Литмир - Электронная Библиотека
A
A

CAPÍTULO QUINTO

Cuando llegamos a Pekín en el expreso procedente de Xi'an, la ciudad atravesaba una de sus habituales tormentas de polvo amarillo procedente del desierto del Gobi y el viento, un viento que no cesó ni un momento mientras estuvimos allí, provocaba desagradables remolinos en todas las avenidas, paseos y callejuelas de la ciudad. Ese dichoso serrín amarillo que lo sepultaba todo se metía en los ojos, en la boca, en los oídos, en la ropa, en la comida y hasta en la cama. Además, hacía muchísimo frío. Las gentes llevaban orejeras velludas y caminaban enfundadas en unos enormes abrigos de piel que les hacían parecer osos polares y los árboles sin hojas, de ramas yermas, terminaban de darle a la capital imperial un aspecto triste y fantasmal. No era una buena época para visitar Pekín.

Fernanda y yo recuperamos, al fin, nuestra condición de occidentales para lo cual tuvimos que adquirir, con el dinero que nos quedó después de pagar los cuatro billetes de ferrocarril -dinero que yo traía conmigo desde Shanghai-, ropas femeninas adecuadas en las tiendas del llamado barrio de las Legaciones, una pequeña ciudad extranjera dentro de la gran ciudad china, fuertemente protegida por ejércitos de todos los países con presencia diplomática (aún no se habían olvidado los cincuenta y cinco días de terror vividos durante la famosa sublevación de los bóxers de 1900). Ataviadas otra vez como mujeres europeas y después de acudir al salón de belleza para arreglarnos el pelo, que nos había crecido mucho durante los tres meses y pico de viaje, pudimos buscar alojamiento en el Grand Hôtel des Wagons-Lits, de anticuado y señorial estilo francés, con cuartos de baño, agua caliente y servicio de habitaciones. Para que Biao y el maestro Rojo fueran admitidos en el barrio de las Legaciones, donde a todas luces estaban más seguros, tuvieron que hacerse pasar por nuestros criados y dormir en el suelo del pasillo del hotel delante de la puerta de nuestra habitación. El acusado régimen colonial de aquel barrio nos obligaba, para no llamar la atención, a tratarles en público de una manera despótica y despectiva que estábamos muy lejos de sentir, pero no pensábamos quedarnos en Pekín más tiempo del necesario. En cuanto vendiéramos los valiosos objetos del mausoleo, nos marcharíamos.

Sin embargo, no todos íbamos a regresar a Shanghai. El maestro Rojo anhelaba recuperar su tranquila vida de estudio en Wudang y sólo podía hacerlo volviendo a Xi'an, recogiendo los caballos y las mulas que habíamos dejado en el apeadero de T'ieh-lu al cuidado del dueño de la tiendecilla de comestibles y cruzando de nuevo los montes Qin Ling en dirección al sur. En cuanto tuviéramos el dinero, lo dividiríamos en tres partes: una para el monasterio, otra para Paddy Tichborne, y la tercera para los niños y para mí. Aún debíamos inventar una buena historia que justificase ante los ojos de Paddy el dinero que le íbamos a entregar sin vernos en la obligación de explicarle peligrosos secretos sobre la muerte de Lao Jiang que pudieran despertar en él el deseo de ponerse a husmear en los círculos políticos del Kuomintang y del Partido Comunista en busca de un buen artículo de investigación.

El primer día visitamos a los comerciantes de oro de Pekín, a los más importantes, y negociamos hasta obtener los precios que consideramos justos por nuestros artículos. Ninguno de ellos pareció extrañarse al ver a dos mujeres europeas con piezas chinas de tanto valor ni tampoco preguntaron por su origen. Al día siguiente fuimos a los mejores establecimientos de piedras preciosas, con idéntico resultado; y, por último, acudimos a los anticuarios instalados en la calle de la «Paz Terrena» de los que nos habían hablado muy bien, indicándonos que eran sumamente discretos y formales. Todo lo que había contado Lao Jiang sobre la compraventa de antigüedades procedentes de la Ciudad Prohibida era absolutamente cierto: muebles, piezas caligráficas, rollos de pinturas y objetos decorativos a todas luces demasiado valiosos para no proceder del otro lado de la alta muralla que separaba Pekín del palacio del derrocado emperador Puyi, se vendían en cantidades sorprendentes y a precios irrisorios. Me impresionó pensar que allí, tan cerca, estaba ese joven y ambicioso Puyi del que habíamos estado huyendo durante tantos meses. Él nunca había salido de la Ciudad Prohibida y, si alguna vez lo hacía, se rumoreaba en el barrio de las Legaciones, sería, sin duda, para marchar al exilio.

Obtuvimos una cantidad de dinero tan absolutamente vergonzosa que tuvimos que abrir a toda prisa varias cuentas bancarias en distintas entidades para no llamar demasiado la atención. Con todo, esta estratagema resultó inútil. Los directores de las oficinas del Banque de l'Indo-Chine, del Crédit Lyonnais y de la sucursal del Hongkong and Shanghai Banking Corp. no pudieron por menos que hacer su aparición para presentarme ceremoniosamente sus respetos en cuanto les fue comunicada la cantidad de dinero que estaba ingresando en sus bancos. Todos me ofrecieron cartas de crédito ilimitado y empezaron a llegar al hotel presentes e invitaciones para cenas y fiestas.

Ése fue otro problema. En cuanto el embajador francés y el ministro plenipotenciario de España, el marqués de Dosfuentes, descubrieron que la rica hispano-francesa de la que tanto empezaban a hablar los banqueros estaba alojada en el Grand Hôtel des Wagons-Lits, se empeñaron en organizar recepciones oficiales para exponerme ante las personalidades más destacadas de ambas comunidades. Tuve que presentar mis excusas reiteradamente para poder librarme de tales acontecimientos porque, entre otras cosas -como escapar de las crónicas sociales de la prensa internacional de Pekín-, ya teníamos el equipaje en el maletero del automóvil de alquiler que nos iba a llevar hasta la estación en la que debíamos coger el ferrocarril que nos conduciría hasta Shanghai, un expreso de lujo protegido por el ejército de la República del Norte, muy preocupado por la seguridad de los extranjeros y los chinos acaudalados que debíamos desplazarnos hacia el sur.

Éramos tan absurdamente ricos que hubiéramos podido comprarnos el tren y hasta el propio barrio de las Legaciones de haber querido (algunas de las piezas vendidas resultaron tan valiosas -especialmente las del magnífico y ya inexistente jade Yufu - que los comerciantes llegaron a pujar por ellas, alcanzando así precios exorbitantes). Sería insensato mencionar la cantidad pero, desde luego, el monasterio de Wudang iba a poder remozarse por entero y Paddy Tichborne podría comprar la producción completa de whisky de Escocia durante el resto de su vida. Yo, por mi parte, además de saldar las deudas de Rémy y de hacerme cargo de Fernanda y Biao hasta que ambos fueran mayores de edad, no tenía ninguna idea concreta sobre lo que deseaba hacer. Volver a casa, continuar pintando, participar en exposiciones… Ésos eran mis únicos deseos. Ah, y también, por supuesto, comprarme ropa bonita, zapatos caros y sombreros preciosos.

Durante aquellos pocos días en Pekín, leíamos cada mañana cuidadosamente tanto los periódicos chinos como los extranjeros para cerciorarnos de que nadie -ni el Kuomintang ni el Kungchantang ni los imperialistas chinos ni los japoneses- mencionaba el affaire del mausoleo. La situación política china no estaba como para andarse con tonterías y así, unos por temor a las reacciones de las potencias imperialistas extranjeras, como ellos las llamaban, y otros para no verse hundidos en el descrédito y la repulsa de la opinión mundial, todos callaron el asunto y lo dejaron correr. Total, el Primer Emperador ya no podía representar el papel que habían querido asignarle los que buscaban la Restauración y, los que habían querido impedirla, conseguido su objetivo, ¿para qué ensuciarse confesando públicamente haber destruido, o participado en la destrucción, de una obra colosal e histórica como el mausoleo de Shi Huang Ti?

Cuando llegamos a la estación, atestada como siempre por una ruidosa muchedumbre, buscamos un lugar tranquilo para despedirnos del maestro Rojo. Aquel día era el domingo 16 de diciembre, de modo que sólo habíamos pasado juntos un mes y medio. Parecía increíble. Había sido un período tan intenso y tan lleno de peligros que hubiera podido valer por toda una vida. Nos resultaba imposible admitir que, en pocos minutos, fuéramos a separarnos y, lo que aún era peor, que quizá no volviésemos a vernos nunca. Fernanda, cubierta por un precioso abrigo de piel y tocada con un bonito gorro de marta cibelina como el mío, tenía los ojos llenos de lágrimas y un evidente gesto de tristeza en la cara. Biao, asombrosamente guapo con aquel traje occidental de tres piezas de tweed inglés y con el pelo muy corto y acharolado por la brillantina, ofrecía una apariencia magnífica, necesaria para ser admitido en aquel ferrocarril y en los vagones de primera clase.

– ¿Qué hará usted cuando vuelva a Xi'an, maestro Jade Rojo? -le pregunté con un nudo en la garganta.

El maestro, que guardaba su parte del dinero en pesadas bolsas cautelosamente escondidas bajo su amplia y desgastada túnica, parpadeó con sus ojillos pequeños y separados.

– Recuperaré a los animales y regresaré a Wudang, madame -sonrió-. No veo la hora de descargar en las mulas el peso abrumador de toda esta riqueza.

– Correrá un gran peligro viajando solo por aquellos caminos.

– Mandaré aviso al monasterio para que envíen gente en mi ayuda, no se preocupe.

– ¿No volveremos a verle, maestro? -gimoteó mi sobrina.

– ¿Vendrán ustedes a Wudang alguna vez? -En la voz del erudito taoísta había una nota de nostalgia.

– El día que menos se lo espere, maestro Jade Rojo -afirmé- alguien le dirá que tres extraños visitantes han cruzado a toda prisa Xuanyue Men, la «Puerta de la Montaña Misteriosa», y han ascendido corriendo el «Pasillo divino» preguntando a gritos por usted.

El maestro se sonrojó y bajó la cabeza con una tímida sonrisa, haciendo ese gesto tan suyo que siempre me provocaba el temor de que se clavara aquella barbilla tan peligrosamente pronunciada.

– ¿No ha vuelto a preguntarse nunca, madame, por qué flotaba en el aire el pesado féretro del Primer Emperador?

La mención a la cámara del féretro, que ahora parecía tan lejana, fue como una nota discordante que rompió la emoción del momento. Aquel lugar estaría unido para siempre en mi memoria a la última imagen que tenía de Lao Jiang en aquellas horribles circunstancias, con sus explosivos y sus arengas. De repente fui consciente de la gran cantidad de occidentales que nos rodeaban y que nos miraban con curiosidad, de las numerosas familias procedentes del barrio de las Legaciones que habían acudido a la estación para despedirse de sus parientes o amigos que se marchaban con nosotros.

82
{"b":"87969","o":1}