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– Está feliz que lo metieran preso, se siente un héroe -dijo la Teté-. Ahora sí, quién te va aguantar.

– Vas a salir retratado en "El Comercio" -dijo el Chispas-. Con tu número y una cara de hampón.

– ¿Qué es, cómo es; qué te hacen cuando estás preso? -dijo la Teté.

– Te desvisten, te ponen un uniforme rayado y grillos en los pies -dijo Santiago-. Los calabozos están llenos de ratas y no tienen luz.

– Calla truquero -dijo la Teté-. Cuenta, cuenta cómo es.

– Ya ves, loquito, ya ves tanto querer ir a San Marcos -dijo la señora Zoila-. ¿Me prometes que el otro año te pasarás a la Católica? ¿Que nunca más te meterás en política?

Te prometía mamá, nunca mamá. Eran las dos cuando se fueron a acostar. Santiago se desnudó, se puso el piyama, apagó la lamparilla. Sentía el cuerpo embotado, mucho calor.

– ¿Nunca más buscaste a los de Cahuide? -dijo Carlitos.

Se subió la sábana hasta el cuello y el sueño huyó y el cansancio se agolpó en la espalda. La ventana estaba abierta y se veían algunas estrellas.

– A Llaque lo tuvieron preso dos años, a Washington lo desterraron a Bolivia -dijo Santiago-. A los otros los soltaron quince días después.

Un malestar como un ladrón rondando en la oscuridad, piensa, remordimientos, celos, vergüenza. Te odio papá, te odio Jacobo, te odio Aída. Sentía unas terribles ganas de fumar y no tenía cigarrillos.

– Pensarían que te asustaste -dijo Carlitos-. Que los traicionaste, Zavalita.

La cara de Aída, de Jacobo y Washington y Solórzano y Héctor y de nuevo la de Aída. Piensa: ganas de ser chiquito, de nacer de nuevo, de fumar. Pero si iba a pedirle al Chispas habría que conversar con él.

– En cierta forma me asusté, Carlitos -dijo Santiago-. En cierta forma los traicioné.

Se sentó en la cama, hurgó en los bolsillos del saco, se levantó y revisó todos los ternos del ropero. Sin ponerse la bata ni las zapatillas bajó al primer rellano y entró al cuarto del Chispas. La cajetilla y los fósforos estaban en la mesa de noche, el Chispas dormía boca bajo sobre las sábanas. Regresó a su cuarto. Sentado junto a la ventana ansiosamente, deliciosamente fumó, arrojando la ceniza al jardín. Poco después sintió frenar el auto a la puerta. Vio entrar a don Fermín, vio a Ambrosio yendo hacia su cuartito del fondo. Ahora estaría abriendo el escritorio, ahora prendiendo la luz.

Buscó a tientas las zapatillas y la bata y salió del cuarto. Desde la escalera vio que la luz del escritorio estaba encendida. Bajó, se detuvo junto a la puerta de cristal: sentado en uno de los sillones verdes, el vaso de whisky en la mano, sus ojos trasnochados, las canas de sus sienes. Sólo había encendido la lámpara de pie, como en las noches que se quedaba en casa y leía los periódicos, piensa. Tocó la puerta y don Fermín vino a abrir.

– Quisiera hablar contigo un momentito, papá.

– Entra, vas a resfriarte ahí afuera -ya no enojado, Zavalita, contento de verte-. Hay mucha humedad, flaco.

Lo cogió del brazo, lo hizo entrar, volvió al sillón, Santiago se sentó frente a él.

– ¿Han estado despiertos hasta ahora? -como si ya te hubiera perdonado, Zavalita, o nunca te hubiera reñido-. El Chispas tiene un buen pretexto para no ir mañana a la oficina.

– Nos acostamos hace rato, papá. Yo estaba desvelado.

– Desvelado con tantas emociones -mirándote con cariño, Zavalita-. Bueno, no es para menos. Ahora tienes que contarme todo con detalles. ¿Te trataron bien, de veras?

– Sí papá, ni me interrogaron siquiera.

– Bueno, menos mal que pasó el susto -hasta con un poquito de orgullo, Zavalita-. Qué querías hablar conmigo, flaco.

– He estado pensando en lo que dijiste y tienes razón, papá -sintiendo que se te secaba la boca de golpe, Zavalita-. Quiero irme de la casa y buscar un trabajo. Algo que me permita seguir estudiando, papá.

Don Fermín no se burló, no se rió. Alzó el vaso, tomó un trago, se limpió la boca.

– Estás enojado con tu padre porque te dio un manazo -agachándose para ponerte una mano en la rodilla, Zavalita, mirándote como diciéndote olvidémonos, amistémonos-. Siendo ya tan grande, siendo ya todo un revolucionario perseguido.

Se enderezó, sacó su cajetilla de Chesterfield, su encendedor.

– No estoy enojado contigo, papá. Pero no puedo seguir viviendo de una manera y pensando de otra. Por favor, trata de entenderme, papá..

– ¿No puedes seguir viviendo cómo? -ligeramente herido, Zavalita, de pronto apenado, cansado-. ¿Qué hay aquí que vaya contra tu manera de pensar, flaco?

– No quiero depender de las propinas -sintiendo que te temblaban las manos, la voz, Zavalita-. No quiero que cualquier cosa que haga recaiga sobre ti. Quiero depender de mí mismo, papá.

– No quieres depender de un capitalista -sonriendo afligido, Zavalita, adolorido pero sin rencor-. ¿No quieres vivir con tu padre porque recibe contratos del gobierno? ¿Es por eso?

– No te enojes, papá. (*) No creas que trato de, papá.

– Ya eres grande, ya puedo tener confianza en ti ¿no es cierto? -adelantando una mano hacia tu cara Zavalita, palmeándote la mejilla-. Te voy a explicar por qué me puse tan furioso. Hay algo que estaba a punto de concretarse en estos días. Militares, senadores, mucha gente influyente. El teléfono estaba intervenido por mí, no por ti. Algo se filtraría, el cholito de Bermúdez se aprovechó de ti para darme a entender que sospechaba algo, que sabía. Ahora hay que parar todo, empezar desde el principio. Ya ves, tu padre no es un lacayo de Odría ni mucho menos. Lo vamos a sacar, llamaremos a elecciones. ¿Sabrás guardar el secreto, no? al Chispas no le hubiera contado esto, ya ves que a ti te trato como a un hombrecito, flaco.

– ¿La conspiración del general Espina? -dijo Carlitos-.? Tu padre estuvo complicado también? Nunca se supo.

– Así que pensabas mandarte mudar y que a tu padre se lo cargara el diablo -diciéndote con los ojos ya pasó, no hablemos más, yo te quiero-. Ya ves que mis relaciones con Odría son precarias, ya ves que no tienes por qué tener escrúpulos.

– No es por eso, papá. Ni siquiera sé si me interesa la política, si soy comunista. Es para poder decidir mejor qué es lo que voy a hacer, Qué es lo que quiero ser.

– He estado pensando, ahora en el carro -dándote tiempo a recapacitar, Zavalita, sonriéndote siempre-. ¿Quieres que te mande al extranjero por un tiempo?

A México, por ejemplo. Das tus exámenes y en enero te vas a estudiar a México, por uno o dos años. Ya veremos la manera de convencer a tu madre. ¿Qué te parece, flaco?

– No sé, papá, no se me había ocurrido -pensando que te quería comprar, Zavalita, que acababa de inventar eso para ganar tiempo-. Tengo que pensarlo, papá.

– Hasta enero tienes tiempo de sobra -poniéndose de pie, Zavalita, palmeándote en la cara otra vez-. Así verás las cosas mejor, verás que el mundo no es el mundito de San Marcos. ¿De acuerdo, flaco? Y ahora vámonos a la cama, son las cuatro ya.

Bebió su último trago, apagó la luz, subieron juntos la escalera. Frente al dormitorio, don Fermín se inclinó para besarlo: tenías que tener confianza en tu padre, flaco, fueras lo que fueras, hicieras lo que hicieras, tú eras lo que él más quería, flaco. Entró al dormitorio y se tumbó en la cama. Estuvo mirando el pedazo de cielo de la ventana hasta que amaneció.

Cuando hubo suficiente luz, se levantó y fue hacia el ropero. El alambre estaba donde lo había escondido la última vez.

– Hacía un montón de tiempo que no me robaba a mí mismo, Carlitos -dijo Santiago.

Gordo, trompudo, su colita en espiral, el chancho estaba entre las fotografías del Chispas y de la Teté junto al banderín del Colegio. Cuando terminó de sacar los billetes ya había llegado el lechero, el panadero, y Ambrosio limpiaba el carro en el garaje.

– ¿Al cuánto tiempo entraste a trabajar a "La Crónica? -dijo Carlitos.

– A las dos semanas, Ambrosio -dice Santiago.

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