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– ¡Vamos, tía, siga! -me dijo mi sobrina, cogiéndome por un brazo y tirando de mí.

Fernanda. Tenía que seguir por Fernanda. Si yo me quedaba allí, ¿quién cuidaría de ella? Y, además, estaba Biao. Tenía que ocuparme de Biao. No podía rendirme. Si tenía que morir, que fuera porque ese loco de Lao Jiang hacía explotar el mausoleo y no porque yo me resignara a esperar sentada a que lo hiciera.

Y así, llegamos a la rampa. Aquella hermosa rampa hecha con ladrillos de arcilla blanca me hizo soñar con seguir viva al día siguiente y al otro y al otro… No cabía ninguna duda de que algo había salido mal en el sexto nivel. Algo había fallado y los sicarios de la Banda Verde terminarían encontrando a Lao Jiang y a sus explosivos. No sabía si lo sentía o no. Sólo podía pensar en aquella preciosa, preciosa rampa en la que ya estaba poniendo el pie. ¡Qué cansada me sentía y qué optimista, qué feliz!

Ascendimos atropelladamente. Los matones que habían huido con nosotros no tenían el menor reparo en propinarnos empujones y codazos para obligarnos a dejarles pasar incluso en mitad de aquellas estrechas plataformas. Estaba claro que nuestra manera de correr les había confirmado la veracidad de la historia del maestro Rojo y, ahora que veían la salida, se mostraban desesperados por llegar a la superficie. Lo único que nosotros pedíamos era que, en una de ésas, no nos tiraran al pozo, de modo que, cuando alguien te golpeaba en la espalda con la intención de hacerte caer, lo mejor era apartarse, pegarse a la pared y cederle el paso. Así fue como consiguieron llegar los primeros a una robusta escala de cuerdas de cáñamo que colgaba desde el exterior hasta la plataforma en la que Biao y yo habíamos caído. Los sicarios empezaron a subir por ella dándose puñetazos unos a otros, tironeándose de las ropas, empujándose… Observando en lo alto el pedazo de cielo y la luz dorada de media tarde que se colaba a través de aquel círculo que significaba la salvación, caí en la cuenta de que, en cuanto llegásemos arriba y aquellos brutos descubrieran que el mausoleo no explotaba, vendrían sin piedad a por nosotros. Que el plan del anticuario hubiera fallado -como parecía haber sucedido-, significaba que volvíamos a estar en peligro. Debíamos encontrar alguna manera de defendernos y así se lo dije al maestro Rojo en voz baja. Él asintió. Sin embargo, quiso tranquilizarme:

– Sólo son siete, madame -susurró, confiado-, y no llevan armas de fuego. Podré con ellos. No se preocupe.

Le creí sólo a medias, pero bastó para hacerme sentir un poco mejor. Por fin, pudimos ascender nosotros por la escala. Fernanda y Biao fueron los primeros. Mientras esperaba, recordé la explosión de dinamita que había abierto aquella tolva en el lugar donde antes se encontraba un Nido de Dragón. Sonreí con amargura. En aquel momento no había podido entender por qué Lao Jiang, un viejo y respetable anticuario de Shanghai, llevaba explosivos en su bolsa. ¡Qué ciegos habíamos estado!

Cuando llegué arriba, los niños estaban tirados en el suelo, agotados.

– ¡Arriba! -les grité-. Esto aún no se ha terminado. Hay que alejarse de aquí.

Los animales continuaban en el mismo lugar donde les habíamos dejado. Parecían nerviosos pero en buenas condiciones. Los sicarios de la Banda Verde pasaron junto a ellos, corriendo hacia sus propias monturas que pacían tranquilamente cerca del montículo.

Y entonces fue cuando ocurrió. Primero sentimos un ligero temblor en el suelo, algo casi inapreciable que fue subiendo de intensidad hasta convertirse en un terremoto que nos hizo trastabillar y caer. Los caballos se encabritaron y relincharon angustiados mientras las mulas rebuznaban enloquecidas y daban patadas al aire y saltos como yo no había visto dar nunca a un cuadrúpedo. Una de ellas rompió las riendas y, soltando el bocado, se alejó al galope para ir a caer de mala manera poco después. El suelo se agitaba como un mar embravecido; varias olas, y digo bien, se alzaron en la campiña y nos sacudieron como si fuéramos barquichuelas a la deriva, haciéndonos rodar de un lado a otro mientras gritábamos desesperados. Se escuchó, de pronto, un rugido sordo, un fragor que procedía del fondo de la Tierra. Así debían de sonar los volcanes cuando entraban en erupción pero, por suerte para nosotros, no se abrió ningún cráter; al contrario, el suelo, que parecía de goma, se hundió como si fuera a formarse una tolva gigante; luego, ascendió otra vez formando una suave colina y, después, recuperó su nivel. Todo cesó. Los sicarios y nosotros dejamos de gritar al mismo tiempo. Sólo los animales continuaban armando jaleo pero se fueron tranquilizando hasta quedar inmóviles y silenciosos. Una calma terrible se apoderó del lugar. Era como si la muerte hubiera pasado por allí y nos hubiera rozado a todos con su manto para, luego, alejarse y desaparecer. El mundo entero se había quedado callado.

Miré a mi alrededor buscando a mi sobrina y la encontré junto a mí, boca abajo, con los brazos extendidos hacia arriba, sacudida por pequeñas y silenciosas convulsiones que bien podían ser llanto contenido como espasmos de dolor. Me acerqué más a ella y le di la vuelta. Tenía la cara llena de tierra y pringosa de lágrimas que formaban un barrillo blanco en tomo a sus ojos. La abracé con fuerza.

– ¿Están bien? -preguntó el maestro Rojo.

– Nosotras estamos bien -fueron mis últimas palabras antes de echarme a llorar desesperadamente-. ¿Y Biao? -balbucí al cabo de poco, soltando a Fernanda y buscando al niño con la mirada.

Allí estaba, levantándose del suelo, sucio, mugriento e irreconocible.

– Estoy bien, tai-tai -susurró con un hilillo de voz.

Los de la Banda Verde, a cierta distancia de nosotros, también se iban incorporando poco a poco. Parecían asustados.

– Maestro -gimoteé, intentando hablar con coherencia-. Dígales a aquellos tipos que el mausoleo del Primer Emperador ha sido destruido. Pídales que transmitan a su jefe de Shanghai, a ese maldito Surcos Huang o como demonios se llame, que esta historia se ha terminado, que Lao Jiang ha muerto y que el jiance y el «cofre de las cien joyas» han desaparecido. Dígaselo.

El maestro, levantando la voz en mitad de aquel pesado silencio, les soltó un largo discurso que escucharon con indiferencia. Hubieran podido demostrar un poco de gratitud por haberles salvado la vida prestando algo de atención, pero se limitaron a montar en sus caballos.

– Dígales también -le pedí de nuevo- que nos dejen en paz, que ya no tenemos nada que puedan querer.

El maestro repitió a gritos mis palabras pero los sicarios ya cabalgaban en dirección a Xi'an y ninguno volvió la cabeza para mirarnos cuando pasaron a nuestro lado. Querían largarse de allí y eso fue exactamente lo que hicieron.

– ¿Nos hemos librado de ellos? -preguntó entre hipos y lágrimas mi sobrina.

– Creo que sí -repuse pasándome las manos por la cara para limpiarme los ojos y contemplar, no sin alegría, cómo se alejaban dejando en el aire una nubecilla de tierra.

– Y, ahora, ¿qué vamos a hacer? -preguntó Biao-. ¿A dónde vamos?

El maestro Jade Rojo y yo nos miramos y, luego, contemplamos el solitario y frondoso montículo que, en mitad de aquella gran campiña encerrada entre el río Wei y las cinco cumbres del monte Li, continuaba señalando, como había hecho durante los últimos dos mil doscientos años, el lugar donde había estado el impresionante mausoleo de Shi Huang Ti, el Primer Emperador de la China. Nada parecía haber cambiado en el paisaje. Allí arriba todo seguía igual.

– Maestro -dije-, ¿le apetecería pasar unos días en Pekín?

– ¿En Pekín? -se sorprendió.

Metí las manos en los bolsillos exteriores de mi chaqueta y las saqué llenas de piedras preciosas y de pequeños objetos de jade que brillaron bajo la luz crepuscular.

– Tengo entendido -le expliqué- que existe un gran mercado de antigüedades en las inmediaciones de la Ciudad Prohibida y como, además, es la gran capital de este inmenso país, seguro que encontraremos muchos compradores dispuestos a pagar un buen precio por estas hermosas joyas.

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