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Un domingo estaban comiendo un apanado después del cachascán y Amalia vio que Trinidad la miraba raro: ¿qué te pasa? Déjala a tu tía, que se viniera con él. Se hizo la enojada, discutieron, me porfió tanto que al final me convenció, le contó después Amalia a Gertrudis Lama. Se fueron donde Trinidad, a Mirones, y esa noche tuvieron la gran pelea. Estuvo muy cariñoso al principio, besándola y abrazándola, diciéndole amorcito con una voz de moribundo, pero al amanecer lo vio pálido, ojeroso, despeinado, la boca temblándole: ahora cuéntame cuántos pasaron ya por aquí. Amalia sólo uno (tonta, requetetonta le dijo Gertrudis Lama), sólo el chofer de la casa en que trabajé, nadie más la había tocado, y Ambrosio: para que no los chaparan sus papás, pues, niño ¿acaso les hubiera gustado? Trinidad comenzó a insultarla y a insultarse por haberla respetado, y de un manotazo la aventó al suelo. Alguien tocó y abrió la puerta, Amalia vio a un viejo que decía Trinidad qué pasa, y Trinidad también lo insultó y ella se vistió y salió corriendo. Esa mañana en el laboratorio las pastillas se le escapaban de los dedos y apenas podía hablar de la pena que sentía. Los hombres tienen su orgullo, le dijo Gertrudis, quién te mandó contarle, debiste negarle, tonta, negarle. Pero te perdonará, la consoló, volverá a buscarte, y ella lo odio, ni muerta se amistaría, y Ambrosio pero después se habían peleado, niño, Amalia se fue por su lado y hasta tuvo sus amores por ahí, y Santiago claro, con un aprista, y Ambrosio sólo mucho después y de casualidad se habían visto de nuevo. Esa tarde, al regresar a Limoncillo, su tía la llamó mala y desconsiderada, no le creyó que había dormido donde una amiga, serás una perdida y la próxima vez que faltara a dormir te botaré. Pasó unos días sin apetito y abatida, unas noches desveladas que no amanecían nunca, y una tarde al salir del laboratorio vio a Trinidad en el paradero.

Subió con ella, y Amalia no lo miraba pero sentía calor oyéndolo hablar. Bruta, pensaba, lo quieres. Él le pedía perdón y ella nunca te voy a perdonar, todavía que le había dado gusto yendo a su casa, y él olvidemos el pasado, amorcito, no seas soberbia. En Limoncillo quiso abrazarla y ella lo empujó y amenazó con la policía. Hablaron, forcejearon, Amalia se ablandó y en la esquinita de siempre él, suspirando, me emborraché todas las noches desde esa noche, Amalia, el amor había sido más fuerte que el orgullo, Amalia. Sacó sus cosas a escondidas de su tía, llegaron a Mirones al anochecer, de la mano. En el callejón, Amalia vio al viejo que se había metido al cuarto y Trinidad le presentó a Amalia: mi compañera, don Atanasio. Esa misma noche quiso que Amalia dejara el trabajo: ¿acaso estaba manco, acaso no podía ganar para los dos? Ella le cocinaría, le lavaría la ropa y después cuidaría a los hijos. Te felicito, le dijo a Amalia el ingeniero Carrillo, le diré a don Fermín que te vas a casar. Gertrudis la abrazó con los ojos aguados, me da pena que te vayas pero me alegro por ti. ¿Y cómo sabía que ése con el que vivió Amalia era aprista, niño? Te tendrá bien, le pronosticó Gertrudis, no te engañará. Porque Amalia había ido a la casa dos veces a pedirle al viejo que sacara al aprista de la cárcel, Ambrosio.

Trinidad era chistoso, cariñoso, Amalia pensaba lo que me dijo Gertrudis se está cumpliendo. Con sólo lo que él ganaba ya no podían ir las dos al Estadio así que Trinidad iba solo, pero el domingo en la noche salían juntos al cine. Amalia se hizo amiga de la señora Rosario, una lavandera con muchos hijos que vivía en el callejón y era buenísima. La ayudaba a hacer los atados, y a veces venía a conversar con ellas don Atanasio, vendedor de loterías, borrachito y conocedor de la vida y milagros de la vecindad. Trinidad volvía a Mirones a eso de las siete, ella le tenía la comida lista, un día creo que ando encinta, amor. Me echaste la soga al cuello y ahora me clavas la puntilla, decía Trinidad, ojalá sea hombre, van a creer que es tu hermano, qué mamacita tan joven tendrá. Esos meses, pensaría Amalia después, fueron los mejores de la vida.

Siempre recordaría las películas que vieron y los paseos que dieron por el centro y por los balnearios, las veces que comieron chicharrones en el Rímac, y la Fiesta de Amancaes a la que fueron con la señora Rosario. Pronto habrá aumento, decía Trinidad, nos caerá bien, y Ambrosio el textil ése también se murió: ¿se había muerto, ah sí? Sí, medio loco, Amalia creía que de unas palizas que le habían dado en tiempo de Odría.

Pero no hubo aumento, decían que había crisis, Trinidad venía a la casa malhumorado porque esos carajos hablaban ahora de huelga. Esos carajos del sindicato, requintaba, esos amarillos que reciben sueldo del gobierno. Se habían hecho elegir con ayuda de los soplones y ahora hablaban de huelga. A ésos no les pasaría nada, pero él estaba fichado y dirían el aprista es el agitador. Y efectivamente hubo huelga y al día siguiente don Atanasio entró corriendo a la casa: un patrullero paró en la puerta y se llevó a Trinidad. Amalia fue con la señora Rosario a la Prefectura. Pregunte allá, pregunte acá, no conocían a Trinidad López.

Pidió prestado para el ómnibus a la señora Rosario y fue a Miraflores. Cuando llegó a la casa no se atrevía a tocar, va a salir él. Estuvo caminando frente a la puerta y de repente lo vio. Cara de asombro, de felicidad, y al verla encinta, de furia. Ajá, ajá, le señalaba la barriga, ajá, ajá. No he venido a verte a ti, se puso a llorar Amalia, déjame entrar. ¿Cierto que te juntaste con uno de la textil, dijo Ambrosio, el hijo que esperas es de él? Ella se entró a la casa y lo dejó hablando solo. Se quedó esperando en el jardín, mirando el cerco de geranios, la pileta de azulejos, su cuartito del fondo, sintió tristeza, le temblaban las rodillas. Con los ojos nublados vio salir a alguien, cómo está niño Santiago, hola Amalia. Estaba más alto, más hombre, siempre tan flaquito. Aquí venía a visitarlos, pues, niño, qué le había pasado en la cabeza. Él se sacó la boina, tenía una pelusa chiquita y se veía feísimo. Le habían cortado el pelo a coco, así bautizaban a los que acababan de entrar a la Universidad, sólo que a él le estaba demorando en crecer. Y entonces Amalia se echó a llorar, que don Fermín tan bueno me ayude de nuevo, su marido no había hecho nada, lo habían metido preso por gusto, se lo pagaría Dios niño. Salió don Fermín en bata, cálmate hija, qué te pasa. El niño Santiago le contó y ella nada hizo, don Fermín, no era aprista, le gusta el fútbol, hasta que don Fermín se rió: espera, espera, veremos. Fue a telefonear, se demoró, Amalia se sentía emocionada de estar de nuevo en la casa, de haber visto a Ambrosio, de lo que le pasaba a Trinidad.

Ya está, dijo don Fermín, dile que no se meta más en líos. Ya, quería besarle la mano y don Fermín quieta hija, todo tenía arreglo menos la muerte. Amalia pasó la tarde con la señora Zoila y la niña Teté. Qué linda estaba, qué ojazos, y la señora la hizo quedarse a almorzar y al despedirse, para que le compres algo a tu hijo, le dio dos libras.

Al día siguiente se presentó Trinidad en Mirones.

Furioso, le habían echado la pelota esos amarillos, requintando como Amalia no lo había oído nunca, lo habían acusado de mil cosas, por esos conchas de su madre los soplones lo habían pateado de nuevo. Puñetazos, combazos para que denunciara no sabía qué ni quién. Estaba más enojado con los amarillos del sindicato que con los soplones: cuando el Apra suba esos cabrones verán, esos vendidos a Odría verán. Ya no estás en plantilla, le dijeron en la textil, te despidieron por abandono de trabajo. Si me quejo al sindicato ya sé dónde me mandarán, decía Trinidad, y si al Ministerio ya sé dónde me mandarán. Pierdes tu tiempo mentándoles la madre a los amarillos, decía Amalia, más bien busca trabajo. Cuando empezó a recorrer fábricas, seguía la crisis decían, y estuvieron viviendo de préstamos, y de repente Amalia se dio cuenta que Trinidad decía más mentiras que nunca: ¿y de qué se había muerto Amalia, Ambrosio? Se iba a las ocho de la mañana y volvía media hora después y se tumbaba en la cama, caminé por todo Lima buscando trabajo, estaba muerto. Y Amalia: pero si te fuiste y volviste ahí mismo. Y Ambrosio: de una operación, niño. Y él: lo tenían fichado, los amarillos han pasado el dato, lo miraban como apestado, nunca encontraré trabajo.

Y Amalia: déjate de amarillos y busca trabajo, se iban a morir de hambre. No puedo, decía él, estoy enfermo, y ella ¿de qué estás enfermo? Trinidad se metía el dedo a la garganta hasta que le venían arcadas y vomitaba: cómo iba a buscar trabajo si estaba enfermo.

Amalia regresó a Miraflores, le lloró a la señora Zoila, la señora habló con don Fermín y el señor al niño Chispas dile a Carrillo que la repongan. Cuando le contó que la habían tomado de nuevo en el laboratorio, Trinidad se puso a mirar el techo. Orgulloso, qué tiene de malo que yo trabaje hasta que te cures, ¿no estás enfermo? ¿Cuánto le habían pagado para que me humilles ahora que me ves caído?, decía Trinidad.

Gertrudis Lama se puso contenta cuando la vio de nuevo en el laboratorio, y la inspectora qué buena vara, te pones y te sacas el trabajo como una falda. Los primeros días se le escapaban las pastillas y se le rodaban los frascos, pero a la semana estaba diestra otra vez. Tienes que llevarlo al médico, le decía la señora Rosario, ¿no ves que todo el día dice adefesios? Mentira, sólo a la hora de comer o cuando se tocaba el tema del trabajo se chiflaba, después era como antes nomás.

Acabando de comer se metía el dedo a la boca hasta vomitar, y entonces estoy enfermo, amorcito. Pero si Amalia no le hacía caso y limpiaba sus vómitos como si nada, al ratito se olvidaba de su enfermedad y qué tal el laboratorio y hasta le hacía chistes y cariños. Le va a pasar, pensaba, rezaba, lloraba Amalia a ocultas de él, va a ser como antes. Pero no le pasaba y más bien le dio por salir a la puerta del callejón a gritar amarillos a los transeúntes. Quería tirarles tacles y hacerles las llaves del cachascán, y es tan flaquito que cada vez me lo traen sangrando, le contaba Amalia a Gertrudis. Una noche vomitó sin meterse el dedo a la boca.

Se puso pálido y Amalia lo llevó al día siguiente al Hospital Obrero. Neuralgias, dijo el médico, y que se tomara unas cucharaditas cada vez que le doliera la cabeza y desde entonces Trinidad se pasaba el día diciendo la cabeza me va a reventar. Tomaba las cucharaditas y náuseas. Tanto jugar a enfermarte te enfermaste, lo reñía Amalia. Se volvió engreído, renegón, se burlaba de todo y ya casi ni podían conversar. Al verla llegar del trabajo ¿cómo, todavía no me has dejado?, ¿y la hijita? dice Santiago. Paraba echado en la cama, si no me muevo me siento bien, o conversando con don Atanasio, y no había vuelto a preguntar por el hijo. Si Amalia le decía estoy engordando o ya se mueve, él la miraba como si no supiera de qué hablaba. Comía apenas, por los vómitos. Amalia se robaba unas bolsitas de papel del laboratorio y le rogaba vomita ahí, no en el suelo, y él a propósito abría la boca sobre la mesa o la cama, y con una vocecita empalagosa, si te da tanto asco anda vete: se había quedado en Pucallpa, niño. Pero después se arrepentía, perdón amorcito, me he vuelto malo, aguántame un poquito más que me voy a morir. Iban de vez en cuando al cine.

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