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– ¿Por qué flotaba? -preguntó Biao, rápidamente interesado.

– Era de hierro -explicó el maestro con énfasis como si aquello fuera la clave de todo el asunto.

– Eso ya lo vimos -repuse.

– Y las paredes de piedra -continuó. ¿Por qué no le entendíamos si la respuesta era tan obvia?, parecía estar diciendo.

– Sí, maestro, de piedra -repetí-. Toda la cámara era de piedra.

– La aguja de mi Luo P'an giraba enloquecida. Lo vi cuando abrí mi bolsa.

– Deje de jugar con nosotros, maestro Jade Rojo -se indignó Fernanda sujetando su bolso, sin darse cuenta, como si fuera a darle con él en la cabeza.

– ¿Imanes? -insinuó tímidamente Biao.

– ¡Exacto! -exclamó el maestro con alegría-. ¡Piedras magnéticas! Por eso mi Luo P'an no funcionaba. Toda la cámara estaba construida con grandes piedras magnéticas que atraían al féretro proporcionalmente y lo mantenían flotando en equilibrio. Las fuerzas de las piedras imán estaban igualadas en todas direcciones.

Yo sí que me quedé de piedra al oír aquello. ¿Tanta resistencia tenían los imanes? Por lo visto, sí.

– Pero, maestro -objetó Biao-, cualquier movimiento del sarcófago hubiera desequilibrado esas fuerzas haciéndolo caer.

– Por eso lo pusieron tan alto. ¿No recuerdas ya dónde estaba? Era imposible llegar hasta él y, a esa distancia del suelo y de la entrada a la cámara, nada le afectaba, ni el aire ni la presencia humana. Todo había sido cuidadosamente ajustado para que aquel gran cajón de hierro permaneciera eternamente quieto en el centro de las fuerzas magnéticas.

– Eternamente no, maestro Jade Rojo -murmuré-. Ahora ya no existe.

Los cuatro guardamos silencio, apenados por la pérdida irreparable de las cosas maravillosas que habíamos visto y que nadie podría volver a ver nunca. El silbato de vapor de la locomotora atronó en la gran estructura de la estación.

– ¡Nuestro tren! -me alarmé. Teníamos que irnos.

No me importó mi recobrado y elegante aspecto occidental ni tampoco la gente que pudiera estar contemplándome desde las cercanías; cerré mi puño derecho y lo rodeé con mi mano izquierda y, subiéndolo a la altura de la frente, hice una profunda y larga inclinación ante el maestro Jade Rojo.

– Gracias, maestro. Nunca le olvidaré.

Los niños, que me habían imitado y seguían con la cabeza inclinada cuando me incorporé, murmuraban también palabras de agradecimiento.

El maestro Rojo, muy conmovido, nos devolvió a los tres la reverencia y, sonriendo con una gran ternura, se dio la vuelta y se alejó en dirección a la puerta de la estación.

– Perderemos el tren -anunció de repente Fernanda, tan pragmática como siempre.

Durante las siguientes treinta y seis horas cruzamos China de norte a sur en el interior de aquellos agradables vagones en los que disponíamos de amplios y lujosos dormitorios, salones con piano y zona de baile y magníficos comedores donde los camareros chinos servían unas comidas exquisitas. Los platos hechos con pato o faisán, que en China son tan corrientes como las gallinas, eran los mejores porque estos animales, antes de ser asados, recibían una fina capa de laca -la misma que se utilizaba en los edificios, los muebles y las columnas- que los convertía en patos o faisanes laqueados, un manjar reservado en la antigüedad a los emperadores.

Gracias a los soldados que custodiaban el tren y que resultaron una presencia incómoda por su grosería y su brutalidad, el viaje transcurrió sin incidentes a pesar de atravesar zonas realmente peligrosas, en manos de señores de la guerra o de ejércitos de bandoleros (que, para mí, eran lo mismo, aunque me abstuve de hacer comentarios sobre el tema con nuestros amables compañeros de viaje porque éstos desconocían por completo la auténtica situación política de China y las condiciones en que vivía el pueblo chino). Durante el segundo día de viaje, el tiempo cambió y, aunque hacía frío, ya no era ese frío glacial de Pekín, de manera que pudimos pasar algún tiempo en los balcones del vagón disfrutando del paisaje. Nos acercábamos al Yangtsé, un río al que, por absurdo que parezca, me sentía unida por los muchos días pasados en sus aguas en dirección a Hankow. Si toda aquella gente tan elegante y simpática que nos rodeaba hubiera siquiera sospechado que los dos niños y yo habíamos remontado aquel río a bordo de barcazas y sampanes mugrientos, vestidos como pordioseros y huyendo de algo llamado Banda Verde, se habría alejado de nosotros como si tuviésemos la peste. ¡Qué lejos quedaban aquellos días y qué maravillosos habían sido!

Atravesamos durante horas inmensos arrozales cubiertos de agua antes de llegar a Nanking, la antigua Capital del Sur fundada por el primer emperador Ming, que yo recordaba ruinosa y de calles sucias por las que Lao Jiang caminaba alegremente evocando sus tiempos de estudiante. Pero sobre todo, lo que nunca olvidaría de Nanking era aquella inmensa Puerta Jubao o Zhonghua Men, como se llamaba en la actualidad, con aquel túnel subterráneo cuyo suelo representaba un antiquísimo problema de Wei-ch'i de dos mil quinientos años de antigüedad conocido como «La leyenda de la Montaña Lanke», que, ya entonces, resolvió el listísimo Biao. Allí nos atacó por segunda vez la Banda Verde, a resultas de lo cual Paddy Tichborne perdió una pierna al ponerse delante de los niños y de mí para protegernos. Tendría que mentirle a Paddy cuando llegáramos a Shanghai, pero le estaría eternamente agradecida por aquel gesto y, desde luego, le daría su parte completa del tesoro.

Tuvimos que abandonar el ferrocarril al llegar a Nanking, ya que la locomotora y los vagones debían ser transportados hasta el otro lado del Yangtsé en una operación que resultaba algo peligrosa y para la que convenía que el pasaje se encontrara fuera. Cruzamos el río, aquel inmenso, interminable río Azul en unos bonitos y cómodos vapores que esquivaban los pequeños juncos, los sampanes y las numerosas embarcaciones de gran calado con ágiles maniobras y aparente facilidad. Al anochecer, regresamos al tren y reanudamos nuestro viaje hacia Shanghai, adonde ya no nos faltaban muchas horas para llegar. Las estaciones por las que pasábamos sin detenernos se iban haciendo más numerosas y veíamos brillar los farolillos de papel rojo iluminando al gentío que se reunía en ellas.

Por fin, nuestro convoy se detuvo cerca de la medianoche en uno de los andenes de la Shanghai North Railway Station, la Estación del Norte de la que habíamos partido tres meses y medio atrás -recién llegadas a China Fernanda y yo-, cargados con nuestras bolsas de viaje y disfrazados de pobres campesinos. Ahora regresábamos en primera clase y con un aspecto tan elegante que hubiera sido imposible reconocernos.

La ropa que traíamos de Pekín nos sobraba en Shanghai. Nos fuimos de allí con el agobiante calor del verano y, aunque ahora era pleno invierno, no hacía tanto frío como para llevar pieles y gorros de marta que, sin embargo, nos dejamos puestos porque no queríamos congelarnos en los rickshaws a esas horas de la noche. Como daba por cierto que, siguiendo mis indicaciones, Monsieur Julliard, el abogado de Rémy, habría vendido la casa y subastado los muebles y las obras de arte, decidí que debíamos alojarnos en un hotel de la Concesión Internacional, lejos de la Concesión Francesa controlada por la policía de Surcos Huang, y por eso, por recomendación de una agradable compañera de viaje, aquella primera noche la pasamos en el Astor House Hotel, donde Biao, gracias a su imponente estatura, a su elegante aspecto occidental y a una considerable cantidad de dinero que le dimos al gerente, consiguió una pequeña habitación en la zona del servicio. Fue un favor muy especial, porque dar alojamiento a un amarillo podía menoscabar la buena reputación del hotel.

Me di cuenta en seguida de que movernos con Pequeño Tigre por las zonas reservadas para los occidentales iba a ser un grave problema. Como ejemplo baste decir que, cerca del Astor, había unos bonitos jardines públicos con un cartel en la entrada que rezaba en inglés: «Prohibida la entrada a perros y chinos». Aquello pintaba mal, así que, a la mañana siguiente, dejé a los niños en el hotel bajo el solemne juramento de que no lo abandonarían de ninguna de las maneras y tomé un rickshaw para ir a visitar a M. Julliard en su despacho de la calle Millot en plena Concesión Francesa.

Fue muy agradable pasear por la ciudad. La Navidad estaba cercana y algunos edificios ya habían sido engalanados con adornos propios de esas fechas. No reconocía los sitios ni los lugares destacados porque no había tenido tiempo de visitarlos durante mi primera estancia en Shanghai, pero fue una gran alegría para mí recorrer, por fin, el famoso Bund, la gran avenida situada en la ribera oeste del Huangpu, el río sucio y de aguas amarillas por el que habíamos subido a bordo del André Lebon hasta los muelles de la Compagnie des Messageries Maritimes el día de nuestra llegada a China. ¡Qué cantidad de autos, de tranvías, de rickshaws, de bicicletas…! ¡Qué cantidad de gente! Había riqueza y opulencia como no había visto en ninguna otra parte de aquel gran país. Personas del mundo entero habían encontrado en Shanghai el lugar donde hacer negocios y vivir, donde divertirse y morir. Como Rémy. O como tantos otros. De no ser por la corrupción que imperaba en la ciudad, por las bandas, las mafias y el opio, Shanghai hubiera sido una buena ciudad donde quedarse.

Atravesamos las alambradas que separaban ambas concesiones sin que los gendarmes nos pararan para pedirme la documentación, de lo que me alegré profundamente pues temía que mi nombre disparara algunas alarmas en la Sécurité dirigida por Surcos Huang. No es que le tuviera miedo después de lo sucedido en el mausoleo, pero prefería no remover las aguas turbias y pasar lo más desapercibida posible antes de abandonar Shanghai.

Nada había cambiado en el despacho de André Julliard en la calle Millot. El mismo olor a madera vieja y húmeda, el mismo cuartito acristalado y los mismos pasantes chinos deambulando entre las mesas de las jóvenes mecanógrafas. Incluso M. Julliard llevaba puesta la misma lamentable americana arrugada de la última vez. Se llevó una agradable sorpresa al verme y me recibió con afecto. Me preguntó qué había estado haciendo durante aquellos meses en los que había sido imposible encontrarme y le expliqué una extraña historia sobre un viaje de placer por el interior de China que, naturalmente, no se creyó. Mientras tomábamos unas tazas de té, volvió a sacar de un cajón el voluminoso legajo de la documentación de Rémy y me explicó que, en efecto, había vendido la casa y subastado el resto de propiedades, obteniendo una cantidad cercana a los ciento cincuenta mil francos, la mitad de la deuda, pero que aún quedaba por saldar la otra mitad. Los acreedores esperaban impacientes y algunos litigios se habían fallado ya en mi contra convirtiéndome prácticamente en una proscrita buscada por la ley.

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