Lo vio abrir un poco la boca, arrugar y desarrugar la frente en un segundo; vio que dejaba de sonreír y asentía, con la mirada bruscamente ida.
– Un giro al portador, con cargo a un banco de Nueva York- tráigamelo personalmente el lunes próximo -estabas haciendo cálculos, Caruso-. Ya sabe que el papeleo ministerial es largo. A ver si lo sacamos en un par de semanas.
Abrió la puerta, pero como Tallio hizo un movimiento de angustia, la cerró. Esperó, sonriendo.
– Muy bien, sería magnífico que saliera en un par de semanas, señor Bermúdez -había enronquecido, estaba triste-. En cuanto a, es decir, ¿no cree que el veinte por ciento es un poco, es decir, exagerado?
– ¿Exagerado? -abrió algo los ojos, como si no entendiera, pero al instante se retractó, con un gesto amistoso-. Ni una palabra más, olvídese del asunto. Ahora le voy a rogar que me disculpe, tengo muchas cosas que hacer.
Abrió la puerta, tableteo de máquinas de escribir, la silueta de Alcibíades al fondo, en su escritorio.
– De ningún modo estamos de acuerdo -se precipitó Tallio, accionando con desesperación-. Ningún problema, señor Bermúdez. ¿El lunes a las diez, le parece?
– Cómo no -dijo él, casi empujándolo-. Hasta el lunes, entonces.
Cerró la puerta y al instante dejó de sonreír. Fue hacia el escritorio se sentó sacó el tubito del cajón de la derecha, llenó de saliva la boca antes de ponerse la pastilla en la punta de la lengua. Tragó, permaneció un momento con los ojos cerrados, las manos aplastando el secante. Un momento después entró Alcibíades.
– El italiano está de lo más amargado, don Cayo. Ojalá ese redactor estuviera en la agencia a las once. Le dije que llamé a esa hora.
– Haya estado o no lo despedirá -dijo él-. No conviene que un tipo que firma manifiestos esté en una agencia noticiosa. ¿Le dio mi encargo al Ministro?
– Lo espera a las tres, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades.
– Bien, avísele al mayor Paredes Que voy a verlo, doctorcito. Llegaré allá dentro de unos veinte minutos.
– Entré a "La Crónica", sin ningún entusiasmo, porque necesitaba ganar algo -dijo Santiago-. Pero ahora pienso que entre los trabajos tal vez sea el menos malo.
– ¿Tres meses y medio y no te has decepcionado?-dijo Carlitos-. Como para que te exhiban en una jaula de circo, Zavalita.
No, no te habías decepcionado, Zavalita: el nuevo Embajador del Brasil doctor Hernando de Magalhaes presentó esta mañana sus cartas credenciales, soy optimista sobre el futuro turístico del país declaró anoche en conferencia de prensa el Director de Turismo, ante nutrida y selecta concurrencia la Sociedad Entre Nous celebró ayer un nuevo aniversario.
Pero esa mugre te gustaba, Zavalita, te sentabas a la máquina y te ponías contento. Nunca más esa minucia para redactar los sueltos, piensa, esa convicción furiosa con que corregías, rompías y rehacías las carillas antes de llevárselas a Arispe.
– ¿Al cuánto tiempo te decepcionaste tú del periodismo? -dijo Santiago.
Esos sueltos y recuadros pigmeos que a la mañana siguiente ansiosamente buscabas en el ejemplar de "La Crónica" comprado en el Quiosco de Barranco que estaba junto a la pensión. Que mostrabas a la señora Lucía, orgulloso: esto de aquí lo escribí yo, señora.
– A la semana de entrar a "La Crónica" -dijo Carlitos-. En la agencia no hacía periodismo, era un mecanógrafo más bien. Tenía horario corrido, a las dos estaba libre y podía pasarme las tardes leyendo y las noches escribiendo. Si no me hubieran botado, qué poeta no hubiera perdido la literatura, Zavalita.
Entrabas a las cinco, pero llegabas a la redacción mucho antes, y desde las tres y media ya estabas en la pensión mirando el reloj, impaciente por ir a tomar el tranvía, ¿le darían una comisión a la calle hoy?, ¿un reportaje, una entrevista?, por llegar y sentarte en el escritorio a esperar que te llamara Arispe: voltéese esta información en diez líneas, Zavalita. Nunca más ese entusiasmo, piensa, ese deseo de hacer cosas, conseguiré una primicia y me felicitarán, nunca más esos proyectos, me ascenderán. Qué falló, piensa. Piensa: cuándo, por qué.
– Nunca supe por qué, una mañana el puta entró a la oficina y me dijo usted anda saboteando el servicio, comunista -y Carlitos se rió en cámara lenta-. ¿Eso es en serio?
– Muy en serio, carajo -dijo Tallio-. ¿Usted sabe cuánta plata me va a costar su sabotaje?
– Le va a costar una mentada de madre si me vuelve a decir carajo o alzarme la voz -dijo Carlitos, lleno de felicidad-. Ni siquiera recibí indemnización. Y ahí mismo entré a "La Crónica" y ahí mismo descubrí la tumba de la poesía, Zavalita.
– ¿Y por qué no has dejado el periodismo? -dijo Santiago-. Has podido buscar otra cosa.
– Entras y no sales son las arenas movedizas -dijo Carlitos, como alejándose o durmiéndose-. Te vas hundiendo, te vas hundiendo. Lo odias pero no puedes librarte. Lo odias y de repente estás dispuesto a cualquier cosa por conseguir una primicia. A pasarte las noches en vela, a meterte a sitios increíbles. Es un vicio, Zavalita.
– Me han llegado hasta el pescuezo, pero no me van a tapar ¿sabes por qué? -dice Santiago-. Porque voy a terminar abogacía de todas maneras, Ambrosio.
– Yo no escogí policiales, pasó que Arispe ya no me aguantaba en locales y tampoco Maldonado en cables -decía Carlitos, lejísimos-. Sólo Becerrita me soporta en su página. Policiales, lo peor de lo peor. Lo que a mí me gusta. Las escorias, mi elemento, Zavalita.
Después calló y permaneció inmóvil y risueño mirando el vacío. Cuando Santiago llamó al mozo, despertó y pagó la cuenta. Salieron y Santiago tuvo que tomarlo del brazo porque se daba encontrones contra las mesitas y las paredes. El Portal estaba vacío, una franja celeste se insinuaba débilmente sobre los techos de la plaza San Martín.
– Raro que no haya caído por aquí Norwin -recitaba Carlitos, con una especie de quieta ternura-. Uno de los mejores náufragos, una magnífica escoria. Ya te lo presentaré, Zavalita.
Se tambaleaba, apoyado contra uno de los pilares del Portal, la cara sucia de barba, la nariz ígnea, los ojos trágicamente dichosos. Mañana sin falta, Carlitos.
VOLVÍA de la farmacia con dos rollos de papel higiénico, cuando en la puerta de servicio se dio cara a cara con Ambrosio. No te pongas tan seria, dijo él, no he venido a verte a ti. Y ella: por qué ibas a venir a verme, ni que fuéramos algo. ¿No viste el carro?, dijo Ambrosio, arriba está don Fermín con don Cayo. ¿Don Fermín, don Cayo?, dijo Amalia. Sí, por qué se asombraba. No sabía por qué, pero estaba sorprendida, eran tan distintos, trató de imaginarse a don Fermín en una de las fiestecitas y le pareció imposible.
– Mejor que no te vea -dijo Ambrosio-. Le contará que te botaron de su casa, o que dejaste plantado el laboratorio, y a lo mejor la señora Hortensia te bota también.
– Lo que no quieres es que don Cayo sepa que tú me trajiste aquí -dijo Amalia.
– Bueno, también eso -dijo Ambrosio-. Pero no por mí, sino por ti. Ya te he dicho que don Cayo me odia desde que lo dejé para irme a trabajar con don Fermín. Si sabe que me conoces te has arruinado.
– Qué bueno te has vuelto -dijo ella-. Cuánto te preocupas por mí ahora.
Se habían quedado conversando junto a la puerta de servicio, y Amalia espiaba a ratos a ver si no se acercaban Símula o Carlota. ¿No le había dicho Ambrosio que don Fermín y don Cayo ya no se veían como antes? Sí, desde que el señor Cayo había hecho meter preso al niño Santiago ya no eran amigos; pero tenían negocios juntos y por eso habría venido ahora don Fermín a San Miguel. ¿Estaba contenta Amalia aquí? Sí, mucho, trabajaba menos que antes y la señora era buenísima. Entonces me estás debiendo un favor, dijo Ambrosio, pero ella le paró en seco las bromas: te lo pagué desde antes no te olvides. Y le cambió de tema, ¿cómo estaban allá en Miraflores? La señora Zoila muy bien, el niño Chispas tenía una enamorada que había estado de candidata a Miss Perú, la niña Teté hecha una señorita, y el niño Santiago no había vuelto a la casa desde que se escapó. No se lo podía nombrar delante de la señora Zoila porque se ponía a llorar. Y de repente: te sienta San Miguel, te has puesto muy buena moza. Amalia no se rió, lo miró con toda la furia que pudo.
– ¿Tu salida es el domingo, no? -dijo él-. Te espero ahí, en el paradero del tranvía, a las dos. ¿Vas a venir?
– Ni te lo sueñes -dijo Amalia-. ¿Acaso somos algo para salir juntos?
Sintió ruido en la cocina y se entró a la casa, sin despedirse de Ambrosio. Fue al repostero a espiar: ahí estaba don Fermín, despidiéndose de don Cayo.
Alto, canoso, tan elegante de gris, y se acordó de golpe de todas las cosas que habían pasado desde la última vez que lo vio, de Trinidad, del callejón de Mirones, de la Maternidad, y sintió que se le venían las lágrimas. Fue al baño a mojarse la cara. Ahora estaba furiosa con Ambrosio, furiosa con ella misma por haberse puesto a conversar con él como si fueran algo, por no haberle dicho ¿crees que porque me avisaste que aquí necesitaban sirvienta ya me olvidé, que ya te perdoné? Ojalá te mueras, pensó.
SE ajustó la corbata, se puso el saco, cogió su maletín y salió del despacho. Pasó junto a las secretarias con rostro ausente. El auto estaba cuadrado en la puerta, al Ministerio de Guerra Ambrosio. Demoraron quince minutos en cruzar el centro. Bajó antes que Ambrosio le abriera la puerta, espérame aquí. Soldados que saludaban, un pasillo, una escalera, un oficial que sonreía. En la antesala del Servicio de Inteligencia lo esperaba un capitán de bigotitos: el Mayor está en su oficina, señor Bermúdez, pase. Paredes se levantó al verlo entrar. Sobre el escritorio había tres teléfonos, un banderín, un secante verde; en las paredes, 5 mapas, planos, una fotografía de Odría y un calendario.
– Espina me llamó para darme sus quejas -dijo el mayor Paredes-. Que si no le sacas a ese portero le pegará un tiro. Estaba rabioso.
– Ya ordené que le retiraran al soplón -dijo él, aflojándose la corbata-. Por lo menos, ahora sabe que está vigilado.
– Te repito que es trabajo inútil -dijo el mayor Paredes-. Antes de retirarlo, se lo ascendió. ¿Por qué se pondría a conspirar?
– Porque le ha dolido dejar de ser Ministro -dijo él-. No, él no se pondría a conspirar por su cuenta, es tonto para eso. Pero lo pueden utilizar. Al Serrano cualquiera le mete el dedo a la boca.