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Sin embargo, la práctica adquirida el día anterior y el jueguecito mental del maestro Rojo parecían poner alas en nuestros pies y, cuando llegamos arriba, cuando pisamos suelo firme, el maestro y los niños convinieron que sólo habíamos empleado una hora en realizar el ascenso. No quise hacer mención de ello mientras corríamos por el túnel hacia las rampas del segundo nivel, pero eso significaba que, como mucho, disponíamos sólo de cuarenta y cinco minutos para salir del mausoleo.

Antes de empezar a subir, di la orden de alto.

– ¿Qué pasa? -preguntó el maestro, confundido.

– Saca tu espejo, Fernanda y dáselo a Biao.

– ¿Para qué lo quiero? -se extrañó el niño.

– ¿Ves esa vasija, la que está en la boca del túnel?

– Sí.

– Pues quédate aquí y dirige la luz hacia arriba para iluminarnos la subida.

Biao se quedó pensativo.

– ¿Puedo subir yo también un poco mientras sigo iluminando las rampas?

– Naturalmente -repuse mientras los demás echábamos a correr.

– ¡Tía! ¿No pretenderá abandonarle, verdad? -me recriminó mi sobrina.

– Deja de decir sandeces y corre.

El frío gélido fue desapareciendo a medida que ascendíamos a toda velocidad por aquel pozo amplio hacia la trampilla que nos conduciría a la gran sala de suelo de bronce llena de metano. Llegamos sin resuello a la última plataforma y nos detuvimos frente a los barrotes de hierro bajo la trampilla del techo.

– ¿Estás bien, Biao? -pregunté a voz en grito.

– ¡Sí, tai-tai ! -El foco de luz que el niño dirigía hacia nosotros con el espejo se elevaba brillante muy cerca del maestro Rojo.

– Maestro -le dije-. Quiero que abra usted la trampilla, por favor, y que entre.

Él me obedeció y, mientras, saqué mi propio espejo y le pedí a Fernanda que subiera por los hierros tras el maestro.

– ¿Qué va usted a hacer? -inquirió, suspicaz.

– Voy a iluminarte el camino para que puedas correr.

Subí detrás de ella y me quedé con medio cuerpo dentro y medio fuera de la sala del metano.

– ¡Biao! -grité-. ¡Mueve el espejo hacia la derecha!

El niño lo movió.

– Ahora, un poco hacia la pared.

Lo hizo y, no mucho después, el resplandor de su luz se reflejaba en mi espejo, que apuntaba directamente al suelo de aquella inmensa cámara arrancando chispas de luz verdosa a un pequeño reguero de turquesas que alguien muy inteligente había ido dejando caer con toda la intención.

– Corra, maestro. Llévese a Fernanda y avíseme cuando hayan abierto la trampilla del otro lado.

– Muy bien, madame.

Vi sus pies alejarse a la carrera siguiendo el camino marcado por la luz que el suelo de bronce bruñido ampliaba. A semejante velocidad, no tardarían más de unos pocos minutos en llegar al otro lado. ¡Qué bueno hubiera sido poder correr así el día anterior! No hubiéramos sufrido tanto caminando a ciegas y envenenándonos lentamente con el gas hasta perder el conocimiento. Poco después, oí la voz del maestro Rojo avisándome de que Fernanda y él habían llegado a la portezuela. Le pedí al maestro que hiciera subir a Fernanda al salón del trono del palacio funerario y él me contestó que ya lo estaba haciendo. Sentí un gran alivio. Ahora había que ocuparse del niño.

– Biao, escúchame -le dije descendiendo unos cuantos travesaños para volver a meter la cabeza en el pozo-. ¿Has subido algún tramo de rampa?

– Sí, tai-tai.

– Muy bien. Ahora quiero que apoyes la espalda contra la pared y vengas hasta aquí lo más rápido que puedas.

– Sí, tai-tai -repuso, dejándome de pronto en la más completa oscuridad. Mi espejo ya no servía para nada así que lo volví a guardar en el interior de mi chaqueta y me dispuse a esperar a Biao, que aún podía tardar un rato. Sin embargo, me pareció que escuchaba muy cerca ya su agitada respiración y, enseguida, algo me tocó en un pie.

– ¿Cómo has llegado tan pronto? -me sorprendí.

– Porque con la espalda en la pared no podía correr pero apoyando el codo no había peligro de caerme por el pozo.

¡Qué chico tan listo! Y valiente. Yo no me hubiera atrevido. Ahora que, desde luego, el codo de su chaqueta debía de haber quedado hecho una pena.

– Subamos, Biao.

Pronto los dos estuvimos arriba y volví a llamar a gritos al maestro. Le pedí que no dejara de hablar para que su voz nos guiara a Biao y a mí hasta él. Me preguntó si me importaba que recitara versos taoístas y le dije que me daba igual lo que hiciera mientras no dejara de hablar con toda la potencia de sus pulmones.

¡Qué sensación más extraña es la de correr en la oscuridad! Al principio temes caer, tus pasos son inseguros porque, al perder el sentido de la vista parece que pierdes también el del equilibrio, pero la conciencia del peligro, del poco tiempo que nos quedaba antes de que aquel lugar explotara por culpa de ese viejo loco de Lao Jiang, hizo que nos adaptáramos a la situación y, siguiendo la voz del maestro, que berreaba en chino una melopea espantosa, atravesáramos como un rayo la inmensidad de aquella gigantesca basílica y alcanzáramos la portezuela.

– No cante más, maestro -le supliqué-. Estamos a su lado.

– Como usted diga, madame.

Entramos en el pequeño cubículo de la escalinata y subimos guiados nuevamente por un resplandor difuso que llegaba desde arriba. Fernanda nos estaba esperando junto a la trampilla, detrás de la gran losa de piedra negra. ¡Qué alegría sentí al volver a la luz! Pasamos junto al gigantesco altar de piedra sobre el que descansaba el falso féretro del Primer Emperador y echamos a correr hacia la salida por el camino libre de flechas de ballesta que tanto nos habíamos divertido abriendo con los puñados de joyas y, aunque temía que aún quedara algún dardo que pudiera darnos un susto, lo cierto es que llegamos perfectamente a las grandes escaleras del exterior.

Bajamos los peldaños de dos en dos, de tres en tres, corriendo el peligro de caernos y rompernos la cabeza, pero supongo que, a esas alturas, estábamos hechos a todo y conseguimos salir indemnes de aquel descenso suicida por la magna escalera imperial. No quería preguntar cuánto tiempo nos quedaba para no preocupar a los niños pero no serían más de veinte o veinticinco minutos y estábamos aún tan lejos de la salida que ni con el doble llegaríamos. Apreté el paso e, inconscientemente, los demás me imitaron. Cruzamos la explanada, atravesamos el túnel de la primera muralla, saltamos las gruesas barras de bronce que mantenían abierta la gigantesca puerta erizada de púas, superamos el corredor intermedio, pasamos también el segundo túnel de la otra muralla y, por fin, dejamos atrás el inmenso portalón de las aldabas con forma de cabeza de tigre. Habíamos salido del palacio sepulcral. Ahora sólo teníamos que correr como locos hasta el pozo.

Por desgracia, un nutrido grupo de sicarios de la Banda Verde con antorchas en una mano y cuchillos en la otra no estaba de acuerdo con la idea.

– ¡Oh, no, no! -gemí con toda el alma. Estábamos perdidos. Nos acercamos unos a otros como si eso pudiera salvarnos las vidas. Pasé un brazo sobre el hombro de mi sobrina y la atraje hacia mí. Aquellos estúpidos asesinos nos contemplaban desafiantes. El que parecía el jefe, un tipo alto, de frente rasurada y rasgos mongoles más que chinos, dijo algo con tono desagradable. El maestro Rojo le contestó y vi que la cara del líder cambiaba de expresión. El maestro Rojo siguió hablando, repitiendo muchas veces las palabras cha tan y bao cha. Yo no sabía lo que querían decir pero parecían surtir efecto. El grupo se miraba, desconcertado. El maestro seguía repitiendo, cada vez más alterado, aquellas cha tan y bao cha mezcladas con el nombre del anticuario en su versión completa, Jiang Longyan, y en su versión de cortesía, Da Teh, y también le escuché mencionar repetidamente la palabra Kungchantang, el nombre del Partido Comunista Chino. Deduje que les estaba contando que aquel lugar iba a explotar en unos pocos minutos, que el anticuario era un comunista a quien habían ordenado destruir el mausoleo del Primer Emperador, que, si nos quedábamos allí, moriríamos todos sin remedio y que ya no quedaba mucho tiempo para eso. El jefe de los matones dudaba pero algunos miembros del grupo parecían nerviosos. El maestro Rojo seguía hablando. Ahora parecía que suplicaba, luego que explicaba, después que volvía a suplicar y, por fin, supongo que por agotamiento, el líder de los sicarios hizo un gesto brusco con el brazo indicando que podíamos irnos. Algunos de sus hombres empezaron a vociferar, muy alterados. Nosotros aún no nos habíamos movido. El jefe gritó, chilló y, de pronto, dijo algo con voz tajante y caminó hacia la puerta de las aldabas. Lo único que a él le interesaba era el mausoleo y a nosotros, afortunadamente, no nos quería para nada.

– ¡Vámonos! -exclamó el maestro Rojo echando a correr.

Sin decir ni media palabra, salimos lanzados tras él a toda velocidad. Lo extraño fue que un pequeño grupo de sicarios empezó a seguirnos. Yo estaba aterrorizada. ¿Iban a matarnos? Entonces, ¿por qué algunos de ellos nos adelantaban y hasta nos dejaban atrás?

Llegamos al final del muro pintado de rojo y torcimos a la derecha. Corríamos y corríamos. Ahora éramos muchos huyendo en dirección al pozo. Seis o siete sicarios, al parecer, habían dado crédito a la explicación del maestro y habían optado por salvar sus vidas. No es que lo sintiera por los que se quedaban, pero siempre le agradecería al jefe que hubiera tenido el detalle de no matarnos. La caza que se inició en Shanghai y que, por lo visto, acababa de terminar, sólo había sido para conseguir la información sobre el mausoleo, verdadero objetivo de la familia imperial de Pekín y de los japoneses, los dos patronos de la Banda Verde. Así que ahora sólo debíamos preocuparnos por salir rápidamente de allí y dejar de pensar en todo lo demás. Hasta cierto punto, había sido una gran suerte que aquellos tipejos hubieran decidido acompañarnos en la huida porque con sus antorchas iluminaban el camino y podíamos movernos con más seguridad y, aunque el maestro Rojo llevaba su Luo P'an y hubiera conseguido llevarnos hasta el pozo, yo, que sabía lo que era correr a oscuras, agradecía ver el suelo que tenía delante y no andar chocando contra las gruesas columnas negras que estaban por todas partes.

Nos separamos definitivamente de las murallas que rodeaban el palacio en el preciso momento en el que hubiera jurado que se cumplía el plazo de dos horas y media que nos había dado el anticuario antes de hacer explotar aquel lugar. Cuando me di cuenta, noté que me debilitaba y supe que se debía al miedo. Ahora escapábamos con tiempo prestado y deseé que la dinamita y las mechas del anticuario hubieran fallado y que su plan se hubiera ido al garete. Resoplaba como un fuelle y empecé a sentir una punzada de dolor en el costado derecho. No iba a aguantar mucho más. O aparecía pronto el pozo o me dejaba caer allí mismo. Ya ni siquiera me entraba aire en los pulmones y esa sensación siempre había sido la pesadilla de mis neurastenias, el horrible final de mis crisis de nervios.

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