¿Por qué querría el abad que visitara a ese maestro que vivía en una cueva? La única manera de averiguarlo era seguir al niño, así que, confiando en terminar dicha visita antes de la hora del caballo, iniciamos un largo camino bajo la lluvia torrencial. Durante nuestro trayecto pasamos junto a muchos templos impresionantes, subimos y bajamos muchas escaleras y cruzamos muchos patios en los que novicios y monjes practicaban complicadas artes marciales, afanándose bajo la lluvia con esos vestidos blancos como la nieve que ofrecían una hermosa oposición contra el gris oscuro de la piedra y el rojo de los templos. Algunos trabajaban con lanzas larguísimas, otros con espadas, sables, abanicos y todo tipo de extraños artilugios para la lucha. En una de aquellas explanadas, varios metros por debajo del gran puente que los dos niños y yo cruzábamos en aquel momento, una figurilla blanca agitó los brazos para llamar nuestra atención. Era Fernanda, que nos había visto y nos saludaba. Me pregunté cómo había sabido que éramos nosotros si las sombrillas nos cubrían las cabezas y había otra mucha gente deambulando por aquel laberinto de puentes, caminos y escaleras de piedra decorados con mil esculturas de calderos, grullas, leones, tigres, tortugas, serpientes y dragones, algunas de las cuales daban verdadero miedo.
Por fin, tras mucho caminar y mucho ascender por uno de los picos que formaban la Montaña Misteriosa, llegamos junto a la entrada de una gruta. El novicio le dijo algo a Biao y, tras una reverencia, echó a correr colina abajo.
– Ha dicho que debemos entrar y buscar al maestro.
– Pero si está oscuro como la boca de un lobo -protesté.
Biao se mantuvo en silencio. Creo que hubiera preferido que nos marchásemos de allí lo más rápidamente posible. Como a mí, no le hacía ninguna gracia entrar en una cueva tenebrosa en la que a saber qué clases de bichos y animales podían picarnos o atacarnos. Pero no había más remedio que obedecer al abad, así que, cada uno se tragó su miedo y, plegando los paraguas, entramos en la cueva. Al fondo se veía una luz. Nos dirigimos hacia ella caminando muy despacio. El silencio era absoluto; apenas llegaba, amortiguado, el sonido del aguacero que íbamos dejando atrás. Fuimos serpenteando por pasadizos y galerías tenuemente iluminados por antorchas y lámparas de aceite. El camino descendía hacia el interior de la montaña y una sensación opresiva empezaba a atenazarme la garganta, sobre todo cuando se volvía tan estrecho que teníamos que avanzar de lado. El aire era pesado y olía a humedad y a piedra. Por fin, tras un rato que se me hizo eterno, llegamos a una cavidad natural que se abría súbitamente al final de un angosto corredor. Allí, sentado sobre una ancha protuberancia de roca que surgía del suelo como un grueso tronco talado a escasa altura, un monje tan viejo que lo mismo podía ser centenario que milenario permanecía inmóvil, con los ojos cerrados y las manos cruzadas a la altura del abdomen. Al principio me asusté muchísimo porque me pareció que estaba muerto pero, luego, al oír que nos acercábamos, entreabrió los párpados y nos examinó con unos ojos extraños, como de color amarillo, que casi me hicieron soltar un grito de terror. Biao dio unos pasos rápidos y se colocó detrás de mí; así que allí estaba yo, la más valiente del mundo, sirviendo de escudo entre un diablo y un niño asustado. El diablo alzó lentamente una mano con unas uñas tan largas que se enroscaban sobre sí mismas y nos hizo un gesto para que nos acercáramos. La cosa no estaba clara. Algo en mi interior me impedía avanzar un solo milímetro hacia aquella aparición infernal y no sólo porque despidiese un repugnante hedor a mugre y a estiércol de buey que podía percibirse desde donde estábamos. Entonces habló, pero Biao no tradujo sus palabras. En la boca del viejo faltaban casi todos los dientes y los pocos que le quedaban eran tan amarillos como sus ojos y sus uñas. Le di un codazo al niño y le oí soltar una exclamación ahogada.
– ¿Qué dice? -La voz no me salía del cuerpo.
– Dice que es el maestro Tzau y que nos acerquemos sin temor.
– ¡Ah, bueno, pues nada! Ya está claro -repuse sin moverme.
De algún lugar a su espalda, el maestro extrajo un tubo forrado de cuero negro, muy desgastado, y lo destapó, quitándole la parte superior. No era muy alto, un palmo poco más o menos y del ancho de una pulsera de caña. Al abrirlo, el montón de palitos de madera que contenía hicieron un sonecillo tranquilizador que reverberó contra las paredes de la caverna. Fue entonces cuando descubrí que éstas estaban cubiertas de extraños signos y caracteres labrados en la piedra. Alguien había pasado muchos años de su vida tallando pacientemente bajo aquella pobre luz un montón de rayas largas y cortas, como de Morse, y un montón de ideogramas chinos.
El espíritu de ojos amarillos volvió a hablar. Su voz recordaba el chirrido de las ruedas de un tren contra los raíles. Creo que se me erizó todo el vello del cuerpo.
– Insiste en que nos acerquemos. Dice que tiene muchas cosas que enseñarnos por orden del abad y que no puede perder el tiempo.
Claro, ciertamente, ¿cómo no lo había pensado? Era natural que un anciano de mil años sentado todo el día sobre una piedra en el interior de una cueva subterránea tuviera un montón de cosas que hacer.
Más muertos que vivos nos aproximamos hacia la gran roca mientras el maestro Tzau, con gestos idénticos a los de cualquier mujer que aún tiene húmeda la laca de uñas, extraía los palitos de madera del cilindro de cuero.
– Dice que ya basta -susurró Biao-, que nos detengamos aquí -estábamos como a un par de metros de la roca- y que nos sentemos en el suelo.
– Lo que faltaba -mascullé, obedeciendo. Desde esa altura, el maestro parecía la estatua de un dios imponente y pestífero. El pobre Biao, que no podía sentarse, se arrodilló y le costó un poco encontrar una postura más o menos cómoda.
La mano seca del espíritu de ojos amarillos se alzó en el aire para enseñarnos los palillos que sujetaba.
– Siendo usted extranjera -dijo-, es imposible que entienda la profundidad y el sentido del I Ching, también conocido como el Libro de las Mutaciones, por eso el abad me ha pedido que se lo explique. Con estos palillos puedo decirle muchas cosas sobre usted misma, sobre su situación actual, sus problemas y sobre cómo actuar de la mejor manera posible para resolverlos.
– ¿El abad quiere que me hable de videncia y adivinación? -No pude poner un gesto más expresivo sobre lo que pensaba al respecto pero, seguramente, mi cara era tan inescrutable para los chinos como las suyas lo eran para mí porque el maestro continuó con su perorata como si yo no hubiera dicho nada.
– No se trata de videncia ni de adivinación -replicó el viejo-. El I Ching es un libro con miles de años de antigüedad que contiene toda la sabiduría del universo, de la naturaleza y del ser humano, así como de los cambios a los que están sujetos. Todo lo que usted quiera saber se encuentra en el I Ching.
– Ha dicho que se trataba de un libro… -comenté, mirando a mi alrededor por si veía algún ejemplar de ese I Ching.
– Sí, es un libro, el Libro de las Mutaciones, de los cambios. -El demonio de ojos amarillos soltó una risita siniestra-. No puede verlo porque está en mi cabeza. He pasado tanto tiempo estudiándolo que conozco de memoria sus Sesenta y Cuatro Signos, así como sus dictámenes, imágenes e interpretaciones, sin olvidar las Diez Alas, o comentarios, añadidas por Confucio y los numerosos tratados que eruditos más grandes que yo escribieron sobre este libro sapiencial a lo largo de los milenios.
¿«Eruditos más grandes que yo»…?
– El I Ching describe tanto el orden interno del universo como los cambios que se producen en él y lo hace a través de los Signos, de los sesenta y cuatro hexagramas mediante los cuales los espíritus sabios nos informan de las diferentes situaciones en las que puede encontrarse un ser humano y, de acuerdo con la ley del cambio, pronosticar hacia dónde van a evolucionar dichas situaciones. Por eso los espíritus que hablan a través del I Ching pueden aconsejar a las personas que les consultan sobre acontecimientos venideros.
¡Dios mío!, pensaba yo irritada, ¿por qué estoy perdiendo el tiempo? No me interesan en absoluto los espíritus.
– En todas las calles de China hay adivinos que utilizan el I Ching para leer el futuro por unas pocas monedas, Ama -me susurró Biao en ese momento-. Pero no son muy dignos de respeto. Es un gran honor para usted que el maestro Tzau quiera hacerle su oráculo.
– Será como tú dices -comenté, despectiva.
Biao miró a hurtadillas al maestro.
– Deberíamos disculparnos por la interrupción.
– Pues hazlo. Date prisa. Quiero hablar con la anciana Ming T'ien antes de la comida.
– El Libro de las Mutaciones -siguió diciendo el maestro Tzau, ajeno a mi desinterés- fue uno de los pocos que se salvó de la gran quema de libros ordenada por el Primer Emperador, que era un devoto seguidor de la filosofía del yin y el yang, los Cinco Elementos, el K'an-yu o Feng Shui y el I Ching. Gracias a ello, hoy podemos seguir consultando a los espíritus.
Eso ya era otra cosa, me dije aguzando el oído. Si seguía hablando del Primer Emperador, le prestaría de nuevo atención. Pero, claro, no lo hizo. Sólo había sido una mención colorista.
– Dice que le pregunte usted lo que desee saber para que pueda lanzar los palillos.
No me lo pensé dos veces.
– Pues dile que quiero saber, por orden de importancia, cuáles son los cuatro objetivos de la vida de un taoísta de Wudang. Pero aclárale que no los objetivos de cualquier taoísta chino sino, particularmente, los de los taoístas de este monasterio.
– Muy bien -respondió el maestro cuando Biao le repitió mi petición. Por supuesto, no le creí. ¿Acaso el abad nos iba a regalar la respuesta a su propia pregunta a través de un médium o lo que quiera que fuera aquel extraño anciano? Anciano que, por cierto, ya había empezado su particular ceremonia cogiendo las varillas y extendiéndolas frente a él sobre la piedra como un tahúr que extiende una baraja sobre la mesa de juego. Lo primero que hizo fue separar una de ellas y dejarla al margen y, luego, agrupó las restantes en dos montones paralelos, extrayendo otra más del lote de la derecha y poniéndosela entre los dedos meñique y anular de la mano izquierda. De esta guisa y con esa misma mano cogió el montón que tenía debajo y empezó a retirar metódicamente varillas en grupos de a cuatro. Cuando ya no pudo quitar más porque le quedaban menos de esa cifra, se colocó dicho resto entre los dedos anular y corazón de la mano que ya empezaba a parecer un alfiletero o un cactus. Después, repitió la operación con el montón de la derecha y se puso el resto sobrante entre los dedos corazón e índice. Entonces, anotó algo con el pincel en un pliego de papel de arroz y, para mi desesperación, le vi comenzar de nuevo todo el ritual desde el principio hasta que lo repitió cinco veces más, momento en el que, al fin, pareció quedar satisfecho y yo tuve que regresar rápidamente del lugar al que me había llevado hacía bastante rato mi aburrido pensamiento. Los ojos amarillos del maestro Tzau se quedaron prendados en mí mientras, con una de sus enroscadas uñas, me indicaba uno de los signos de la pared: