– Pues tú misma te has dado la respuesta -repuso Ming T'ien cuando le resumí mis cavilaciones-. Cuando eres feliz, anhelas la longevidad, porque una vida larga te permite disfrutar más tiempo de esa felicidad que has alcanzado. Yo tengo ciento doce años y he sido feliz desde que emprendí la senda del Tao hace ya más de cien.
¡Por el amor del Cielo! Pero ¿qué estaba diciendo aquella mujer? Por un momento, sentí que le perdía todo el respeto.
– Seguro que tú piensas mucho en la muerte -añadió.
– ¿Por qué estás tan segura? -repliqué desafiante, conteniendo a duras penas el enfado.
Ella soltó una risita pueril que me exasperó. No quise mirar a Biao para que el niño no creyera que le estaba dando vela en aquel entierro.
– Ahora, vete -ordenó Ming T'ien en ese momento-. Estoy cansada de tanto hablar.
Debía de ser costumbre nacional terminar las conversaciones de forma tan abrupta (con lo ceremoniosos que somos los occidentales para despedirnos quedando bien), así que lo mejor era acostumbrarse a esos jarros de agua fría que usaban para echarte de los templos, palacios y cuevas de Wudang. No valía la pena tomárselo a mal. Recogí mi palmo de narices y me incorporé para marcharme.
– ¿Puedo volver a visitarte? -le pregunté.
– Tendrás que hacerlo, al menos, una vez más, ¿no es cierto? -repuso, cerrando sus malogrados ojos y adoptando, como el maestro Tzau, aquella actitud de silenciosa e impenetrable concentración que parecía indicar que ya no estaba allí.
Me quedé de piedra. ¿Sabía Ming T'ien por qué la visitaba y por qué le hacía aquellas preguntas sobre los objetivos de los taoístas de Wudang? Si era así, la cosa se complicaba. Yo, que creía estar consiguiendo una información importantísima de una fuente tan discreta y acertada, resulta que había sido descubierta. Entonces, ¿por qué no darme directamente la solución completa? ¿Por qué Ming T'ien se empeñaba en facilitarme sólo uno de los ideogramas en cada conversación? Aquello era una manera de prolongar innecesariamente nuestra estancia en Wudang, aunque también era cierto que, con aquellas lluvias, salir de allí resultaba un tanto arriesgado. Bueno, arriesgado sí, pero no imposible, de modo que dosificar la información sólo nos hacía perder el tiempo. Tenía que decírselo a Lao Jiang.
Pero cuando se lo conté, sentados ambos en la habitación de estudio, el anticuario no mostró demasiado interés. Nunca había sentido una gran fe por Ming T'ien. Él quería pruebas tangibles e irrefutables, y por eso seguía empecinado en leer antiguos volúmenes taoístas escritos en la época del Primer Emperador -como aquél sobre Feng Shui que hablaba acerca de la armonía de los seres vivos con las energías de la tierra-. Mi preocupación no le afectó, como tampoco mi alegría por haber conseguido el segundo ideograma del acertijo del abad. Le parecía muy lógica la conclusión y estaba de acuerdo en que podíamos tener ya la mitad del problema resuelto: primero la felicidad y luego la longevidad, pero nada de lo que había leído había corroborado todavía la exactitud de tales suposiciones, así que continuaba escéptico.
– Y, ¿no le parecería más lógico -le pregunté- leer libros escritos por monjes que vivieron en este monasterio y que, en algún momento, pudieron mencionar los objetivos de sus vidas?
– Cree que utilizo un criterio equivocado en mis lecturas, ¿no es cierto?
– No, Lao Jiang, creo que debería ampliarlo. Si usted lee obras sobre Feng Shui será por algo, pero dudo que pueda encontrar ahí lo que buscamos.
– ¿Quiere saber por qué lo hago? -replicó con sorna-. Pues verá, el Primer Emperador creía en el K'an-yu tanto como cualquier chino que se precie. Todos los hijos de Han, pero sobre todo los taoístas, pensamos que hay que vivir en armonía con el entorno y con las energías del universo y, por eso, estamos convencidos de que, según el lugar donde construyamos nuestra casa o coloquemos nuestra tumba, las cosas nos irán bien o mal. La salud, la longevidad, la paz y la felicidad dependerán en buena medida de nuestra relación con las energías que tenga el lugar elegido para vivir y con las que circulen por el interior de nuestra casa, nuestro negocio o nuestra tumba, porque también los muertos necesitan ser enterrados en un lugar con energías beneficiosas para que su existencia en el más allá sea feliz y plácida. ¿Cómo cree que se construyeron todos estos templos y palacios de Wudang? Antiguos maestros geománticos estudiaron la montaña minuciosamente para encontrar las mejores ubicaciones.
¡Ahora lo entendía! El Feng Shui era la razón por la cual, desde que había llegado a China, todas las edificaciones me habían parecido tan exquisitamente armoniosas. Lo increíble era que hubiera una ciencia milenaria dedicada sólo a eso. Los celestes eran muy peculiares, desde luego, pero esas rarezas les habían acercado a la belleza de una manera desconocida para nosotros, los occidentales. ¿Sería también ése el motivo de que sus muebles estuvieran dispuestos siempre simétricamente en las habitaciones?
– Sin embargo, aún hay otra razón para estudiar estos antiguos libros de Feng Shui -siguió diciendo Lao Jiang-. El Primer Emperador tenía un auténtico ejército de maestros geománticos trabajando para él. Según dice Sima Qian -y puso la mano sobre el volumen que me había estado leyendo a mediodía-, todos sus palacios, que eran muchos, se construyeron conforme a las leyes del Feng Shui y es evidente que su tumba también. Como los emplazamientos correctos presentan unas características fácilmente reconocibles a simple vista, he creído que deberíamos tener claras ciertas nociones de Feng Shui para cuando llegue el momento de localizar el monte Li y el mausoleo.
– Pero eso ya nos lo dirá el tercer fragmento del jiance.
– ¿Y si no lo conseguimos? -farfulló-. Podemos equivocarnos en la combinación de los ideogramas, ¿no lo ha pensado? Tiene usted tanta fe en esa anciana, Ming T'ien, que ni se le pasa por la cabeza que podamos fallar. -Se recogió el borde de la túnica en un pliegue sobre las rodillas y suspiró-. De todas formas, voy a hacerle caso. Como el sirviente que me trae los libros no tardará en venir, le pediré que se lleve todos estos volúmenes de Feng Shui y que me traiga obras escritas por los monjes de Wudang.
Biao y yo teníamos algo de tiempo libre hasta la hora de la cena, así que le pedí al niño que posara para mí y le hice un retrato rápido que le dejó fascinado. No me salió todo lo bien que hubiera deseado, entre otras cosas porque la luz era pésima y, sobre todo, porque el niño no paraba de resoplar, rascarse las orejas o la cabeza, acercarse a mirar y hacerme preguntas.
– Me gustaría aprender a dibujar, tai-tai -comentó girando la cabeza hacia la puerta por donde entraba la luz.
– Tendrás que estudiar mucho -le advertí mientras dejaba que mi muñeca oscilara para bosquejar las crenchas de su pelo-. Díselo al padre Castrillo cuando regresemos a Shanghai.
Él me miró, preocupado.
– Pero…, ¡si no quiero volver al orfanato nunca más!
– ¿Qué tonterías estás diciendo?
– No me gusta el orfanato -rezongó-. Además, soy chino y tengo que aprender las cosas de aquí, no las de los Yang-kwei.
– No me gusta que utilices esa expresión, Biao -protesté; el orgulloso nacionalismo de Lao Jiang estaba dando también sus frutos en el niño-. Creo que ni Fernanda ni yo merecemos que nos llames «diablos extranjeros». Que yo recuerde, no te hemos ofendido en nada.
Él se azaró.
– No hablaba de ustedes, tai-tai, hablaba de los agustinos del orfanato.
Preferí cambiar de tema y continuar dibujando.
– Por cierto, Biao, ¿y tu familia? Nunca te he preguntado por ella.
La cara de Biao se contrajo en una mueca extraña y comenzó a mordisquearse el labio inferior con nerviosismo.
– Discúlpame -le rogué-. No tienes que contarme nada. -Su cuerpo larguirucho parecía querer encogerse hasta desaparecer.
– Mi abuela murió cuando yo tenía ocho años -empezó a explicar con la mirada fija en la puerta-. Yo nací en Chengdú, en la provincia de Sichuan. A mis padres y hermanos los mataron durante los disturbios de 1911, cuando el doctor Sun Yatsen derrocó al emperador. Los vecinos nos quitaron las tierras y expulsaron a mi abuela, que consiguió salvarme escondiéndome en una cesta de ropa y embarcando de noche en un sampán hacia Shanghai. Vivíamos en el Pudong. Mi abuela pedía limosna y yo, en cuanto aprendí a caminar…
Se detuvo unos instantes, inseguro. No podía imaginar lo que iba a decir a continuación pero la mano con la sanguina se me quedó flotando en el aire sobre la libreta de dibujo.
– Bueno, como todos los niños del Pudong, en cuanto aprendí a caminar… tuve que trabajar para la Banda Verde, para Surcos Huang -murmuró-. Fui uno de sus correos hasta que el padre Castrillo me encontró.
No podía creer lo que estaba oyendo. De hecho, fui incapaz de articular una sola palabra. ¿Qué vida había llevado aquel niño?
– Esperábamos en el callejón que hay detrás de la casa de té [39] donde Huang hace sus negocios -siguió contando-. Cuando necesitaba enviar o recoger algo, nos llamaban. Pagaba bien y era divertido. Pero mi abuela se murió y, un día, cuando tenía diez años, me crucé con un extranjero muy grande que me preguntó dónde vivía y si estaba solo. Le respondí y, entonces, me cogió de un brazo y me llevó a rastras por todo Shanghai hasta el orfanato de los agustinos españoles. Era el padre Castrillo.
Imágenes de Biao saltando como un mono sobre los sicarios de la Banda Verde en los jardines Yuyuan cruzaron rápidamente por mi cabeza, como si este recuerdo significara algo importante en la historia del niño. Pobre Pequeño Tigre, pensé. Qué vida tan difícil.
– No te avergüences de haber trabajado para la Banda Verde -le dije con una sonrisa-. Todos hemos hecho cosas que nos duele recordar pero lo mejor es seguir adelante y no volver a cometer los mismos errores.
– ¿Se lo dirá a Lao Jiang? -quiso saber, preocupado.
– No, no le diré nada a nadie.
Los sirvientes con los platos de la cena aparecieron poco después de que hubiese terminado de trazar los grandes ojos de Pequeño Tigre, que ya no volvió a despegar los labios mientras siguió posando. Cuando le enseñé el dibujo se entusiasmó. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que mi sobrina no había regresado y de que no sólo era la hora de cenar sino que afuera ya estaba oscuro como la boca de un lobo. Le regalé a Biao el dibujo, que cogió y guardó con una gran sonrisa de satisfacción, y le mandé a buscar a la niña. Si continuábamos en Wudang iba a tener que hablar con sus profesores para que la hicieran volver a una hora correcta porque estaba claro que ella no encontraba el momento de abandonar sus estupendos ejercicios.