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En ese momento, el corazón me dio un vuelco de alegría al divisar la diminuta figura de la anciana sentada en el portal.

– ¡Vamos! -urgí a Biao y ambos aceleramos el paso.

Al llegar frente a ella, y para mi sorpresa, Ming T'ien nos recibió con una buena reprimenda.

– ¿Por qué vas siempre corriendo de un lado para otro? -me espetó a bocajarro, muy enfadada. El tono suave de Biao al traducir su pregunta distaba mucho de la voz malhumorada con la que ella me hablaba.

– Perdón, Ming T'ien -repuse haciendo una inútil reverencia con las manos unidas a la altura de la frente-. Hoy es un día muy especial y tenemos un poco de prisa.

– ¿Y qué importa eso? ¿Acaso crees que esas esculturas de tortugas que adornan todo el monasterio están puestas sólo para decorar? Aprende de una vez que la tortuga posee la longevidad porque se conduce de manera pausada. Actuar precipitadamente acorta la vida. Repítelo.

– Actuar precipitadamente acorta la vida -repetí en chino.

– Así me gusta -declaró exhibiendo una gran sonrisa-. Quiero que recuerdes este pensamiento cuando estés muy lejos de aquí, Chang Cheng, ¿lo harás?

– Lo haré, Ming T'ien -le prometí, no muy convencida.

– Bien. Me das una gran alegría. -Sus ojos blanquecinos se giraron de nuevo hacia las montañas-. Siento que ya no tengamos otra oportunidad de volver a hablar, pero me gusta que hayas venido a despedirte.

¿Cómo sabía ella…?

– Deberías estar camino del Palacio de las Nubes Púrpuras -añadió-. El pequeño Xu os recibirá dentro de poco.

– ¿El pequeño Xu? -pregunté. No podía estar hablando de Xu Benshan, el gran abad de Wudang. ¿O sí?

Ella se rió.

– Aún recuerdo el día que llegó a estas montañas -me explicó-. Al igual que yo, nunca ha vuelto a salir de aquí, ni lo hará.

Pero ¿cómo sabía ella todo eso?, ¿cómo sabía que habíamos resuelto el enigma?, ¿cómo sabía que teníamos una audiencia con el abad?

– No quisiera que llegaras tarde, Chang Cheng -dijo adoptando nuevamente el tono de amonestación con el que nos había recibido-. Sé que necesitas confirmar el orden de los ideogramas, así que, dime, ¿cuál es el resultado correcto?

– «Felicidad», «Longevidad», «Salud» y «Paz».

Ella sonrió.

– Ve, anda -dijo agitando su mano huesuda como si estuviera espantando una mosca-. Tu destino te espera.

– Pero ¿es correcto? -pregunté, insegura.

– ¡Claro que es correcto! -se enfadó-. ¡Y márchate ya! Empiezo a estar cansada.

Biao y yo dimos media vuelta y comenzamos a alejarnos de ella. Una gran tristeza me invadía. Me hubiera gustado quedarme allí, aprender más de Ming T'ien.

– ¡Acuérdate de mí cuando llegues a mi edad! -exclamó y, luego, la oí reír. Me volví para mirarla y levanté la mano a modo de despedida aunque sabía que no podía verme. Valía la pena acortarse un poco la vida y salir corriendo antes de que las lágrimas me impidieran ver el camino. «Acuérdate de mí cuando llegues a mi edad», había dicho. Sonreí. ¿Pretendía decirme que llegaría, como ella, a los ciento doce años…? En ese caso moriría, ni más ni menos, que en el lejanísimo 1992, casi a finales del siglo que acababa de comenzar. Llegué a la casa riendo todavía y seguía haciéndolo cuando, acompañados por un sirviente ricamente ataviado, iniciamos el camino hacia el gran palacio del «pequeño Xu».

El imperial Palacio de las Nubes Púrpuras aún me impresionó más que la primera vez que lo vi, el día de nuestra llegada bajo la lluvia. El cielo seguía cubierto, plomizo, pero afortunadamente no cayó ni una sola gota mientras atravesábamos el gran puente sobre el foso y ascendíamos por las grandiosas escalinatas que salvaban las tres alturas del edificio. El abad nos recibió, de nuevo, en el Pabellón de los Libros, al fondo del cual nos esperaba sentado con gran dignidad, flanqueado por los miles de jiances hechos con tablillas de bambú que se apilaban, enrollados, unos sobre otros a cada lado de la sala y que ahora estaban iluminados por la luz que entraba a través de las ventanas cubiertas con papel de arroz. No había antorchas, ni fuego; sólo cuatro grandes losas de piedra colocadas delante del abad mostrándonos su lisa parte posterior.

Cuando, después de avanzar con los pasos cortos protocolarios, llegamos al límite de la proximidad permitida, los monjes que nos acompañaban se retiraron con una profunda reverencia. Volví a fijarme en las inmensas plataformas de los zapatos de terciopelo negro del abad, aunque ahora, con luz natural, llamaba más mi atención el brillo de la seda azul de su túnica.

– ¿Tenéis buenas noticias? -nos preguntó Xu Benshan con voz suave.

– ¡Como si no supiera que sí! -farfullé en voz baja mientras Lao Jiang daba un paso adelante hacia las losas de piedra y, señalándolas con un dedo, decía:

– «Felicidad», «Longevidad», «Salud» y «Paz».

El «pequeño Xu» asintió satisfecho con la cabeza e introdujo su mano derecha en la amplia manga izquierda de su túnica. A mí el corazón se me desbocó cuando le vi sacar un rollo de viejas tablillas sujetadas con un cordón de seda verde. Era nuestro tercer fragmento del jiance.

Ceremoniosamente, el abad se incorporó y descendió los tres escalones que le separaban de las piedras al tiempo que dos monjes vestidos de púrpura giraban las losas para que comprobásemos el resultado. Allí estaban, por orden, el ideograma fu, «felicidad», el de las fechas y los cuadrados; luego shou, «longevidad», con sus múltiples rayas horizontales; después, k'ang, «salud», con su hombrecillo atravesado por un tridente; y, por último, an, «paz», cuyo protagonista bailaba el foxtrot.

El abad atravesó la línea de las losas y, con el brazo extendido, hizo entrega a Lao Jiang del último fragmento del jiance escrito por el arquitecto e ingeniero Sai Wu más de dos mil años atrás. Visto tan de cerca, Xu Benshan parecía muy joven, casi un niño, pero mis ojos se apartaron de él para seguir al jiance desde su mano hasta las de Lao Jiang. Ya era nuestro. Ahora sabríamos cómo encontrar la tumba del Primer Emperador.

– Gracias, abad -escuché decir al anticuario.

– Sigan disfrutando de nuestra hospitalidad todo el tiempo que deseen. Empieza para ustedes la parte más difícil de su viaje. No duden en pedirnos cualquier cosa que necesiten.

Hicimos nuevamente una profunda reverencia de agradecimiento y, mientras el abad se quedaba allí, mirándonos, Lao Jiang, Biao y yo emprendimos, conteniendo a duras penas la impaciencia, el interminable y lento camino hacia el exterior del palacio para poder examinar nuestro ansiado trofeo. ¡Al fin teníamos el tercer fragmento! Y, por lo que veía de reojo, era idéntico a los dos que ya obraban en nuestro poder.

– Esperaremos a estar en la casa antes de abrirlo -dijo Lao Jiang, levantando victoriosamente en el aire la mano con las tablillas-. Quiero unirlo a los otros fragmentos para hacer una lectura completa.

– Biao -exclamé llena de júbilo-. Ve a buscar a Fernanda y volved los dos sin perder un minuto.

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