la pobre trabajaba en la calle, como las perritas.

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