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Menos mal que no te dejó encinta, dijo Gertrudis.

Y Amalia: no le hablé más, hasta después, mucho después. Se cruzaban en la casa y él buenos días y ella volteaba la cara, hola Amalia y ella como si hubiera pasado una mosca. A lo mejor no era un pretexto, decía Gertrudis, a lo mejor tenía miedo de que los pescaran y los botaran, a lo mejor no tenía otra mujer.

Y Amalia: ¿tú crees? La prueba que después de años te vio en la calle y te ayudó a encontrar trabajo, decía Gertrudis, si no por qué la hubiera buscado, invitado. A lo mejor siempre la había querido, a lo mejor mientras estabas con Trinidad sufría por ti, pensaba en ti, a lo mejor estaba arrepentido de veras de lo que te hizo. ¿Tú crees, decía Amalia, tú crees?

– ESTÁ usted perdiendo mucho dinero con ese criterio -dijo don Fermín-. Absurdo que se contente con sumas miserables, absurdo que tenga su capital inmovilizado en un Banco.

– Sigue empeñado en meterme al mundo de los negocios -sonrió él-. No, don Fermín, ya escarmenté. Nunca más.

– Por cada veinte o cincuenta mil soles que usted recibe, hay quienes sacan el triple -dijo don Fermín-. Y no es justo, porque usted es quien decide las cosas. De otro lado, ¿cuándo se va a decidir a invertir? Le he propuesto cuatro o cinco asuntos que hubieran entusiasmado a cualquiera. Él lo escuchaba con una sonrisita cortés en los labios, pero tenía los ojos aburridos. El churrasco estaba en la mesa hacía unos minutos y todavía no lo probaba.

– Ya le he explicado -cogió el cuchillo y el tenedor, se quedó observándolos-. Cuando el régimen se termine, el que cargará con los platos rotos seré yo.

– Es una razón de más para que asegure su futuro -dijo don Fermín.

– Todo el mundo se me echará encima, y los primeros, los hombres del régimen -dijo él, mirando deprimido la carne, la ensalada-. Como si echándome el barro a mí quedaran limpios. Tendría que ser idiota para invertir un medio en este país.

– Vaya, está pesimista hoy, don Cayo -don Fermín apartó el consomé, el mozo le trajo la corvina-. Cualquiera creería que Odría va a caer de un momento a otro.

– Todavía no -dijo él-. Pero no hay gobiernos eternos, usted sabe. No tengo ambiciones, por lo demás. Cuando esto termine, me iré a vivir afuera tranquilo, a morirme en paz.

Miró su reloj, intentó pasar algunos bocados de carne. Masticaba con disgusto, bebiendo sorbos de agua mineral, y por fin indicó al mozo que se llevara el plato.

– A las tres tengo cita con el Ministro y ya son dos y cuarto. ¿No teníamos otro asuntito, don Fermín?

Don Fermín pidió café para ambos, encendió un cigarrillo. Sacó de su bolsillo un sobre y lo puso en la mesa.

– Le he preparado un memorándum, para que estudie los datos con calma, don Cayo. Un denuncio de tierras, en la región de Bagua. Son unos ingenieros jóvenes, dinámicos, con muchas ganas de trabajar. Quieren traer ganado vacuno, ya verá. El expediente está plantado en Agricultura hace seis meses.

– ¿Apuntó el número del expediente? -guardó el sobre en su maletín, sin mirarlo.

– Y la fecha en que se inició el trámite y los departamentos por los que ha pasado -dijo don Fermín-. Esta vez no tengo ningún interés en la empresa. Es gente que quiero ayudar. Son amigos.

– No puedo prometerle nada, antes de informarme -dijo él-. Además, el Ministro de Agricultura no me quiere mucho. En fin, ya le diré.

– Lógicamente, estos muchachos aceptarán sus condiciones -dijo don Fermín-. Está bien que yo les haga un favor por amistad, pero no que usted se tome molestias de balde por gente que no conoce.

– Lógicamente -dijo él, sin sonreír-. Sólo me tomo molestias de balde por el régimen.

Bebieron el café, callados. Cuando el mozo trajo la cuenta, los dos sacaron la cartera, pero don Fermín pagó. Salieron juntos a la Plaza San Martín.

– Me imagino que estará muy ocupado con el viaje del Presidente a Cajamarca -dijo don Fermín.

– Sí, algo, lo llamaré cuando pase este asunto -dijo él, dándole la mano-. Ahí está mi carro. Hasta pronto, don Fermín.

Subió al auto, ordenó al Ministerio, rápido. Ambrosio dio la vuelta a la Plaza San Martín, avanzó hacia el Parque Universitario, torció por Abancay. Él hojeaba el sobre que le había entregado don Fermín, y a ratos sus ojos se apartaban y se fijaban en la nuca de Ambrosio: el puta no quería que su hijo se junte con cholos, no querría que le contagiaran malos modales. Por eso invitaría a su casa a tipos como Arévalo o Landa, hasta a los gringos que llamaba patanes, a todos pero no a él. Se rió, sacó una pastilla del bolsillo y se llenó la boca de saliva: no querría que le contagies malos modales a su mujer, a sus hijos.

– TODA la noche has estado haciendo preguntas tú y ahora me toca -dijo el tío Clodomiro-. Cómo te va en "La Crónica".

– Ya estoy aprendiendo a medir las noticias -dijo Santiago-. Al principio me salían muy largas, muy cortas. Ya me acostumbré a trabajar de noche y dormir de día, también.

– Es otra cosa que aterra a Fermín -dijo el tío Clodomiro-. Piensa que con ese horario te vas a enfermar. Y que ya no vas a ir a la Universidad. ¿De veras estás yendo a clases?

– No, mentira -dijo Santiago-. Desde que me fui de la casa no he vuelto a la Universidad. No se lo digas a mi papá, tío.

El tío Clodomiro dejó de mecerse, sus pequeñas manos revolotearon alarmadas, sus ojos se asustaron.

– No me preguntes por qué, tampoco te lo puedo explicar -dijo Santiago-. A veces creo que es porque no quiero encontrar a esos muchachos que se quedaron en la Prefectura mientras a mí me sacaba mi papá. Otras, me doy cuenta que no es eso. No me gusta la abogacía, me parece una estupidez, no creo en eso, tío. ¿Para qué voy a sacar un título?

– Fermín tiene razón, te he hecho un pésimo servicio -dijo el tío Clodomiro, apesadumbrado-. Ahora que manejas plata ya no quieres estudiar.

– ¿No te ha dicho tu amigo Vallejo cuánto nos pagan? -se rió Santiago-. No, tío, casi no manejo plata. Tengo tiempo, podría asistir a clases. Pero es más fuerte que yo, la sola idea de pisar la Universidad me da náuseas:

– ¿No te das cuenta que te puedes quedar toda la vida de empleadito? -dijo el tío Clodomiro, consternado-. Un muchacho como tú, flaco, tan brillante, tan estudioso.

– No soy brillante, no soy estudioso, no repitas a mi papá, tío -dijo Santiago-. La verdad es que estoy desorientado. Sé lo que no quiero ser, pero no lo que me gustaría ser. Y no quiero ser abogado, ni rico, ni importante, tío. No quiero ser a los cincuenta años lo que es mi papá, lo que son los amigos de mi papá. ¿Ves, tío?

– Lo que veo es que te falta un tornillo -dijo el tío Clodomiro, con su cara desolada-. Estoy arrepentido de haber llamado a Vallejo, flaco. Me siento responsable de todo esto.

– Si no hubiera entrado a "La Crónica”, habría conseguido cualquier otro trabajo -dijo Santiago-. Sería lo mismo.

¿Sería, Zavalita? No, a lo mejor sería distinto, a lo mejor el pobre tío Clodomiro era responsable en parte. Eran las diez, tenía que irse. Se levantó.

– Espera, tengo que preguntarte lo que me pregunta Zoilita a mí -dijo el tío Clodomiro-. Cada vez me somete a un interrogatorio terrible. Quién te lava la ropa, quién te cose los botones.

– La señora de la pensión me cuida muy bien -dijo Santiago-. Que no se preocupe.

– ¿Y tus días libres? -dijo el tío Clodomiro-. Con quiénes te juntas, adónde vas. ¿Sales con chicas?

Es otra cosa que desvela a Zoilita. Si no andas metido en alguna aventura con una tipa, cosas así.

– No estoy metido con nadie, tranquilízala -se rió Santiago-. Dile que estoy bien, que me porto bien. Iré a verlos pronto, de veras.

Fueron a la cocina y encontraron a Inocencia dormida sobre su mecedora. El tío Clodomiro la riñó y entre los dos la ayudaron a llegar a su cuarto, cabeceando de sueño. En la puerta de calle, el tío Clodomiro abrazó a Santiago. ¿Vendría a comer el próximo lunes? Sí, tío. Tomó un colectivo en la avenida Arequipa, y, en la Plaza San Martín, buscó a Norwin en las mesas del Bar Zela. No había llegado aún, y después de esperarlo un momento, salió a su encuentro por el Jirón de la Unión. Estaba en la puerta de "La Prensa", conversando con otro redactor de "Última Hora".

– Qué pasó -dijo Santiago-. ¿No quedamos a las diez en el Zela?

– Este es el oficio más cabrón que hay, convéncete, Zavalita -dijo Norwin-. Me quitaron todos los redactores y he tenido que llenar la página yo solo. Hay una revolución, no sé qué cojudez. Te presento a Castelano, un colega.

– ¿Una revolución? -dijo Santiago-. ¿Aquí?

– Una revolución abortada, algo así -dijo Castelano-. Parece que la encabezaba Espina, ese general que fue Ministro de Gobierno.

– No hay ningún comunicado oficial, y estos cabrones me quitaron a mi gente para que salieran a buscar datos -dijo Norwin-. En fin, olvidémonos, vamos a tomar unos tragos.

– ¿Espera, yo quiero saber -dijo Santiago-. Acompáñame a "La Crónica”.

– Te van a poner a trabajar y perderás tu noche libre -dijo Norwin-. Vamos a tomar un trago y a eso de las dos nos caemos por allá a buscar a Carlitos.

– Pero cómo ha sido -dijo Santiago-. Cuáles son las noticias.

– No hay noticias, sólo rumores -dijo Castelano-. Esta tarde comenzaron a detener gente. Dicen que la cosa era en Cuzco y Tumbes. Los Ministros están reunidos en Palacio.

– Han movilizado a todos los redactores por puras ganas de joder -dijo Norwin-. De todos modos no van a poder publicar más que el comunicado oficial, y lo saben.

– ¿Por qué en vez de ir al Zela no vamos donde la vieja Ivonne? -dijo Castelano.

– ¿Quién ha dicho entonces que el general Espina anda metido en esto? -dijo Santiago.

– Okey, donde Ivonne y desde allá llamamos a Carlitos para que se nos junte -dijo Norwin-. Ahí en el bulín vas a averiguar más cosas sobre la conspiración que en “La Crónica", Zavalita. Y por último qué carajo te importa. ¿Te importa la política a ti?

– Es pura curiosidad -dijo Santiago-. Además, sólo tengo un par de libras, donde Ivonne es carísimo.

– Eso es lo de menos, siendo de "La Crónica" -se rió Castelano-. Como colega de Becerrita, ahí tendrás todo el crédito que quieras.

VI

LA SEMANA siguiente Ambrosio no apareció por San Miguel, pero a la siguiente Amalia lo encontró un día esperándola en el chino de la esquina. Se había escapado sólo un momentito para verte, Amalia. No se pelearon, conversaron de lo más bien. Quedaron en salir juntos el domingo. Cómo has cambiado, le dijo él al despedirse, cómo te has puesto.

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