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– Haremos de tripas corazón y pasaremos, Fernanda.

– Pero ¿qué está usted diciendo? -se horrorizó.

– ¿Quieres que nos quedemos tú y yo aquí como dos tontas mientras ellos siguen hacia el tesoro?

– ¡Pero hay millones de bichos! -aulló.

– ¿Y qué? Pasaremos. Cerraremos los ojos y pasaremos. Le diremos a Biao que nos lleve de la mano a toda velocidad, ¿de acuerdo?

Los ojos se le llenaron de lágrimas pero asintió. Yo sentía terror y picores por todo el cuerpo sólo de pensar en entrar en aquella habitación pero tenía que dar una lección de valor a mi sobrina y tenía que demostrarme a mí misma que mi recuperación era cierta, que podría enfrentarme al miedo siempre que quisiera (o que no tuviera más remedio, como era el caso).

Le explicamos a Biao la situación y él mismo se ofreció a guiarnos antes de que se lo pidiéramos. Apenas tuvimos tiempo de prepararnos: la llamada de Lao Jiang sonó como un mazazo en la cabeza de Fernanda y en la mía. No debíamos pensar más. Biao cogió mi mano, yo cogí la de la niña y entramos en la misteriosa estancia infestada de sabandijas. Inmediatamente noté que quedaba cubierta por pequeñas cosas vivas que, además de posarse sobre mí, se movían. Casi me vuelvo loca de repugnancia y pánico pero no podía soltar a los niños para frotarme. Debía controlar mis nervios y, sobre todo, la mano de Fernanda, que hizo varios fuertes amagos por zafarse de la mía para quitarse de encima los repelentes animalejos. No abrí los ojos hasta que Biao me dijo que la trampilla estaba a mis pies. Entonces miré y ojalá no lo hubiera hecho: suelo, techo, paredes… todo estaba negro y en movimiento, en el aire volaban mil insectos con élitros negros. Empujé a la niña para que bajara la primera y saliera de allí y, mientras lo hacía, me fijé en Lao Jiang, que permanecía inmóvil sujetando la antorcha para iluminarnos: estaba cubierto de los pies a la cabeza por la misma capa de bichos que ocultaba las paredes. También Biao empezaba a tener un aspecto semejante y yo, aunque no quería ser consciente, debía de andar muy cerca de parecerme a ellos.

– ¡No te entretengas, Fernanda! -le grité a mi sobrina, empezando a meterme en la trampilla. Fue un milagro que no nos matásemos. La niña y yo, aún cubiertas de pequeñas cosas vivas, bajábamos sacudiendo nuestras ropas. Al poco, escuché el sonido del escotillón al cerrarse sobre nuestras cabezas con un golpe seco y una lluvia de cucarachas y escarabajos me rozó las manos y la cara. Lao Jiang había apagado la antorcha de bambú, así que no veíamos nada. Y mejor así, la verdad. No tenía ganas de conocer el equipaje que llevaba encima.

Tampoco este tramo de descenso fue muy largo, unos diez metros quizá. Pronto estuvimos en el suelo y escuché cómo Fernanda pataleaba con fuerza aplastando todo lo que pillaba bajo sus suelas y cada uno de sus pisoteos iba acompañado de varios crujidos crepitantes. Mientras los demás llegaban abajo, la imité, y pronto fuimos cuatro los que matábamos insectos a ciegas. Lao Jiang, por suerte, volvió a encender la antorcha en cuanto puso el pie en tierra. Estábamos invadidos, los teníamos por todas partes: en el pelo, en la cara, en la ropa… Mi sobrina y yo nos sacudimos mutuamente mientras los hombres hacían lo propio. El suelo se llenó de cadáveres reventados flotando en un charco amarillento y pastoso pero, al fin, pudimos dejar de rascarnos y de golpearnos como si tuviéramos la sarna o nos hubiéramos vuelto locos. Caminamos unos pasos para alejarnos de la repugnante mancha, dándole la espalda para no verla.

– ¿Se ha terminado? -preguntó Lao Jiang, examinándonos. Fernanda hipaba a mi lado, secándose las lágrimas provocadas por los nervios; Biao tenía la cara contraída en una mueca de asco que se le había quedado congelada y yo me pasaba las manos compulsivamente por los brazos, eliminando unos insectos que ya no estaban allí-. Inspeccionemos este nuevo subterráneo.

No podía ver con claridad porque aquel lugar era muy grande y teníamos poca luz pero me pareció divisar unas mesas dispuestas como para un banquete.

– Busque vasijas con grasa de ballena, Lao Jiang -le sugerí al anticuario.

– Ayúdame, Biao -le pidió él al niño y ambos se dirigieron hacia las paredes. Al desplazarse Lao Jiang, Fernanda, el maestro Rojo y yo nos quedamos a oscuras pero, al mismo tiempo, pudimos ver un poco más de aquella sala que era bastante amplia y tenía, en efecto, tres mesas dispuestas en forma de U con el lado abierto en dirección a nosotros. Cuando el anticuario y Biao dieron al fin con las vasijas y las encendieron, el recinto adquirió una nueva dimensión y el aspecto de una impresionante y fastuosa sala de banquetes. Las paredes estaban decoradas con motivos de dragones dorados y torbellinos de nubes de jade, el suelo volvía a ser de baldosas negras como en el palacio funerario y, también como en el palacio, detrás de la mesa colocada en sentido horizontal, una gran losa de piedra negra de unos dos metros de largo caía en picado desde el techo hasta el suelo exhibiendo esta vez la talla de una especie de cuadrado gigante dividido en casillas, con incrustaciones de oro resaltando las líneas. Cerca de las vasijas luminosas había impresionantes esculturas de arcilla cocida como las que habíamos visto en el recinto exterior, pero éstas no encarnaban a humildes siervos ni a elegantes funcionarios; parecían, más bien, artistas preparados para dar inicio a algún tipo de actuación. Todos llevaban el pelo recogido en un moño, iban descalzos y estaban desnudos salvo por un faldellín corto que les dejaba lucir la gran musculatura del pecho, los brazos y las piernas, dándoles aspecto de acróbatas o luchadores. Sus caras, tan serias e inmutables, asustaban, así que les ignoré y no dejé de repetirme durante un buen rato que únicamente eran un puñado de barro con forma humana, barro y no personas, arcilla sin vida.

Pero lo que realmente llamaba la atención eran las mesas, las tres mesas aún cubiertas por lujosos manteles de brocado sobre las que se veía una infinidad de bandejas, platos, cuencos con y sin tapa, botellas de cuerpo panzudo, tazones, tarros, jarras, recipientes para frutas, cucharas, palillos… Todo de oro y piedras preciosas. Era una verdadera maravilla. Nos fuimos acercando muy despacio, intimidados, sobrecogidos como si fuéramos una banda de pordioseros que intenta colarse en el gran banquete funerario del emperador. De todas formas, la impresión que transmitía aquel supuesto festín era el de una celebración de fantasmas, un convite de difuntos condenados por toda la eternidad a participar de aquel macabro festejo. Recorrió mi espalda un estremecimiento glacial que me erizó toda la piel del cuerpo. Al acercarnos más, cuando ya estábamos a unos cinco o seis metros, descubrimos que los platos no estaban vacíos. No es que hubiera comida, por supuesto, pero sí un extraño cilindro de piedra preparado a modo de servilleta para cada comensal. Quizá fueran las tarjetas con los nombres de los invitados, aunque eran tan gruesos como mi brazo y estaban hechos con una tosca piedra gris que resaltaba sobre las finas superficies de oro. Conté veintisiete sillas por mesa lo que, multiplicado por tres, daba un total de ochenta y uno de aquellos cilindros. El maestro Rojo se fue directo a coger el que teníamos más cerca.

– ¡Cuidado! -le advirtió Lao Jiang.

– ¿Cuidado por qué? -pregunté, intimidada. El maestro, que ya tenía la pieza en la mano, le miró también con curiosidad.

– Sólo digo que vayamos con cuidado. Nos encontramos justo encima del auténtico mausoleo del Primer Emperador y creo que deberíamos extremar las precauciones. Sólo eso.

– Pero en el jiance no se habla de peligros inesperados -le recordé-. Lo único que dice sobre este quinto subterráneo es que hay un candado especial que sólo se abre con magia.

– ¿Un candado especial que sólo se abre con magia? -repitió, curioso, el maestro Rojo.

– Exactamente -afirmé, caminando a paso ligero para coger otro de aquellos rodillos de piedra.

– Pues debe de ser esto -anunció Fernanda señalando el suelo. Se encontraba justo en el centro de la sala, en medio de las tres mesas. Dando un pequeño rodeo, fui hacia ella y los demás me siguieron.

Aquel dibujo ya lo había visto. Era el mismo que estaba en la losa negra situada detrás del asiento principal. Levanté la mirada y comparé ambos cuadrados: eran idénticos salvo por el hecho de que el del suelo era bastante más grande y que en sus casillas había agujeros, unos agujeros en los que hubiera jurado que encajaban a la perfección los cilindros grises. Examiné con curiosidad el que tenía en la mano y, entonces, descubrí que en una de sus bases había un ideograma chino tallado en relieve.

– Es un tablero de nueve por nueve -comentó Lao Jiang-, así que hay ochenta y un huecos en el suelo y ochenta y un rollos de piedra en las mesas. Ya hemos encontrado el candado. Ahora tenemos que buscar la magia.

Yo, a esas horas, ya no podía buscar nada. Tenía hambre, estaba cansada y seguía picándome el cuerpo como si aún tuviera bichos encima. Llevábamos todo el día superando pruebas para descender de un sótano a otro. Debía de ser muy tarde, seguramente la hora de la cena, y necesitaba parar. Además, ¿no disponíamos de unas mesas preparadas con muy buen gusto y de una magnífica vajilla que podíamos aprovechar para sentirnos como reyes saboreando nuestras humildes viandas? Aquel lugar era perfecto para hacer un descanso.

Ni Lao Jiang pudo negarse y eso que se le dibujó en la cara un gesto de contrariedad. Calentamos agua con la antorcha y pudimos tomar, al fin, un té caliente que me supo a gloria y unas bolas de arroz con especias que fueron manjar de los dioses. En París habría rechazado ambas cosas con asco y repugnancia tan sólo por su aspecto y por la suciedad de nuestras manos. Hubiera pensado en gérmenes y en enfermedades digestivas. Aquí, me daba lo mismo. Sólo quería comer y, además, utilizando aquella hermosa vajilla cuya capa de polvo milenario añadiría un buen aporte alimenticio. A veces, ya no podía reconocerme.

Los niños empezaron a cabecear y a bostezar en cuanto terminaron la cena, pero Lao Jiang fue inflexible. Estábamos sólo a un nivel del mausoleo del Primer Emperador y no íbamos a dormir ahora. Si los niños tenían sueño que bebieran más té y se echaran un poco de agua en la cara para espabilarse. Nada de dormir. A pensar. A buscar la magia del cerrojo para poder acceder esa misma noche al auténtico lugar de enterramiento de Shi Huang Ti.

– ¿Y sabe qué pasará cuando lleguemos, Lao Jiang? -repuse, desafiante-. Que nos dormiremos allí, justo al lado del cuerpo seco del viejo emperador. Estamos cansados y no tiene sentido continuar esta noche con la búsqueda. Desde que nos despertamos esta mañana hemos escapado de los disparos de las ballestas bailando los «Pasos de Yu», descubrimos los hexagramas del I Ching que marcaban el camino de salida del segundo nivel mientras nos envenenábamos con metano, seguimos la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior arriesgando nuestras vidas en aquellos dichosos diez mil puentes, cambiamos de lugar las sesenta y seis pesadas campanas de bronce del Bian Zhong según la teoría de los Cinco Elementos y hemos llegado hasta aquí después de pasar por un cuarto plagado de insectos que han estado a punto de devorarnos. Acabamos de tomar la primera comida decente del día y ¿quiere usted que sigamos y que resolvamos un nuevo enigma sin dormir unas horas para tener la cabeza despejada?

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