– Esta mañana has estado desparramando insolencias por el pueblo -morado de cólera, doña Lupe, alzando tanto la voz que Amalita Hortensia se había despertado llorando-. Diciendo en la plaza que Hilario Morales te robó tu plata.
Amalia había sentido que le volvían las náuseas del desayuno. Ambrosio no se había movido: ¿por qué no se paraba, por qué no le contestaba? Nada, había seguido sentado, mirando al hombre gordito que rugía.
– Además de tonto, eres desconfiado y deslenguado -gritando, gritando-. ¿Así que le has dicho a la gente que me vas a ajustar las clavijas con la policía? Está bien, las cosas claras. Levántate, vamos de una vez.
– Estoy comiendo -había murmurado Ambrosio, apenas-. Adónde quiere que vaya, don.
– A la policía -había bramado don Hilario-. A hacer las cuentas delante del Mayor. A ver quién le debe plata a quién, malagradecido.
– No se ponga así don Hilario -le había rogado Ambrosio-. Le han ido a contar mentiras. Cómo va a creerles a los chismosos. Siéntese, don, permítame ofrecerle una cervecita.
Amalia había mirado a Ambrosio, asombrada: le sonreía, le ofrecía la silla. Se había parado de un salto, corrido a la huerta y vomitado sobre las yucas. Desde ahí, había oído a don Hilario: no estaba para cervecitas, había venido a poner los puntos sobre las íes, que se levantara, vamos a ver al Mayor. Y la voz de Ambrosio, rebajándose y adulándolo cada vez más: cómo iba a desconfiar de él, don, sólo se había lamentado de la mala suerte, don.
– Entonces, en el futuro nada de amenazas ni de habladurías -había dicho don Hilario, calmándose un poco-. Cuidadito con ir por ahí ensuciando mi apellido.
Amalia lo había visto dar media vuelta, ir hasta la puerta, volverse y dar un grito más: no quería verlo más por la empresa, no quería tener de chofer a un malagradecido como tú, podía pasar el lunes a cobrar.
Sí, ya habían comenzado de nuevo. Pero había sentido más cólera contra Ambrosio que contra don Hilario y entrado al cuarto corriendo:
– Por qué te dejaste tratar así, por qué te achicaste así. Por qué no fuiste a la policía y lo acusaste.
– Por ti -había dicho Ambrosio mirándola con pena-. Pensando en ti. ¿Ya te olvidaste? ¿Ya ni te acuerdas por qué estamos en Pucallpa? No fui a la policía por ti, me achiqué por ti.
Ella se había puesto a llorar le había pedido perdón y en la noche había vomitado de nuevo.
– Me dio seiscientos soles de indemnización -dice Ambrosio-. Con eso duramos no sé, cómo un mes. Me las pasé buscando trabajo. En Pucallpa es más fácil encontrar oro que trabajo. Por fin conseguí un trabajito de hambre, como colectivero a Yarinacocha. (*) Y al tiempito vino el puntillazo, niño,
ESOS primeros meses de matrimonio sin ver a los viejos ni a tus hermanos, casi sin saber de ellos, habías sido feliz, Zavalita. Meses de privaciones y de deudas, pero se te han olvidado y los malos períodos nunca se olvidan, piensa. Piensa: a lo mejor habías sido, Zavalita. A lo mejor esa monotonía con estrecheces era la felicidad, esa discreta falta de convicción y de exaltación y de ambición, a lo mejor era esa suave mediocridad en todo. Hasta en la cama, piensa. Desde el principio la pensión les resultó incómoda. Doña Lucía había aceptado que Ana utilizara la cocina a condición que no interfiriera en sus horarios, de modo que Ana y Santiago tenían que almorzar y comer muy temprano o tardísimo. Luego Ana y doña Lucía comenzaron a discutir por el cuarto de baño y la mesa de planchar, el uso de plumeros y escobas y el desgaste de las cortinas y sábanas. Ana había intentado volver a "La Maison de Santé”, pero no había vacante y debieron pasar dos o tres meses antes de que encontrara un empleo de medio turno en la Clínica Delgado. Entonces empezaron a buscar departamento. Al regresar de “La Crónica”, Santiago encontraba a Ana despierta, revisando los avisos clasificados, y mientras él se desvestía ella le contaba sus gestiones y andanzas. Era su felicidad, Zavalita: marcar los avisos, llamar por teléfono, preguntar y regatear, visitar cinco o seis al salir de la clínica. Y, sin embargo, había sido Santiago el que encontró casualmente la quinta de los duendes de Porta.
Había ido a entrevistar a alguien que vivía en Benavides, y al subir hacia la Diagonal la descubrió. Ahí estaba: la fachada rojiza, las casitas pigmeas alineadas en torno al pequeño rectángulo de grava, sus ventanitas con rejas y sus voladizos y sus matas de geranios.
Había un aviso: se alquilan departamentos. Habían vacilado, ochocientos era mucho. Pero ya estaban hartos de la incomodidad de la pensión y las disputas con doña Lucía y lo tomaron. Habían ido poblando poco a poco los dos cuartitos vacíos, con muebles baratos que pagaban a plazos.
Si Ana tenía su turno en la clínica Delgado en la mañana, Santiago al despertar a mediodía encontraba el desayuno listo para calentarlo. Se quedaba leyendo hasta que fuera hora de ir al diario o salía a hacer alguna comisión y Ana regresaba a eso de las tres.
Almorzaban, él partía a trabajar a las cinco y volvía a las dos de la mañana. Ana estaba hojeando una revista, oyendo radio o jugando naipes con la vecina, la alemana de quehaceres mitómanos (un día era agente de la Interpol, otro exilada política, otro representante de consorcios europeos destacada al Perú en misteriosas misiones) que vivía sola y los días de sol salía a calentarse en el rectángulo en traje de baño. Y ahí estaba el rito de los sábados, Zavalita, tu día libre. Se levantaban tarde, almorzaban en casa, iban a la matiné a un cine de barrio, daban una caminata por los Malecones o el Parque Necochea o la avenida Pardo (¿de qué hablábamos?, piensa, ¿de qué hablamos?), siempre por sitios previsiblemente solitarios para no toparse con el Chispas o los viejos o la Teté, al anochecer comían en algún restaurant barato (el "Colinita", piensa, los fines de mes en el “Gambrinus”), en las noches volvían a zambullirse en un cine, uno de estreno si alcanzaba. Al principio, elegían las películas con equidad: una mexicana en la tarde, una policial o un western en la noche. Ahora casi únicamente mexicanas, piensa. ¿Habías comenzado a ceder por llevar la fiesta en paz con Ana o porque ya tampoco te importaba eso, Zavalita? Algún sábado viajaban a Ica a pasar el día con los padres de Ana. No hacían ni recibían visitas, no tenían amigos.
No habías vuelto al "Negro-Negro" con Carlitos, Zavalita, no habías vuelto con ellos a ver de gorra los shows de las boites ni a los bulines. No se lo pedían, no insistían, y un día empezaron a hacerle bromas: te volvías serio Zavalita, te aburguesabas Zavalita. ¿Había sido Ana feliz, era, eres Anita? Ahí su voz en la oscuridad, una de esas noches en que hacían el amor: no tomas, no eres mujeriego, claro que soy, amor. Una vez Carlitos había llegado a la redacción más borracho que de costumbre; vino a sentarse en el escritorio de Santiago y estuvo mirándolo en silencio, con expresión rencorosa: ya sólo se veían y hablaban en esta tumba, Zavalita. Unos días después, Santiago lo invitó a almorzar a la quinta de los duendes. Trae también a la China, Carlitos, pensando qué dirá, qué hará Ana: no, la China y él estaban peleados. Fue solo y había sido un almuerzo tirante y áspero, arrebosado de mentiras.
Carlitos se sentía incómodo, Ana lo miraba con desconfianza y los temas de conversación morían apenas nacían. Desde entonces Carlitos no había vuelto a la casa. Piensa: juro que iré a verte.
El mundo era chico, pero Lima grande y Miraflores infinito, Zavalita: seis, ocho meses viviendo en el mismo barrio sin encontrarse con los viejos ni el Chispas ni la Teté. Una noche en la redacción, Santiago terminaba una crónica cuando le tocaron el hombro: hola, pecoso. Salieron a tomar un café a la Colmena.
– La Teté y yo nos casamos el sábado, flaco -dijo Popeye-. He venido a verte por eso.
– Ya sabía, lo leí en el periódico -dijo Santiago-. Felicidades, pecoso.
– La Teté quiere que seas su testigo en el civil -dijo Popeye-. ¿Le vas a decir que sí, no es cierto? Y Ana y tú tienen que venir al matrimonio.
– Tú te acuerdas de esa escenita en la casa -dijo Santiago-. Supongo que sabes que no he visto a la familia desde entonces.
– Ya está todo arreglado, ya convencimos a tu vieja -la cara rojiza de Popeye se encendió en una sonrisa optimista y fraternal-. También ella quiere que vengan. Y tu viejo, ni se diga. Todos quieren verlos y amistarse de una vez. La van a tratar a Ana con el mayor cariño, verás.
Ya la habían perdonado, Zavalita. El viejo se habría lamentado cada día de esos meses por lo que no venía el flaco, por lo enojado y resentido que estarías, y habría reñido y responsabilizado cien veces a la mamá, y algunas noches habría venido a apostarse en el auto en la avenida Tacna para verte salir de “La Crónica”.
Habrían hablado, discutido y la mamá llorado hasta que se acostumbraron a la idea de que estabas casado y con quien. Piensa: hasta que nos, te perdonaron, Anita. Le perdonamos que engatuzara y se robara al flaco, le perdonamos que sea cholita: que viniera.
– Hazlo por la Teté y sobre todo por tu viejo -insistía Popeye-. Tú sabes cómo te quiere, flaco. Y hasta el Chispas, hombre. Esta misma tarde me dijo que el supersabio se deje de mariconadas y venga.
– Encantado de ser testigo de la Teté, pecoso.
– También te había perdonado el Chispas, Anita, gracias, Chispas-. Tienes que avisarme qué debo firmar, dónde.
– Y espero que a nuestra casa vendrán siempre ¿no? -dijo Popeye-. Con nosotros no tienes por qué enojarte, ni la Teté ni yo te hicimos nada ¿no? A nosotros Ana nos parece simpatiquísima.
– Pero al matrimonio no vamos a ir, pecoso -dijo Santiago-. No estoy enojado con los viejos ni con el Chispas. Simplemente no quiero otra escenita como ésa.
– No seas terco, hombre -dijo Popeye-. Tu vieja tiene sus prejuicios como todo el mundo, pero en el fondo es buenísima gente. Dale ese gusto a la Teté, flaco, vengan al matrimonio.
Popeye había dejado ya la empresa en la que trabajó al recibirse, la compañía que habían formado con tres compañeros andaba más o menos, flaco, tenían algunos clientes ya. Pero estaba muy ocupado no tanto por la arquitectura, ni siquiera por la novia -te había dado un codazo jovial, Zavalita-, sino por la política: ¿qué manera de quitar tiempo, no flaco?
– ¿La política? -dijo Santiago, pestañeando-. ¿Estás metido en política, pecoso?
– Belaúnde para todo el mundo -se rió Popeye, mostrando una insignia en el ojal de su saco-. ¿No sabías? Hasta estoy en el Comité Departamental de Acción Popular. Ni que no leyeras los periódicos.