Había disparado uno que se llamaba Soldevilla, me acorralaron como diez, me iban a sacar los ojos, no había matado a nadie, el disparo fue al aire. Pero Ludovico se calentó igual: ¿quién mierda te dio a ti revólver? Y Soldevilla: esta arma no es del cuerpo sino de mi propiedad. Te jodes idéntico, había dicho Ludovico, pasaré parte y te quedas sin prima. La Feria se había quedado vacía, los tipos que manejaban la Rueda, las sillas voladoras, el Cohete, estaban temblando en sus casetas, y lo mismo las gitanas en sus carpas.
Se contaron y faltaba uno, don. Lo habían encontrado soñado junto a una tipa que lloraba. Varios se habían enfurecido, qué le has hecho puta, y le llovieron. Se llamaba Iglesias, era ayacuchano, le habían rajado la boca, se levantó como sonámbulo, qué, qué. Basta, había dicho Ludovico a los que sonaban a la mujer, ya se terminó. Habían tomado el ómnibus en el canchón y nadie hablaba, muertos de cansancio. Al bajar habían empezado a fumar, a mirarse las caras, me duele aquí, a reírse, mi mujer no creerá que este rasguño es accidente de trabajo. Bien, muy bien, había dicho el señor Lozano, cumplieron, vayan a recuperarse. Esos eran los trabajitos más o menos, don.
TODA la semana Amalia estuvo cavilosa, ida. En qué piensas decía Carlota, y Símula quien se ríe a solas de sus maldades se acuerda, y la señora Hortensia dónde estás, vuelve a la tierra. Ya no se sentía furiosa con él, ya no sentía cólera consigo misma por haber salido con él. Lo odias y se te pasa, pensaba, y al ratito lo odias y otra vez se te pasa, por qué eres tan loca.
Una noche soñó que el domingo, a la hora de la salida, lo encontraría en el paradero, esperándola. Pero ese domingo Carlota y Símula tenían un bautizo y a ella le tocó salir sábado. ¿Adónde iría? Fue a buscar a Gertrudis, no la veía hacía meses. Llegó al laboratorio cuando salían y Gertrudis la llevó a su casa a almorzar. Ingrata, tanto tiempo, decía Gertrudis, había ido a Mirones un montón de veces y la señora Rosario no sabía la dirección donde trabajas, cuéntame cómo te va. Estuvo a punto de decirle que había visto a Ambrosio de nuevo pero se arrepintió, le había rajado tanto de él antes. Quedaron en verse el domingo próximo. Regresó a San Miguel todavía con luz y fue a tenderse a su cama. Después de todo lo que te hizo todavía piensas en él, bruta. En la noche se soñó con Trinidad. La insultaba y al final le advertía, lívido: muerta te espero. El domingo Símula y Carlota salieron temprano y la señora poco después, con la señorita Queta. Lavó el servicio, se sentó en la sala, prendió la radio. Todo eran carreras o fútbol y se aburría cuando tocaron la puerta de la cocina. Sí, era él.
– ¿No está la señora? -con su gorra y su uniforme azul de chofer.
– ¿También le tienes miedo a la señora? -dijo Amalia, seria.
– Don Fermín me mandó hacer unos encargos y me escapé para verte un ratito -dijo él, sonriéndole, como si no hubiera oído-. Dejé el carro a la vuelta. Ojalá que la señora Hortensia no lo reconozca.
– O sea que más tiempo pasa y más miedo le tienes a don Fermín -dijo Amalia.
La sonrisa se le esfumó de la cara, hizo un gesto desanimado y se la quedó mirando sin saber qué hacer. Se echó atrás la gorra y le sonrió con esfuerzo: se estaba arriesgando a que lo resondraran por venir a verte y tú me recibes así, Amalia. Lo que pasó había pasado ya, Amalia, se había borrado. Que hiciera como si recién se conocieran, Amalia.
– ¿Crees que vas a hacerme lo mismo otra vez? -se oyó decir Amalia, temblando-. Te equivocas.
El no le dio tiempo a retroceder, ya la había cojido de la muñeca y la miraba a los ojos, pestañeando.
No trató de abrazarla, no se acercó siquiera. La tuvo sujeta un momento, hizo un gesto raro y la soltó.
– A pesar del textil, a pesar de que no te he visto años, para mí tú has seguido siendo mi mujer -roncó Ambrosio y Amalia sintió que se le paraba el corazón. Pensó va a llorar, voy a llorar-. Para que te lo sepas, te sigo queriendo como antes.
Se la quedó mirando de nuevo y ella retrocedió y cerró la puerta. Lo vio vacilar un momento; luego se acomodó la gorra y se fue. Ella volvió a la sala y alcanzó a verlo volteando la esquina. Sentada junto a la radio, se sobaba la muñeca, asombrada de no sentir cólera. ¿Sería cierto, la seguiría queriendo? No, era mentira. ¿A lo mejor se había enamorado de ella de nuevo, ese día que se encontraron en la calle? Afuera no había ningún ruido, las cortinas estaban corridas, una resolana verdosa entraba desde el jardín. Pero su voz parecía sincera, pensaba, sintonizando una y otra estación. Ningún radioteatro, todo eran carreras y fútbol.
– ANDA a almorzar -le dijo a Ambrosio, cuando el auto frenó en la Plaza San Martín-. Vuelve dentro de hora y media.
Entró al Bar del Hotel Bolívar y se sentó cerca de la puerta. Pidió un gin y dos cajetillas de Inca. En la mesa vecina conversaban tres tipos y alcanzaba a oír, mutilados, los chistes que contaban. Había fumado un cigarrillo y su copa estaba a la mitad cuando lo divisó por la ventana, cruzando la Colmena.
– Siento haberlo hecho esperar -dijo don Fermín-. Estaba jugando una mano y Landa, ya lo conoce al senador, cuando agarra los dados es de nunca acabar. Está feliz Landa, ya se arregló la huelga de Olave.
– ¿Viene del Club Nacional? -dijo él-. ¿Sus amigos oligarcas no andan tramando ninguna conspiración?
– Todavía no -sonrió don Fermín, y señalando la copa le dijo al mozo lo mismo-. Qué es esa tos, ¿lo agarró la gripe?
– El cigarrillo -dijo él, carraspeando de nuevo-. ¿Cómo le ha ido? ¿Sigue dándole dolores de cabeza ese hijo travieso?
– ¿El Chispas? -don Fermín se llevó a la boca un puñado de maní-. No, ha sentado cabeza y se porta bien en la oficina. El que me tiene preocupado ahora es el segundo.
– ¿También le tira el cuerpo por la jarana? -dijo él.
– Quiere entrar a esa olla de grillos de San Marcos en vez de la Católica -don Fermín paladeó la bebida, hizo un gesto de fastidio-. Le ha dado por hablar mal de los curas, de los militares, de todo, para hacernos rabiar a mí y a su madre.
– Pero él no te había ido a buscar, Zavalita, ni dado azotes, ni obligado a volver. ¿Por qué, papá?
– No quiero darte consejos, ya eres grandecito, pero no te estás portando bien, flaco. Que quieras vivir solo ya es una locura, pero, en fin. Que no quieras ver a tus padres, eso no, flaco. A Zoila la tienes deshecha.
Y Fermín cada vez que viene a preguntarme cómo está, qué hace, lo veo más abatido.
– Si me va a buscar, sería por gusto -dijo Santiago-. Me puede llevar a la casa a la fuerza cien veces y cien me vuelvo a escapar.
– El no lo entiende, yo no lo entiendo -dijo el tío Clodomiro-. ¿Te enojaste porque te sacó de la Prefectura? ¿Querías que te dejara encerrado con los otros locos? ¿No te ha dado gusto en todo siempre? ¿No te ha engreído más que a la Teté, más que al Chispas? Sé sincero conmigo, flaco. ¿Qué cosa tienes contra Fermín?
– Es difícil de explicar, tío. Por ahora es mejor que no vaya a la casa. Después que pase un tiempo iré, te prometo.
– Déjate de adefesios y anda de una vez -dijo el tío Clodomiro-. Ni Zoila ni Fermín se oponen a que sigas en "La Crónica”. Lo único que los preocupa es que con el trabajo vayas a dejar de estudiar. No quieren que te pases la vida de empleadito, como yo.
Sonrió sin amargura y llenó de nuevo las copas.
Ya iba a estar el chupe, se oía a lo lejos la cascada voz de Inocencia, y el tío Clodomiro movía la cabeza, compasivo: la pobre vieja ya casi ni veía, flaco.
Qué frescura, qué sinvergüenzura, decía Gertrudis Lama, ¿volver a buscarte después de lo que te hizo?, qué horror. Y Amalia qué horror. Pero él era así, desde la primera vez había sido así. Y Gertrudis: ¿cómo, cómo había sido? Se tomaba su tiempo, hacía que las cosas se volvieran misteriosas. Buscaba pretextos para meterse al repostero, a los cuartos, al patio cuando Amalia estaba ahí. Al principio no le diría nada con la boca, pero le hablaba con los ojos, y ella asustada de que la señora Zoila o los niños se dieran cuenta y le pescaran las miradas. Pasó mucho antes que se animara a decirle cosas, y Gertrudis ¿qué cosas?, qué jovencita se le ve qué cara tan primaveral y ella asustada, porque ése había sido su primer trabajo. Pero, al menos de eso, pronto se tranquilizó. Sería fresco, pero también sabido, o mejor dicho cobarde: les tenía más miedo a los señores que yo, Gertrudis. Ni siquiera por las otras empleadas se dejó pescar, estaba fastidiándola y aparecía la cocinera o la otra muchacha y él volaba. Pera, a solas, de los atrevimientos de boca pasó a los de mano, y Gertrudis riéndose ¿y tú? Amalia le daba manotazos, una vez una cachetada. Te aguanto todo a ti, me pegas y sabe a besos, esas mentiras que dicen, Gertrudis. Se dio maña para tener el mismo día de salida que ella se averiguó dónde vivía y un día Amalia lo vio pasando y repasando frente a la casa de su tía en Surquillo, y tú adentro espiándolo encantada se rió Gertrudis. No, enojada. A la cocinera y a la otra muchacha las impresionaba, decían tan altazo, tan fuerte, cuando está de azul se sienten escalofríos y cochinadas así. Pero ella no, Gertrudis, a Amalia le parecía como cualquier otro nomás. Si no fue por su pinta entonces por qué te conquistó, dijo Gertrudis. A lo mejor por los regalitos que le dejaba escondidos en su cama.
La primera vez que vino y le metió un paquetito en el delantal, se lo devolvió sin abrirlo, pero después, ¿qué bruta no, Gertrudis?, se los aceptaba, y en las noches pensaba curiosa qué me dejaría hoy. Los ponía bajo la frazada, sabe Dios en qué momento entraría, un prendedor, una pulserita, pañuelos, o sea que ya estabas con él, dijo Gertrudis. No, todavía. Un día que no estaba su tía en Surquillo y él apareció, ella, ¿bruta, no?, salió. Conversaron en plena calle, tomándose unas raspadillas, y la semana próxima, el día de salida, fueron a un cine. ¿Ahí? dijo Gertrudis. Sí, se había dejado abrazar, besar. Desde entonces se creería con derechos o qué, estaban solos y quería aprovecharse Amalia tenía que andarse corriendo. Dormía junto al garaje, su cuartito era más grande que el de las empleadas, bañito propio y todo, y una noche y Gertrudis qué, qué. Los señores habían salido, la niña Teté y el niño Santiago se habrían dormido ya, el niño Chispas se había ido a la Escuela Naval con su uniforme -qué, qué- y ella, idiota pues, le había hecho caso, idiota se había metido a su cuarto. Claro, se aprovechó, y Gertrudis o sea que ahí, muerta de risa. La hizo llorar, Gertrudis, sentir qué miedo, qué dolor.