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Terriblemente enojada, me di la vuelta, dejándolos tiesos y cabizbajos, para guardar mis útiles de dibujo en la bolsa.

– ¿Ya se le ha pasado el enfado, Elvira? -me preguntó de manera desagradable Lao Jiang. Era lo último que me faltaba.

– ¿Tiene usted algún problema con la forma en que trato a mi sobrina y a mi criado?

– No. Me da exactamente igual. Lo que quiero es que Biao nos explique lo que ha dicho sobre la combinación de pesos.

Ya no me acordaba de aquello. Con el disgusto se me había olvidado. El niño se adelantó y caminó muy despacito (supongo que por llevar encima el peso de la culpabilidad) hacia el Bian Zhong. Apenas se le entendió cuando dijo algo entre murmullos.

– ¡Habla más alto! -le ordenó Lao Jiang. ¿Qué demonios le pasaba a aquel hombre? Estaba insoportable y, entre los niños y él, el viaje se estaba volviendo una pesadilla.

– Que si me pueden ayudar a coger la campana grande con el carácter de Agua.

El anticuario se precipitó hacia él y, entre los dos, la alzaron un poco y la sacaron. Se oyó el chirrido de un resorte y el gancho del que había estado colgando subió unos centímetros en la barra como si tuviera un muelle debajo. La dejaron con mucho cuidado en el suelo.

– ¿Qué más? -preguntó Lao Jiang.

– Hay que quitar esa campana -afirmó el niño señalando, en la fila inferior, el Bian Zhong de tamaño mediano que ocupaba el puesto central, el sexto contando desde cualquier lado. Lao Jiang la sacó con cierto esfuerzo y la dejó también en el suelo-. Ahora hay que poner la grande en el lugar de la mediana -indicó agachándose para ayudar al anticuario a coger el gigantesco Bian Zhong con el ideograma de Agua. El rechinar de muelles y las leves subidas y bajadas de los ganchos al ser liberados o cargados revelaba que algo estaba sucediendo en el interior de aquel bastidor y que, por lo tanto, la idea de Biao era acertada. Con la ayuda del maestro Rojo, siguieron quitando y poniendo campanas. Al cabo de poco tiempo, se empezó a ver la imagen del puzle que el niño tenía en su cabeza. De vez en cuando se oía un lejano gruñido metálico como el de una barra de cerrojo al ser retirada. Los hombres sudaban por el esfuerzo. Fernanda y yo echábamos una mano cuando se trataba de los bronces más pequeños, los que parecían vasos de agua, aunque también pesaban lo suyo. Biao no daba abasto para indicarnos a unos y a otros qué campanas debíamos retirar y dónde debíamos colocar las otras.

Finalmente, sólo quedó una campana por poner, una muy pequeña del Elemento Agua que había que colocar en la esquina inferior izquierda del bastidor y que estaba en mis manos, en mis más que sucias manos. El Bian Zhong tenía ahora todas sus piezas situadas de forma no diría que desordenada -porque iban de menor a mayor en sentido izquierda-derecha- pero sí completamente diferente a su disposición primaria como instrumento musical de percusión. La campana gigante con el carácter Agua que colocamos en el centro de la barra inferior estaba ahora rodeada por las cinco del elemento Metal, las de las casitas, ya que el Metal nutría poderosamente al Agua. Las cinco campanas de Metal estaban rodeadas a su vez por las nueve de Tierra, que nutrían al Metal que, a su vez, nutría al Agua. Las nueve campanas de Tierra estaban rodeadas por las trece de Fuego, las trece de Fuego por las diecisiete de Madera y éstas, finalmente, por las veintiuna de Agua (faltaba por poner la que yo tenía en las manos). Un ciclo perfecto, una ordenación magistral de fuerza y energía. Si Biao tenía razón, los maestros geománticos de Shi Huang Ti habían hecho del Elemento regente del emperador el principio y el fin de aquella combinación, disponiendo que el ciclo creativo de los Cinco Elementos reforzara al Agua con todo su poder y que ésta, a su vez, acabara envolviéndolo todo.

Hubo una cierta expectación en el aire cuando me dirigí hacia el último gancho vacío del armazón. Sintiéndome una diva ante su público, coloqué la campana con un gesto barroco y divertido que hizo reír a los niños y al maestro Rojo. Lao Jiang estaba tan desesperado porque aquella tentativa funcionara que cualquier otra cosa le resultaba indiferente.

Se oyó un chasquido metálico, un quejido de muelles, un largo crujido de piedra contra piedra y, por fin, el chirrido de un resorte. La pared en la que se apoyaba el Bian Zhong se deslizó hacia atrás lentamente provocando una suave vibración de las sesenta y seis campanas y se detuvo en seco tras recorrer un par de metros. Tanto en el borde de las dos paredes perpendiculares como en los pedazos de suelo y techo donde antes había estado encajado aquel muro de quita y pon se veían anchos orificios separados por treinta o cuarenta centímetros de distancia. Los dos huecos que habían quedado libres para pasar estaban, cómo no, en absoluta penumbra.

– Biao, dime -oí susurrar al maestro Rojo detrás de mí-. ¿Cómo supiste que se trataba de la disposición y el peso de las campanas y no de una partitura musical?

– Por dos razones, maestro -le contestó el niño también en voz baja-. La primera, porque me resultaba muy raro que el arquitecto Sai Wu, al decirle a su hijo en el jiance que la cámara de los Bian Zhong estaba relacionada con los Cinco Elementos, no mencionara en absoluto la música, y eso que hablaba de campanas. La segunda razón fue que ustedes las golpearon de todas las formas posibles sin ningún resultado. Pensé que no podía tratarse de una canción. Lo único cierto era que el problema tenía que ver con los Cinco Elementos, con la energía qi. Entonces, la Joven Ama Fernandina me hizo un comentario sobre lo mucho que debía de pesar aquel enorme instrumento musical, sobre lo difícil que sería moverlo para ver si había alguna puerta detrás. La idea se me ocurrió de pronto, mientras les oía hablar sobre el número de campanas que había y el ciclo creativo de los Cinco Elementos. Además, era lógico suponer que en alguna parte había un mecanismo escondido que abriría esa puerta de la que hablaba la Joven Ama pero la habitación estaba completamente vacía salvo por el Bian Zhong de modo que, si no era la música, ¿qué otra cosa podía poner en marcha el mecanismo? Las campanas colgaban de ganchos, luego podían quitarse y ponerse. Pensé también que si el Agua era el elemento principal y había una campana de Agua que sobraba o que, como usted dijo, era la primera de la serie, debía ser la más grande e ir colocada en su punto cardinal, el norte. Si imaginábamos un mapa chino sobre el Bian Zhong, el sur quedaba arriba, el oeste y el este a los lados y el norte abajo. La campana grande debía ir en el centro de la fila inferior. Esto y lo que ustedes decían sobre el número de campanas de cada Elemento y el orden del ciclo creativo fue lo que me dio la idea, maestro Jade Rojo.

Me había quedado boquiabierta. No podía creer lo que acababa de oír. Biao tenía una inteligencia extraordinaria y una maravillosa capacidad de análisis y deducción. Ese niño no podía volver al orfanato del padre Castrillo para terminar aprendiendo el oficio de carpintero, zapatero o sastre. Debía estudiar y aprovechar esas cualidades excepcionales para labrarse un buen futuro. De repente, tuve una idea magnífica: ¿por qué no le adoptaba Lao Jiang? El anticuario no tenía hijos que heredaran su negocio ni que pudieran cumplir con los ritos funerarios en su honor el día que él muriese. Era un tema muy delicado y, tal y como estaba de irritable últimamente, mejor no decirle nada por el momento pero, en cuanto saliésemos del mausoleo con los bolsillos llenos de dinero, hablaría con él para ver si la idea le parecía tan buena como a mí o si, por el contrario, la juzgaba ofensiva y me mandaba a ocuparme de mis asuntos. En cualquier caso, lo que estaba claro como el agua era que de ninguna de las maneras volvería Biao al orfanato.

Tras recoger nuestras bolsas nos dispusimos a cruzar el umbral abierto por la pared del Bian Zhong. Lao Jiang sacó de nuevo su yesquero y prendió la antorcha, colocándose en primer lugar. Yo iba detrás de él, protegiendo con el cuerpo a la tonta de mi sobrina y al niño, que caminaba junto al maestro. No sabía con qué podíamos encontrarnos detrás del muro aunque hasta entonces no habíamos tenido más sorpresas desagradables de las esperadas. Sin embargo, y por una vez, acerté con mis temores: oí una exclamación del anticuario y vi que se echaba hacia atrás y que iba a caer sobre mí. Por instinto, retrocedí apresuradamente chocando con Fernanda, que chocó a su vez con Biao y éste con el maestro Rojo.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Cuando Lao Jiang, que había mantenido el equilibrio de milagro, se giró para mirarnos, descubrí unas cosas negras que se movían por la orilla de su túnica y que subían a toda velocidad entre sus pliegues. ¿Cucarachas…? Sentí un asco de morirme.

– Escarabajos -aclaró el maestro Rojo.

– Hay de todo -precisó Lao Jiang sacudiéndose la ropa. Aquellas cosas negras con patitas cayeron al suelo y se movieron-. No he podido fijarme bien porque me he alarmado al ver las paredes y el suelo cubiertos de insectos pero hay miles de ellos, millones; escarabajos, hormigas, cucarachas… No se distingue la trampilla.

Mi sobrina soltó una exclamación de terror.

– ¿Pican? -preguntó muerta de miedo, tapándose la boca con la mano.

– No lo sé, no creo -respondió Lao Jiang girándose de nuevo hacia la habitación y alargando el brazo con la antorcha para iluminar el interior. No podía pensar siquiera en asomarme. Es más, no podría entrar allí aunque fuera el último lugar del mundo tras una catástrofe universal.

– Pues vamos -dijo Biao caminando hacia donde estaba Lao Jiang.

Los tres hombres se asomaron y les vimos poner cara de sorpresa.

– ¡Está infestado! -exclamó el maestro-. La luz les hace moverse. ¡Miren cómo vuelan y cómo caen del techo!

– No podremos encontrar la trampilla -afirmó el niño sacudiéndose los bichos de los brazos de la chaqueta. Lao Jiang y el maestro se pasaban las manos por la cara.

– Yo la buscaré. Cuando la encuentre les llamaré.

– Lo siento, Lao Jiang, yo no puedo entrar ahí -le dije.

– Pues quédese. Haga lo que le plazca -repuso groseramente desapareciendo tras el muro. Me quedé de una pieza.

– Tía, ¿qué vamos a hacer nosotras? -Mi sobrina me miraba con ojos de angustia.

Me sentí tentada a darle una respuesta parecida a la que me acababa de soltar a mí el anticuario (aún estaba muy enfadada con ella por haberme desobedecido) pero me dio pena y no pude hacerlo. El miedo nos hermanaba y, además, comprendía su agobio. Pero si de miedo se trataba había que superarlo, me dije, había que enfrentarse a él. No quería que mi sobrina heredara mi neurastenia.

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