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Era una pregunta extraña, especialmente por el tono con el que me la había formulado. Pero todo era raro en aquella Montaña Misteriosa y yo tenía muy clara mi respuesta.

– Las armas sí, Lao Jiang -repuse, dirigiéndome hacia el comedor; me había dado cuenta de que estaba hambrienta-, pero no los libros. Las armas matan. Recuerde nuestra reciente guerra en Europa. Los libros, por el contrario, alimentan nuestras mentes y nos hacen libres.

– Pero muchas de esas mentes caen en las redes de ideas peligrosas.

Suspiré.

– Bueno, así es el mundo. Siempre podemos intentar mejorarlo sin destruir ni matar. Me sorprende que un taoísta como usted que perdonó la vida a los sicarios de la Banda Verde en los jardines Yuyuan de Shanghai, me esté diciendo estas cosas.

– Yo no defiendo las armas ni la muerte -repuso él, tomando asiento frente a mí que me había colocado ante mis apetitosos cuencos de comida fría; Biao se había retirado con los suyos a un rincón y los de Fernanda, naturalmente, no estaban-. Sólo digo que debemos impedir que las viejas ideas ahoguen a las nuevas, que el mundo cambia y evoluciona y que volver al pasado nunca ha hecho grande a una nación.

– Mire, ¿sabe qué? -repuse llevándome a la boca un poco de arroz-, no me gustan ni la política ni los grandes discursos. ¿Por qué no me cuenta esas buenas noticias que quería darme cuando he llegado?

Su rostro se iluminó.

– Tiene razón. Le pido disculpas. Voy a traer el libro y, mientras usted come, le leeré lo que he encontrado.

– Sí, vaya, por favor… -le animé engullendo mis verduras con verdadero apetito. Pero su ausencia no duró mucho, apenas unos minutos. Pronto le tenía sentado nuevamente frente a mí con un antiguo volumen chino desplegado sobre las piernas.

– ¿Recuerda que le hablé en cierta ocasión de Sima Qian, el historiador chino más importante de todos los tiempos?

Hice un gesto vago que no quería decir nada porque eso era exactamente lo que recordaba: nada.

– Cuando íbamos en la barcaza por el río Yangtsé -continuó él, imperturbable-, le conté que Sima Qian, en su libro Memorias históricas, afirmaba que todos cuantos habían participado en la construcción del mausoleo del Primer Emperador habían muerto con él. ¿Lo recuerda?

Afirmé con la cabeza y seguí comiendo.

– Pues ésta es una maravillosa copia del llamado Shiji, Memorias históricas, de Sima Qian, escrito hace más de dos mil años, poco después de la muerte del Primer Emperador. Estaba seguro de que en Wudang debía de haber un ejemplar. No hay muchos, no crea. Éste valdrá una verdadera fortuna -ahora hablaba como comerciante, sin duda-. Pedí el libro porque quería estar seguro de los datos que daba el cronista sobre la tumba, ya que es la única fuente documental que existe sobre ella, y escuche lo que he encontrado en la sección llamada Anales Básicos. -Suspiró profundamente y empezó a leer-: «En el noveno mes fue enterrado el Primer Augusto Emperador cerca del monte Li. Cuando Shi Huang Ti ascendió al trono, comenzó a excavar y a dar forma al monte Li. Más tarde, una vez se hubo apoderado de Todo bajo el Cielo, mandó trasladar allí a más de setecientos mil condenados procedentes de todo el imperio. Se excavó hasta encontrar tres canales subterráneos de agua y se recubrió todo con bronce fundido. Se construyeron réplicas de palacios, pabellones, torres, edificios gubernamentales y de los cien funcionarios, así como instrumentos extraños, joyas y objetos maravillosos para llenar la tumba. A los artesanos se les ordenó la fabricación de arcos y ballestas automáticas, colocados de tal modo que se dispararan si alguien intentaba violar la tumba. Se utilizó mercurio para hacer los cien ríos, el río Amarillo y el Yangtsé, así como los grandes mares, realizándolos de tal manera que parecían fluir y se comunicaban entre ellos.»

A esas alturas, yo había dejado de comer y le escuchaba embobada. ¿Mercurio en grandes cantidades para construir ríos y mares? ¿Réplicas de palacios, torres, soldados, funcionarios, además de instrumentos y objetos maravillosos…? Pero ¿de qué estábamos hablando?

Lao Jiang seguía leyendo:

– «En la parte superior estaba representado todo el Cielo y en la parte inferior la Tierra. Se utilizó aceite de ballena para alumbrar las lámparas calculando la cantidad para que la luz jamás se extinguiera. El Segundo Emperador decretó que las concubinas de su padre que no habían tenido hijos le siguieran a la tumba y murió una multitud de ellas. Luego, un alto dignatario dijo que los artesanos y los obreros que habían construido la tumba e inventado todos aquellos artificios mecánicos sabían demasiado acerca del mausoleo y de los tesoros que escondía y que no se podía estar seguro de su discreción, por lo que, apenas el Primer Emperador fue colocado en la cámara mortuoria rodeado de sus tesoros, se cerraron las puertas interiores y se bajó la exterior, dejando encerrados a todos los que habían trabajado allí. No salió ninguno. Después, sobre el mausoleo se plantaron árboles y se cultivó un prado para que ese lugar tuviera el aspecto de una montaña.»

Levantó los ojos del texto y me observó, triunfante.

– ¿Qué le había dicho? -exclamó-. ¡Es un lugar lleno de tesoros!

– Y de trampas mortales -maticé-. Por lo que dice ese historiador, hay una insospechada cantidad de arcos y ballestas esperando para dispararse automáticamente en cuanto pongamos el pie en el mausoleo, sin contar con esos artificios mecánicos de los que nada sabemos, pensados expresamente para los ladrones de tumbas como nosotros.

– Como siempre, Elvira, su pensamiento negativo va demasiado rápido. ¿Acaso no recuerda que nosotros tenemos el mapa de Sai Wu, el jefe de obras? Lo preparó para su propio hijo, Sai Shi Gu'er, así que ¿duda, acaso, de que en el tercer pedazo del jiance están las soluciones para salir airoso de cualquier trampa que proteja la tumba?

El Viejo Yin de mi Caldero Duradero me impedía confiar ciegamente en las palabras de Lao Jiang. Desasosiego y nerviosismo. ¿No eran ésos los términos que definían mi temperamento, según el I Ching ? Pues no podía quedarme tranquila, confiando en el amor de Sai Wu por su pobre hijo huérfano, después de oír lo de los arcos, las ballestas y los artificios mecánicos. No, señor, no podía. Y, además, aún no teníamos el tercer fragmento del jiance, lo que me recordó que no sería bueno perder más tiempo comiendo si no quería que Ming T'ien se me escapara de nuevo.

– ¿Es ya la hora del Mono? -pregunté en chino, limpiándome los labios con un pañuelo y poniéndome en pie.

El anticuario sonrió.

– Se está convirtiendo usted en una auténtica hija de Han, Elvira.

También yo sonreí.

– Creo que no, señor Jiang. Tratan ustedes demasiado mal a sus mujeres como para que sea una condición deseable. De momento, prefiero seguir siendo europea, pero no niego que su idioma y su cultura están empezando a gustarme.

Pareció ofenderse pero me dio igual. ¿No afirmaba él que el mundo estaba cambiando y que debíamos impedir que las viejas ideas ahogaran a las nuevas? Pues quizá debería aplicar sus grandes pensamientos políticos a la situación desfavorecida de la otra gran mitad de la población de su inmenso país.

– Sí, ya es la hora del Mono -gruñó.

– Gracias -exclamé saliendo a toda prisa por la puerta del comedor en busca de un nuevo par de sandalias-. ¡Biao, vamos!

Me sentía contenta mientras el niño y yo corríamos por las calzadas de piedra y subíamos y bajábamos las interminables escaleras de Wudang cubriéndonos con nuestros paraguas de papel. Sin darme cuenta, le había dicho a Lao Jiang una gran verdad: la cultura china, el arte chino, la lengua china me gustaban muchísimo. Me resultaba imposible mantener la actitud de los extranjeros que habitaban las concesiones internacionales, encerrados siempre en sus pequeños grupos de occidentales sin mezclarse jamás con los nativos, sin aprender su idioma, despreciándolos como ignorantes e inferiores. Aquel largo viaje por un país agonizante dividido entre partidos políticos, imperialistas, mafias y señores de la guerra me estaba aportando tantas cosas que iba a necesitar mucho tiempo para asimilarlas todas y sacarles el partido que merecían.

Pero aún me alegré más cuando, desde la distancia, vi a la anciana y diminuta Ming T'ien sentada en su cojín en el pórtico del templo. Como la última vez, sonreía mirando al vacío, contemplando unas montañas que sus ojos no eran capaces de apreciar y un cielo encapotado y lluvioso que no podía ver. Pero, sin duda, era feliz. Cuando nos oyó llegar, adivinó que éramos nosotros.

– Ni hao, Chang Cheng -dijo con aquella vocecilla rota con la que me había llamado «pobre tonta» la última vez. Sin duda, que ahora me nombrase por mi nuevo apodo de «Gran Muralla» indicaba lo muy rápido que circulaban las noticias por el monasterio.

– Ni hao, Ming T'ien -respondí-. ¿Cómo estás hoy?

– Pues esta mañana me dolían un poco los huesos, pero después de hacer mis ejercicios taichi me he encontrado mucho mejor. Gracias por interesarte por mi salud.

¡Cómo no le iban a doler los huesos! Estaba tan encogida sobre sí misma, tan doblada y retorcida por la edad, que lo extraño era que aún pudiese practicar taichi.

– ¿Recuerdas que te enfadaste conmigo el otro día porque fui tan ignorante que no supe adivinar que lo más importante de la vida es la felicidad?

– Claro.

– ¿Y es la felicidad lo más importante para un taoísta de Wudang?

– Así es.

– Entonces, para un taoísta de Wudang, ¿qué sería lo más importante después de la felicidad?

Ming T'ien, haciendo honor a su nombre [38] , resplandecía de satisfacción ante mis preguntas. Quizá nunca hubiera tenido discípulos y le encantaba la idea o, por el contrario, los había tenido y echaba de menos su antigua condición de maestra, el caso es que su pequeña cara arrugada ya no le permitía sonreír más.

– Imagínate que en este momento eres muy feliz -repuso-. Siéntelo dentro de ti. Eres tan feliz, Chang Cheng, que tu deseo principal sería…

¿Mi deseo principal? ¿Cuál sería mi deseo principal si yo fuera feliz? Sacudí la cabeza con desolación. ¿Qué era ser feliz? No podía reproducir a voluntad un sentimiento que desconocía. Había vivido momentos alegres, apasionados, divertidos, emocionantes, eufóricos… y todos ellos se hubieran podido calificar como felices, pero no tenía ni idea de lo que era exactamente la felicidad. Así como la tristeza y el dolor duraban el tiempo suficiente como para reconocerlos y poder definirlos, la felicidad era tan efímera que no dejaba el rastro necesario para seguirle la pista. Podía imaginar algo parecido si creaba una mezcla de sentimientos (alegría, pasión…) pero hacer eso era remendar un descosido para salir del paso. Bueno, de cualquier modo, si yo fuera muy, muy feliz, lo más probable es que deseara prolongar ese estado el mayor tiempo posible ya que la característica principal de la felicidad era, precisamente, su escasa duración.

[38] Ming T'ien, «Cielo brillante».


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