– ¿Me crees tonta? -dijo, cogiéndolo del brazo-. Tu. amigo no está ahí. La casa está vacía.
– Ludovico vendrá más tarde -dijo Ambrosio-. Lo esperaremos conversando.
– Vamos a conversar caminando -dijo Amalia- No voy a entrar ahí.
Discutieron en el patio de losetas fangosas, observados por chiquillos que habían dejado de corretear, hasta que Ambrosio abrió la puerta y la hizo entrar, de un jalón, riéndose. Amalia vio todo oscuro unos segundos hasta que Ambrosio prendió la luz.
SALIÓ de la oficina a un cuarto para las cinco y Ludovico estaba ya en el auto, sentado junto a Ambrosio. Al paseo Colón, al. club Cajamarca. Estuvo callado y con los ojos bajos durante el trayecto, dormir más, dormir más. Ludovico lo acompañó hasta la puerta del club: ¿entraba, don Cayo? No, espera aquí. Comenzaba a subir la escalera cuando vio aparecer en el rellano la silueta alta, la cabeza gris del senador Heredia y sonrió: a lo mejor la señora Heredia estaba aquí. Llegaron todos ya, le dio la mano el senador, un milagro de puntualidad tratándose de peruanos. Que pasara, la reunión sería en el salón de recepciones. Luces encendidas, espejos de marcos dorados en las vetustas paredes, fotografías de vejestorios bigotudos, hombres apiñados que dejaron de murmurar al verlos entrar: no, no había ninguna mujer. Se acercaron los diputados, le presentaron a los otros: nombres y apellidos, manos, mucho gusto, buenas tardes, pensaba la señora Heredia y ¿Hortensia, Queta, Maclovia?, oía a sus órdenes, encantado, y entreveía chalecos abotonados, cuellos duros, pañuelitos rígidos estirados en los bolsillos de los sacos, mejillas amoratadas, y mozos de chaqueta blanca que pasaban bebidas, bocaditos. Aceptó un vaso de naranjada y pensó tan distinguida, tan blanca, esas manos tan cuidadas, esos modales de mujer acostumbrada a mandar, y pensó Queta tan morena, tan tosca, tan vulgar, tan acostumbrada a servir.
– Si quiere, empezamos de una vez, don Cayo -dijo el senador Heredia.
– Sí, senador -ella y Queta- sí, cuando quiera.
Los mozos jalaban las sillas, los hombres tomaban asiento con sus copitas de pisco-sauer en las manos, serían una veintena, él y el senador Heredia se instalaron frente a ellos. Bueno, aquí estaban reunidos para esta conversación informal sobre la visita del Presidente a Cajamarca, dijo el senador, esa ciudad tan querida para todos los presentes y él pensó: podría ser su sirvienta. Sí, era su sirvienta, un triple motivo de regocijo para los cajamarquinos decía el senador, no aquí sino en la casa-hacienda que ella tendría en Cajamarca, por el honor que significa que visite nuestra tierra decía el senador, una casa-hacienda llena de viejos muebles y largos corredores y cuartos con mullidas alfombras de vicuña donde ella se aburriría mientras el marido atendía la senaduría en la capital, y porque va a inaugurar el nuevo puente y el primer tramo de la carretera decía el senador, una casa llena de cuadros y sirvientes pero la sirvienta que ella preferiría sería Quetita, su Quetita. El senador Heredia se puso de pie: sobre todo, una ocasión para que los cajamarquinos demostraran su gratitud al Presidente por las obras de tanta trascendencia para el departamento y el país. Movimiento de sillas, de manos, como si fueran a aplaudir, pero el senador ya estaba hablando de nuevo, Quetita la que le serviría el desayuno en la cama y la que le escucharía sus confidencias y le guardaría los secretos: por eso se había nombrado este Comité de Recepción integrado por, y él entrevió que al oír sus nombres los mencionados sonreían o se ruborizaban. Esta reunión tenía por objeto coordinar el programa preparado por el Comité de Recepción con el programa elaborado por el propio gobierno para la visita presidencial, y el senador se volvió a mirarlo: Cajamarca era una tierra hospitalaria y agradecida, don Cayo, Odría recibiría una acogida digna de la labor que cumple al frente de los altos destinos del país. No se puso de pie; sonriendo apenas, agradeció al distinguido senador Heredia, a la representación parlamentaria cajamarquina su desinteresado esfuerzo para que la visita fuera un éxito, al fondo del salón tras unos tules ondulantes las dos sombras cálidamente se dejaban caer una junto a la otra sobre un colchón de plumas que las recibía sin ruido; a los miembros del Comité de Recepción por haber tenido la amabilidad de venir a Lima a cambiar ideas, e instantáneamente brotaban ahogadas risitas atrevidas y las sombras ya se habían estrechado y rodado y eran una sola forma sobre las sábanas blancas, bajo los tules: él también estaba convencido que la visita sería un éxito, señores.
– Perdone que lo interrumpa -dijo el diputado Saravia-. Sólo quiero advertirle que Cajamarca va a echar la casa por la ventana para recibir al General Odría.
Sonrió, asintió, seguro que sería así, pero había un detalle sobre el que le gustaría conocer la opinión de los presentes, ingeniero Saravia: la manifestación de la plaza de Armas, en la que hablaría el Presidente.
Porque lo ideal sería, tosió, suavizó la voz, que la manifestación se llevara a cabo de manera que, buscó las palabras, el Presidente no fuera a sentirse decepcionado. La manifestación sería un éxito sin precedentes, don Cayo, lo interrumpió el senador, y hubo murmullos confirmatorios y cabezas que asentían, y detrás de los tules todo eran rumores, roces y suaves jadeos, una agitación de sábanas y manos y bocas y pieles que se buscaban y juntaban.
SEÑOR Santiago, volvieron a sonar los golpecitos en la puerta, señor Santiago y él abrió los ojos, se pasó una mano torpe por la cara y fue a abrir, aturdido de sueño: la señora Lucía.
– ¿Lo desperté? Perdóneme pero ¿ha oído la radio, vio lo que está pasando? -las palabras se le atropellaban, tenía la cara excitada, los ojos alarmados-. Huelga general en Arequipa, dicen que Odría puede nombrar un gabinete militar. ¿Qué va a pasar, señor Santiago?
– Nada, señora Lucía -dijo Santiago-. La huelga durará un par de días y se acabará y los señores de la Coalición volverán a Lima y todo seguirá lo mismo. No se preocupe.
– Pero ha habido varios muertos, varios heridos -sus ojitos centellaban como si hubieran contado los muertos, piensa, visto los heridos-. En el teatro de Arequipa. La Coalición estaba haciendo un mitin y los odriístas se metieron y hubo una pelea y la policía tiró bombas. Salió en "La Prensa", señor Santiago. Muertos, heridos. ¿Va a haber revolución, señor Santiago?
– No, señora -dijo Santiago-. Además, por qué se asusta. Incluso si hay revolución a usted no le va a pasar nada.
– Pero yo no quiero que vuelvan los apristas -dijo la señora Lucía, asustada-. ¿Usted cree que van a sacar a Odría?
– La Coalición no tiene nada que ver con los apristas -se rió Santiago-. Son cuatro millonarios que eran amigos de Odría y ahora se han peleado con él. Es una pelea entre primos hermanos. ¿Y por último qué le importa que vuelvan los apristas?
– Esos son unos ateos, unos comunistas -dijo la señora Lucía-. ¿No son, acaso?
– No, señora, ni ateos ni comunistas -dijo Santiago-. Son más derechistas que usted y odian a los comunistas más que usted. Pero no se preocupe, no van a volver y Odría tiene todavía para rato.
– Usted siempre con sus bromas, señor Santiago -dijo la señora Lucía-. Perdóneme por haberlo despertado, pensé que como periodista usted tendría más noticias. El almuerzo estará ahorita.
La señora Lucía cerró la puerta y él se desperezó largamente. Mientras se duchaba; se reía solo: silenciosas siluetas nocturnas se descolgaban por las ventanas de la vieja casa de Barranco, la señora Lucía se despertaba ululando, ¡los apristas!, desorbitada, tiesa de espanto abrazaba a su gato maullante y veía cómo los invasores abrían roperos, baúles y cómodas y se llevaban sus trastos polvorientos, sus mantones agujereados, sus trajes roídos por las polillas; ¡los apristas, los ateos, los comunistas! Iban a volver para robarles sus cosas a las personas decentes como la señora Lucía, piensa. Piensa: pobre señora Lucía, si hubieras sabido que para mi mamá tú ni siquiera serías persona decente. Terminaba de vestirse cuando la señora Lucía volvió: el almuerzo estaba servido. Esa sopa de arvejas y esa papa solitaria, náufraga en el plato de agua verde, piensa, esas verduras rancias con trozos de suela que la señora Lucía llamaba guiso de carne. Radio Reloj estaba prendida, la señora Lucía escuchaba con el índice sobre los labios: todas las actividades se habían paralizado en Arequipa, había habido una manifestación en la plaza de Armas y los líderes de la Coalición habían pedido nuevamente la renuncia del Ministro de Gobierno, señor Cayo Bermúdez, al que responsabilizaban por los graves incidentes de la víspera en el Teatro Municipal, el gobierno había hecho un llamado a la calma y advertido que no toleraría desórdenes. ¿Veía, veía, señor Santiago?
– A lo mejor tiene usted razón, a lo mejor va a caer Odría -dijo Santiago-. Antes las radios no se atrevían a dar noticias así.
– ¿Y si los de la Coalición suben en vez de Odría las cosas irán mejor? -dijo la señora Lucía.
– Irán lo mismo o peor, señora -dijo Santiago-. Pero sin militares y sin Cayo Bermúdez tal vez se notará menos.
– Usted siempre bromeando -dijo la señora Lucía-. Ni la política se la toma en serio.
– ¿Y cuando el viejo estuvo en la Coalición? -dice Santiago-. ¿Tú no te metiste? ¿No ayudaste en las manifestaciones que hizo la Coalición contra Odría?
– Ni cuando trabajé con don Cayo ni cuando con su papá -dice Ambrosio-. Nunca hice política yo, niño.
– Y ahora tengo que irme -dijo Santiago-. Hasta luego, señora.
Salió a la calle y sólo entonces descubrió el sol, un sol frío de invierno que había rejuvenecido los geranios del minúsculo jardín. Un auto estaba estacionado frente a la pensión y Santiago pasó junto a él sin mirar, pero vagamente notó que el auto arrancaba y avanzaba pegado a él. Se volvió y miró: hola, flaco.
El Chispas le sonreía desde el volante, en su cara una expresión de niño que acaba de hacer una travesura y no sabe si va a ser festejado o reñido. Abrió la puerta del auto, entró y ahora el Chispas le daba unas palmadas entusiastas, ah carajo ya viste que te encontré, y se reía con una alegría nerviosa, ah ya viste.
– Cómo carajo encontraste la pensión- dijo Santiago.
– Mucho coco, supersabio -el Chispas se tocaba la sien, se reía a carcajadas, pero no podía disimular su emoción, piensa, su confusión-. Me demoré, pero al fin te encontré, flaco.