– Llegas tarde para no comer con nosotros, y cuando nos haces el honor no abres la boca -dijo la señora Zoila-. ¿Te han cortado la lengua en San Marcos?
– Habló contra Odría y contra los comunistas -dijo Jacobo. ¿Aprista, no creen?
– Se hace el mudo para dárselas de interesante -dijo el Chispas-. Los genios no pierden su tiempo hablando con ignorantes, ¿no es cierto, supersabio?
– ¿Cuántos hijos tiene la niña Teté? -dice Ambrosio-. ¿Y usted cuántos, niño?
– Más bien trozkista, porque habló bien de Lechín -dijo Aída-. ¿No dicen que Lechín es trozkista?
– La Teté dos, yo ninguno -dice Santiago-. No quería ser papá, pero tal vez me decida un día de éstos. Al paso que vamos, qué más da.
– Y además andas medio sonámbulo y con ojos de carnero degollado -dijo la Teté-. ¿Te has enamorado de alguna en San Marcos?
– A la hora que llego veo la lamparita de tu velador encendida -dijo don Fermín-. Muy bien que leas, pero también deberías ser un poco sociable; flaco.
– Sí, de una con trenzas que anda sin zapatos y sólo habla quechua -dijo Santiago-. ¿Te interesa?
– La negra decía cada hijo viene con su pan bajo el brazo -dice Ambrosio-. Por mí, hubiera tenido un montón, le digo. La negra, es decir mi mamacita que en paz descanse.
– Llego un poco cansado y por eso me meto a mi cuarto, papá -dijo Santiago-. Ni que me hubiera vuelto loco para no querer hablar con ustedes.
– Eso me pasa por hablar contigo que eres una mula chúcara -dijo la Teté.
– No loco, pero sí raro -dijo don Fermín-. Ahora estamos solos, flaco, háblame con confianza. ¿Tienes algún problema?
– Ese sí pudiera ser del Partido -dijo Jacobo-.
Su interpretación de lo que pasa en Bolivia era marxista.
– Ninguno, papá -dijo Santiago-. No me pasa nada, palabra.
– El Pancras tuvo un hijo en Huacho hace un montón de años y la mujer se le escapó un día y no la vio más -dice Ambrosio-. Desde entonces está tratando de encontrar a ese hijo. No quiere morirse sin saber si salió tan feo como él.
– No se acerca para sondearnos sino para estar contigo -dijo Santiago-. Sólo te habla a ti y con qué sonrisitas. Has hecho una conquista, Aída.
– Qué malpensado eres, qué burgués eres -dijo Aída.
– Lo entiendo, porque yo también me paso los días acordándome de Amalita Hortensia -dice Ambrosio- Pensando cómo será, a quién se parecerá.
– ¿Tú crees que eso les pasa sólo a los burgueses?-dijo Santiago-. ¿Que los revolucionarios no piensan nunca en mujeres?
– Ya está, ya te enojaste por lo de burgués -dijo Aída-. No seas susceptible, hombre, no seas burgués. Uy, se me escapó de nuevo.
– Vamos a tomarnos un café con leche -dijo Jacobo-. Vengan, paga el oro de Moscú.
¿Eran rebeldes solitarios, militaban en alguna organización clandestina, sería alguno de ellos soplón?
No andaban juntos, rara vez se aparecían al mismo tiempo, no se conocían o hacían creer que no se conocían entre ellos. A veces era como si fueran a revelar algo importante, pero se detenían en el umbral de la revelación, y sus insinuaciones y alusiones, sus ternos desteñidos y sus maneras calculadas, provocaban en ellos desasosiego, dudas, una admiración contenida por el recelo o el temor. Sus rostros casuales empezaron a aparecer en los cafés donde iban después de las clases, ¿era un enviado, exploraba el terreno?, sus humildes siluetas a sentarse en las mesas que ellos ocupaban, entonces demostrémosle que con ellos no tenía por qué disimular, y allí, fuera de San Marcos, en nuestro año hay dos soplones decía Aída, lejos de los confidentes emboscados, los descubrimos y no pudieron negarlo decía Jacobo, los diálogos empezaron a ser menos etéreos, se disculparon alegando que de abogados ascenderían en el escalafón decía Santiago, a adoptar por instantes un carácter audazmente político, los bobos ni siquiera sabían mentir decía Aída. Las charlas solían comenzar con alguna anécdota, los peligrosos no eran los que se daban a conocer decía Washington, o broma o chisme o averiguación, sino los soplones cachueleros que no figuraban en las listas de la policía, y luego venían tímidas, accidentales, las preguntas, ¿qué tal era el ambiente en el primer año?, ¿había inquietud, se preocupaban por los problemas los muchachos?, ¿habría una mayoría interesada en reconstituir los Centros Federados?, y cada vez más sibilina, serpentina, ¿qué pensaban de la revolución boliviana?, la conversación resbalaba, ¿y de Guatemala qué pensaban?, hacia la situación internacional. Animados, excitados, ellos opinaban sin bajar la voz, que los oyeran los soplones, que los metieran presos, y Aída se estimulaba a sí misma, era la más entusiasta piensa, se dejaba ganar por su propia emoción, la más arriesgada piensa, la primera en trasladar atrevidamente la conversación de Bolivia y Guatemala al Perú: vivíamos en una dictadura militar, y los ojos nocturnos brillaban, aun cuando la revolución boliviana fuera sólo liberal, y su nariz se afilaba, aun cuando Guatemala no llegara a ser una revolución democrático-burguesa, y sus sienes latían más rápido, estaban mejor que el Perú, y un mechón de cabellos danzaba, gobernado por un generalote, y golpeaba su frente mientras hablaba, y por una pandilla de ladrones, y sus pequeños puños rebotaban en la mesa. Incómodas, inquietas, alarmadas las sombras furtivas interrumpían a Aída, cambiaban de tema o se levantaban y partían.
– Su papá decía que a usted San Marcos le hizo daño -dice Ambrosio-. Que usted dejó de quererlo por culpa de la Universidad.
– Lo pusiste en un apuro a Washington -dijo Jacobo-. Si es del Partido está obligado a cuidarse. No hables tan fuerte de Odría delante de él, lo puedes comprometer.
– ¿Te dijo mi papá que yo había dejado de quererlo? -dice Santiago.
– ¿Tú crees que Washington se fue por eso? -dijo Aída.
– Era lo que más le preocupaba en la vida -dice Ambrosio-. Saber por qué había dejado usted de quererlo, niño.
Estaba en tercero de Derecho, era un serranito blanco y jovial que hablaba sin adoptar el aire solemne, esotérico, arzobispal de los otros, fue el primero cuyo nombre supieron: Washington. Siempre vestido de gris claro, siempre con los alegres dientes caninos al aire con sus bromas imponía a las charlas de "El Palermo”, el café-billar o el patio de Económicas un clima personal que no surgía en los diálogos herméticos o estereotipados que tenían con los otros. Pero a pesar de su apariencia comunicativa, también sabía ser impenetrable. Había sido el primero en transformarse de sombra furtiva en un ser de carne y hueso. En un conocido, piensa, casi en un amigo.
– ¿Por qué creía eso? -dice Santiago-. ¿Qué más te decía de mí mi papá?
– ¿Por qué no formamos un círculo de estudios? -dijo Washington, distraídamente.
Dejaron de pensar, de respirar, los ojos fijos en él:
– ¿Un círculo de estudios? -dijo Aída, lentísimamente-. ¿Para estudiar qué?
– No a mí, niño -dice Ambrosio-. Hablaba con su mamá, con sus hermanos, con amigos, y yo los oía cuando los llevaba en el auto.
– Marxismo -dijo Washington, con naturalidad- No se enseña en la Universidad y puede sernos útil como cultura general ¿no creen?
– Tú conocías a mi papá mejor que yo -dice Santiago-. Cuéntame qué otras cosas te decía de mí.
– Sería interesantísimo -dijo Jacobo-. Formemos el círculo.
– Cómo lo iba a conocer yo mejor que usted -dice Ambrosio-. Qué ocurrencia, niño.
– El problema es conseguir los libros -dijo Aída- En las librerías de viejo sólo se encuentra uno que otro número pasado de “Cultura soviética”.
– Ya sé que te hablaba de mí -dice Santiago-. Pero no importa, no me cuentes si no quieres.
– Se pueden conseguir, pero hay que tener cuidado -dijo Washington-. Estudiar marxismo ya es exponerse a ser fichado por comunista. Bueno, ustedes lo saben de sobra.
Así habían nacido los círculos marxistas, así habían comenzado insensiblemente a militar, a sumergirse en la prestigiosa, codiciada clandestinidad. Así habían descubierto la ruinosa librería del jirón Chota y al anciano español de anteojos negros y barbita nevada que tenía en la trastienda ediciones de Siglo XX y de Lautaro, así habían comprado, forrado, hojeado ávidamente ese libro que afiebraría las discusiones del círculo muchas semanas, ese manual con respuestas para todo. Lecciones Elementales de Filosofía, piensa. Piensa: Georges Politzer. Así habían conocido a Héctor, hasta entonces otra sombra furtiva, y sabido que esa escuálida jirafa lacónica estudiaba Economía y se ganaba la vida como locutor. Habían decidido reunirse dos veces por semana, habían discutido largamente el local, habían elegido por fin la pensión de Héctor en Jesús María donde irían desde entonces y por meses, cada jueves y sábado en la tarde, sintiéndose seguidos y espiados, ojeando recelosamente el vecindario antes de entrar. Llegaban a eso de las tres, el cuarto de Héctor era viejo y grande y con dos anchas ventanas a la calle, en el segundo piso de la pensión de una sorda que subía a veces a rugirles ¿quieren té? Aída se instalaba en la cama, la negación de la negación piensa, Héctor en el suelo, los saltos cualitativos piensa, Santiago en la única silla, la unidad de los contrarios piensa, Jacobo en una ventana, Marx puso de pie la dialéctica que Hegel tenía de cabeza piensa, y Washington permanecía siempre parado. Piensa: para crecer y se reía. Uno distinto cada vez exponía un capítulo del libro de Politzer, a las exposiciones seguían discusiones, estaban reunidos dos o tres y hasta cuatro horas, salían por parejas dejando el cuarto lleno de humo y de ardor. Más tarde ellos tres solos volvían a encontrarse y en algún parque, alguna calle, algún café, ¿estaría Washington en el Partido? decía Aída, seguían charlando, ¿estaría Héctor en el Partido? decía Jacobo, suponiendo, ¿existiría el Partido? decía Santiago, ¿cómo se haría la autocrítica?, y fervorosamente discutiendo. Así habían aprobado el primer año, así había pasado el verano, sin ir a la playa ni una vez piensa, así había comenzado el segundo.
¿Había sido ese segundo año, Zavalita, al ver que no bastaba aprender marxismo, que también hacía falta creer? A lo mejor te había jodido la falta de fe, Zavalita. ¿Falta de fe para creer en Dios, niño? Para creer en cualquier cosa, Ambrosio. La idea de Dios, la idea de un “puro espíritu" creador del universo no tenía sentido, decía Politzer, un Dios fuera del espacio y del tiempo era algo que no podía existir. Andabas con una cara que no es tu cara de siempre, Santiago.