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Ambos niños regresaron calados por la lluvia y la atlética Fernanda llevaba barro hasta en las orejas. Quién me hubiera dicho dos meses atrás, con lo remilgada, estirada y cursi que era, que mi sobrina acabaría convertida en una joven espléndida, deportista y sucia. El cambio de Fernanda había sido espectacular y, sólo por el gusto de molestar un poco, hubiera dado cualquier cosa porque mi madre y mi pobre hermana hubieran podido verla en aquel momento.

Aquella fue una noche rara. Algo me despertó de madrugada y no supe qué era hasta que estuve completamente despejada: había dejado de llover. El silencio que envolvía la casa era completo, como si la naturaleza, agotada, hubiera decidido sumirse en un tranquilo reposo. Estaba tan espabilada que no creí posible poder volver a dormirme, así que me levanté sigilosamente para no molestar a Fernanda, me envolví en la manta porque hacía mucho frío y salí al patio con la intención de sentarme un rato a mirar el cielo. Pero, cuál no sería mi sorpresa al ver salir a Biao de la iluminada habitación de estudio de Lao Jiang con un farolillo en la mano y dirigirse hacia las escaleras con paso adormilado.

– ¿Adonde vas, Biao? -susurré.

El niño dio un brinco y miró en todas direcciones con cara de susto.

– Aquí abajo -le indiqué.

– ¿Tai-tai ? -preguntó, temeroso.

– ¡Pues claro! ¿Quién iba a ser? ¿Qué haces despierto a estas horas?

– Lao Jiang me llamó. Me ha pedido que la despierte y le pida que suba a verle.

– ¿Ahora? -me sorprendí. Como pronto, debían de ser las dos o las tres de la madrugada. Algo había sucedido y la única explicación posible era que el anticuario había encontrado algo importante en sus nuevas lecturas.

Pequeño Tigre me esperó arriba alzando el farol hasta que llegué a su lado chapoteando con las sandalias sobre los escalones mojados y, luego, me iluminó el camino hasta la habitación de estudio. Me asomé con cautela para mirar lo que estaba haciendo el anticuario y le vi, a la luz de las velas, leyendo con absoluta concentración. Ni siquiera se dio cuenta de que yo entraba en el cuarto y me colocaba a su espalda. Sólo cuando, aterida, me abrigué más estrechamente con la manta, levantó la cabeza y se giró sobresaltado.

– ¡Elvira! ¡Qué rapidez! Me alegro de que haya venido tan pronto.

– Ya me había despertado el silencio antes de encontrarme con Biao. Y usted, ¿por qué no se ha acostado?

Pero no me respondió. Su cara expresaba una gran agitación contenida.

– Permítame que le lea algo, por favor -solicitó, invitándome con un gesto a tomar asiento.

– ¿Ha encontrado un dato importante?

– He encontrado la solución -dejó escapar con una risa nerviosa, acercando una de las muchas velas que había sobre la mesa al libro que tenía delante. Biao trajo un taburete, lo puso junto a Lao Jiang y se retiró a una esquina de la habitación; me senté con el estómago encogido-. Este libro es una joya bibliográfica que alcanzaría un precio exorbitante en el mercado. Se titula Los verdaderos fundamentos secretos del reino de lo puro elevado y lo escribió un tal maestro Hsien durante el reinado del cuarto emperador Ming, a mediados del siglo xv.

– ¡Dígame ya la solución al enigma del abad! -proferí, impaciente.

– Su querida Ming T'ien le ha estado diciendo la verdad. Este libro sólo tiene cuatro capítulos y estoy seguro de que puede adivinar cómo se llaman.

– ¿«Felicidad», «Longevidad», «Paz» y «Salud»? -aventuré.

Lao Jiang se rió.

– No. No hubiera usted pasado la prueba.

– ¿«Felicidad», «Longevidad», «Salud» y «Paz»?

– Exactamente -aprobó-. Le haré un resumen: según el maestro Hsien, los taoístas deben ser, en primer lugar, personas felices, de manera que su felicidad les lleve a desear una larga vida que les permita disfrutar mucho tiempo de ese bienestar y esa satisfacción que han conseguido. Mediante las técnicas taoístas para la longevidad, alguna de las cuales usted ya conoce, obtienen, al mismo tiempo, una buena salud, algo muy importante porque sin salud resulta imposible ser feliz. Por lo tanto, cuando son felices y saben que, gracias a su diario trabajo desarrollando ciertas cualidades físicas y mentales, van a gozar de una larga vida llena de salud, entonces, y sólo entonces, aspiran a la paz, una paz interior que les permitirá cultivar las virtudes taoístas del Wu wei.

– ¿Wu wei?

– «Inacción». Es un concepto difícil para ustedes, los occidentales. Significa no actuar frente a las situaciones de la vida. -Se pasó los dedos con suavidad por la frente buscando la forma de explicarme algo tan simple como la holgazanería-. Wu wei no significa pasividad, aunque a usted pueda parecérselo ahora. El sabio taoísta, como tiene la mente en paz, permite que las cosas discurran por sí mismas, sin interferir en los acontecimientos. Al renunciar al uso de la fuerza, a las emociones agitadas, a la ambición por las cosas materiales, descubre que intentar imponerse al destino es como remover el agua de una charca y enfangarla. Si, por el contrario, su acción consiste en no removerla, en dejarla como estaba, el agua permanecerá limpia o se limpiará por sí sola. La inacción del Wu wei no implica no actuar sino hacerlo siempre bajo el signo de la moderación del Tao, retirándose discretamente una vez que se ha terminado el trabajo.

– Eso de la moderación, ¿lo ha añadido usted de su cosecha por alguna razón?

Me observó divertido y movió la cabeza.

– Su desconfianza llega a extremos sorprendentes, Chang Cheng -dijo utilizando el sobrenombre que me había dado la Montaña Misteriosa. ¿Cómo se había enterado del mote, encerrado todo el día como estaba en la habitación de estudio?-. Lo dice el Tao te king, ya lo sabe, en un hermoso fragmento que se le ofreció como regalo. En fin, deberíamos mandar aviso al abad y pedirle que nos reciba para comprobar si hemos acertado.

– ¿Sabe la hora que es? -me escandalicé, descubriendo en ese momento que el control de las emociones y el Wu wei no entrarían nunca a formar parte de mi vida.

– Está a punto de amanecer -repuso-. Hace horas que el abad debe de estar celebrando las ceremonias matinales del monasterio.

– Mi sentido del tiempo está muy alterado desde que llegué a Wudang -admití con resignación-. Esas horas dobles con nombres de animales me confunden.

– Ésas son las auténticas horas chinas. Sólo han dejado de utilizarse en los territorios ocupados por ustedes, los occidentales -replicó Lao Jiang poniéndose en pie-. Biao, acércate al Palacio de las Nubes Púrpuras y pide una audiencia con el abad. Di que hemos resuelto el enigma.

– Quizá debería visitar a Ming T'ien y confirmar los dos últimos ideogramas antes de hablar con el abad -propuse.

– Hágalo -convino, disimulando un bostezo-. Creo que puedo irme a dormir un rato con la satisfacción de haber resuelto el enigma. No lo hubiera conseguido sin su ayuda. Me alegro de que me animara a dejar el Feng Shui y a buscar en los textos taoístas de Wudang. Pronto tendremos el tercer y último fragmento del jiance.

Sorprendentemente, mi sobrina Fernanda recibió la noticia con absoluta indiferencia. En el fondo, su transformación había sido sólo de intereses:

– Entonces, ¿nos marcharemos pronto de Wudang? -preguntó frunciendo el ceño-. No quisiera dejar mis clases en este momento.

Mientras desayunábamos en el comedor, un sol agobiado entre gruesas capas de nubes luchaba por abrirse paso en aquella primera mañana sin lluvia.

– Biao y yo podríamos quedarnos aquí -propuso, terca. Al niño se le iluminaron los ojos pero no se atrevió a decir esta boca es mía. Había vuelto hacía sólo unos minutos del palacio del abad con la noticia de que un servidor vendría a buscarnos a la hora de la Serpiente [40] para acompañarnos a la audiencia.

– Tú vendrás conmigo adonde yo vaya, Fernanda -declaré, armándome de paciencia. Fui yo quien quiso que se quedara en Shanghai con el padre Castrillo para no exponerla a peligros innecesarios y fue ella la que se empeñó en no separarse de mí y ahora estaba dispuesta a verme marchar con Lao Jiang y los soldados con tal de no abandonar Wudang-. ¿Cómo voy a dejarte sola en este monasterio taoísta, perdido en el interior de la China?

– Pues no sé por qué no, tía. Aquí estamos más seguros que en cualquier otra parte y Biao y yo no somos necesarios para encontrar la tumba de ese dichoso emperador Ti Huang… lo que sea.

– Se terminó la cuestión, Fernanda -ordené, levantando una mano en el aire-. No permitiré que te quedes aquí. Vete a tus clases ahora pero regresa en cuanto el niño vaya a buscarte.

No se lo pensó dos veces y, sin terminar su desayuno, salió a grandes zancadas de la habitación. Lao Jiang apareció en ese momento con cara de sueño. Aquella mañana había sido la primera que yo había hecho sola mis ejercicios taichi y, aunque los errores se habían sucedido uno tras otro, había disfrutado de una magnífica soledad frente a las serenas montañas.

– Ni hao -saludó el anticuario-. ¿Qué novedades tenemos?

– Dentro de una hora… de una hora occidental quiero decir, vendrá un sirviente del abad para acompañarnos al Palacio de las Nubes Púrpuras.

– ¡Ah, perfecto! -exclamó con gran satisfacción, sentándose a desayunar-. ¿No quería usted visitar antes a Ming T'ien?

– Ya nos marchábamos, ¿verdad, Biao? -repuse, levantándome. No estaba muy segura de que la anciana monja estuviera tan temprano en su cojín de satén pero había que intentarlo. Podía ser la última vez que la viera.

Caminamos por las avenidas de piedra, aún húmedas, dejando en el aire nubes de vaho que salían de nuestras bocas. Monjes vestidos con largas túnicas negras se esforzaban por barrer los corredores, puentes, patios, palacios y escalinatas de Wudang para quitar el barro acumulado. El frío revitalizaba el cuerpo y las imágenes que se ofrecían ante mis ojos eran, tras tantos días de lluvia, una auténtica embriaguez para los sentidos. Al pasar por un camino que daba a un acantilado, vimos una alfombra de nubes blancas varios cientos de metros por debajo de nosotros. El templo de Ming T'ien se distinguía a lo lejos, tras un puente, construido en una ladera. Wudang era tan grande que sus paisajes cambiaban cada día sin que te dieras cuenta. Era una ciudad, una ciudad misteriosa donde la paz entraba en los pulmones junto con el aire puro. En el fondo, mi sobrina tenía razón; no me hubiera importado quedarme algún tiempo allí para reflexionar tranquilamente sobre las cosas que había visto y oído pero, ante todo, para recapacitar sobre las que había aprendido quizá demasiado rápidamente y con exagerados prejuicios y prevenciones por mi parte.

[40] Entre las 9.00 y las 10.59 h.


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