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– Ahí tiene su respuesta. Su primera figura es ésa, «La Duración».

Miré hacia donde señalaba y esto fue lo que vi:

Todo bajo el Cielo - pic_5.jpg

– Como hay un Viejo Yin en la sexta línea -continuó diciendo-, tiene también una segunda figura, aquella de allá -y señaló en otra dirección-, «El Caldero».

Todo bajo el Cielo - pic_6.jpg

Me quedé absolutamente desconcertada. El asunto del oráculo debía de estar pensado sólo para los chinos porque yo no había entendido nada de nada. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora, dar las gracias al maestro por aquella absurda predicción según la cual un caldero muy firme y permanente era la respuesta a mi pregunta sobre los objetivos de los taoístas de Wudang? El anciano había señalado dos de los peculiares dibujos de la pared, cada uno de ellos compuesto por seis líneas superpuestas, unas continuas y otras partidas por la mitad, con un ideograma chino encima que debía de ser su nombre. Los que a mí me habían correspondido, gracias al baile y manoseo de varillas, eran «La Duración» -dos trazos partidos, tres continuos y, al final, otro más partido- y «El Caldero» -un trazo continuo, otro partido, tres continuos y, el último, partido; es decir que eran idénticos salvo por la raya superior, lo que me llevó a pensar que aquélla debía de ser el Viejo Yin de la sexta línea al que había hecho alusión el brujo y que, por lo tanto, aquellos hexagramas se leían de abajo arriba y no de arriba abajo.

– Usted es una de esas personas -empezó a decirme el viejo- que vive en un estado de permanente desasosiego. Esto le ha traído y le trae grandes infortunios. No es feliz, no tiene paz y no encuentra descanso. «La Duración» habla del trueno y del viento obedeciendo a las leyes perpetuas de la naturaleza, así como de los beneficios de la perseverancia y de tener un sitio adonde ir. Además, el Viejo Yin de la sexta línea indica que su perseverancia se ve alterada por su desasosiego y que su mente y su espíritu sufren mucho por su nerviosismo. Sin embargo, «El Caldero» le informa de que, si usted rectifica su actitud, si actúa siempre y en todo con moderación, su destino la llevará a encontrar el significado de su vida y a seguir el camino correcto en el que obtendrá gran ventura y éxito.

No era exactamente la respuesta a mi pregunta pero se acercaba mucho a una descripción bastante buena de mí misma así que, igual que los ríos se desbordan bajo las lluvias torrenciales, yo empecé a sulfurarme lenta pero imparablemente por esa manía china de hacerte un examen médico del alma y cantarte La Traviata con el propósito de que hicieras no sé cuántos cambios en tu personalidad por no sé qué extrañas razones. Era verdad que detrás de sus sentencias no se ocultaba esa cargante moralina cristiana en la que me había criado, pero tenía demasiado orgullo para aceptar que cualquier celeste de pelo blanco se sintiera autorizado a decirme lo que me pasaba y lo que sería bueno que hiciera. ¡No se lo había consentido jamás a mi familia y no se lo iba a consentir ahora a unos extraños de otro país que, encima, comían con palillos! Pero el maestro Tzau no había terminado:

– El I Ching le ha dicho cosas importantes a las que debería hacer caso. Las entidades espirituales que hablan a través del Libro de las Mutaciones sólo quieren ayudarnos. El universo tiene un plan demasiado grande para ser comprendido por nosotros, que sólo vemos pequeños pedazos inexplicables y vivimos en la ceguera. Fueron los antiguos reyes Fu Hsi y Yu quienes descubrieron los signos formados por combinaciones de líneas rectas Yang y líneas quebradas Yin que forman los Sesenta y Cuatro Hexagramas del I Ching. Todo eso ocurrió hace más de cinco mil años. El rey Fu Hsi encontró, en el lomo de un caballo que surgió del río Lo, los signos que describen el orden interno del universo; el rey Yu, en el caparazón de una tortuga gigante que emergió del mar al retirarse las aguas, los que explican cómo se producen los cambios. El rey Yu fue el único ser humano que pudo controlar las crecidas y las inundaciones en la época de los grandes diluvios que asolaron la Tierra. Yu viajaba con frecuencia hasta las estrellas para visitar a los espíritus celestiales y éstos le entregaron el mítico Libro del Poder sobre las Aguas, que le permitió encauzar las corrientes y secar el mundo. Aún hoy, los maestros taoístas y los que practican las artes marciales internas ejecutan la suprema danza mágica que llevaba a Yu hasta el cielo. Es una danza muy poderosa que debe interpretarse con mucho cuidado. Para terminar, debo hablarle del rey Wen, de la dinastía Shang [36] , que fue quien, reuniendo y combinando matemáticamente los signos encontrados por el rey Fu Hsi y el rey Yu, compuso los Sesenta y Cuatro Hexagramas del I Ching que aparecen tallados en las paredes de esta cueva.

¿Sería ya la hora del caballo? No quería parecer grosera y por eso aparentaba prestar mucha atención al discurso del maestro Tzau frunciendo el ceño y asintiendo con la cabeza pero, en realidad, lo único que me preocupaba en aquel momento era encontrar a la vieja Ming T'ien antes de la comida. Me daban lo mismo los antiguos reyes chinos y sus diluvios universales. Nosotros, en Occidente, también habíamos tenido el nuestro y, además, un Noé salvador.

– Y, ahora, pueden marcharse -dijo inesperadamente el maestro, cerrando los ojos y adoptando otra vez aquella postura de absoluta concentración que tenía cuando llegamos. Colocó una mano sobre la otra a la altura del vientre y pareció que se dormía. Era la señal que estaba esperando. Biao y yo, todavía un tanto sorprendidos por el súbito desenlace de aquella conversación, nos pusimos en pie y abandonamos la cueva siguiendo el mismo laberíntico camino que habíamos hecho para llegar hasta allí. Cuando volví a escuchar, a lo lejos, el agradable ruido de la lluvia y el fuerte tronar del cielo, sentí un gran alivio en mi corazón y aceleré el paso para llegar al aire libre y limpio de la montaña. Qué asfixiantes resultaban los espacios cerrados y más aún si olían penosamente a inmundicia.

Una vez con nuestros paraguas en las manos, el niño y yo nos miramos, desorientados.

– ¿Sabremos volver al monasterio? -pregunté.

– A algún sitio llegaremos… -me respondió, haciendo una brillante deducción.

Caminamos durante mucho tiempo por la montaña. A veces, tomábamos caminos que terminaban en las entradas a otras cuevas o en manantiales de los que, obviamente, brotaba el agua en abundancia. El fango se nos adhería a los pies como unas pesadas botas militares. Al fondo, en las laderas de los picos de enfrente, teníamos los edificios de los templos e intentábamos avanzar hacia ellos pero nos perdíamos una y otra vez. Por fin, después de mucho tiempo, encontramos un trecho de «Pasillo divino» y lo seguimos, tremendamente reconfortados. Nos limpiábamos los pies en los charcos pero las sandalias de cáñamo estaban deshechas y llegamos descalzos al primero de los palacios que se nos apareció en el camino. Era una escuela de artes marciales para niños y niñas muy pequeños. Del techo colgaban lo que parecían sacos de arena y extrañas piezas de madera, que servían para que los críos realizaran extraños ejercicios que no nos entretuvimos en observar. Yo tenía mucha prisa por hablar con Ming T'ien. Estaba segura de poder sonsacarle el segundo ideograma del acertijo y, con dos en nuestro poder, obtener el tercero sería coser y cantar. El cuarto y último, pensé con una sonrisa, no había que buscarlo. Saldría por eliminación.

Pero, cuando por fin llegamos a su templo, Ming T'ien estaba descansando después de comer. Resulta que habíamos pasado muchísimo tiempo dentro de la gruta con el maestro Tzau y dando vueltas por las montañas. Una novicia nos informó de que no volvería a su cojín de satén hasta la hora del Mono [37] , de modo que al niño y a mí no nos quedó más remedio que regresar a casa con las manos vacías.

Lao Jiang estaba cómodamente sentado en una esquina del patio viendo llover. El cielo retumbaba como si se estuviera resquebrajando, con fuertes y ensordecedores truenos. Todo vibraba y se estremecía pero el anticuario lucía una expresión de gran satisfacción en la cara y sonrió con alegría cuando nos vio entrar por la puerta.

– ¡Grandes noticias, Elvira! -dijo levantándose y caminando hacia nosotros con los brazos abiertos. El ruedo de su túnica tenía manchas de humedad por culpa del suelo mojado.

– Me alegro, porque a mí sólo me han leído el futuro -exclamé desolada, dejando el paraguas apoyado contra una pared. Lao Jiang pareció quedar muy impresionado.

– ¿Quién?

– El abad quiso que visitara a un tal maestro Tzau que vive en una cueva subterránea, dentro de una montaña.

– ¡Qué gran honor! -murmuró-. Sólo puedo decirle que no se tome a broma lo que le haya dicho el maestro, si me permite el comentario.

– Se lo permito, pero los oráculos y los médiums no son asuntos de mi agrado. Quizá a usted también le inviten a visitar su cueva para que el maestro le lea el futuro.

La cara del anticuario cambió durante unos segundos. Me pareció ver miedo en sus ojos, un miedo raro que se desvaneció tan rápidamente como había surgido y que me dejó con la duda de si no habría sido un efecto de mi agitada imaginación.

– Puedo contarle, eso sí -continué explicándole, quizá demasiado rápidamente-, que el I Ching fue una de las pocas obras que se salvó de una gran quema de libros ordenada por el Primer Emperador.

Lao Jiang asintió.

– Es cierto que Shi Huang Ti ordenó quemar los textos de las Cien Escuelas, las crónicas de los antiguos reinos, toda la poesía y también los documentos de los viejos archivos. Su intención era eliminar cualquier rastro de los sistemas de gobierno anteriores al suyo. Tras unificar «Todo bajo el Cielo» y crear el Imperio Medio quiso que las viejas ideas desaparecieran y, con ellas, cualquier intento de volver al pasado.

– Eso me recuerda su obsesión por impedir la Restauración Imperial.

El anticuario bajó la mirada al suelo.

– Shi Huang Ti tenía razón al sospechar que, cuando el mundo avanza, siempre quedan peligrosos nostálgicos capaces de cualquier cosa, madame, y si no me cree, mire el golpe de Estado militar ocurrido en su país, la Gran Luzón. Por eso el Primer Emperador ordenó la quema de libros y archivos. Quiso provocar el olvido, pero no debemos dejar de lado que también ordenó destruir todas las armas de los ciudadanos de su nuevo imperio y, con el bronce que consiguió después de fundirlas, mandó fabricar enormes campanas y doce gigantescas estatuas que colocó en la entrada de su palacio de Xianyang. Ideas y armas, Elvira. Tiene sentido, ¿no cree?

[36] 1766- 1121 a. n. e.


[37] Las horas chinas son dobles. La hora del Mono abarca desde las 15.00 h. hasta las 16.59 h.


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