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– Además, la argamasa de los chinos -terció Paddy, condescendiente- se fabrica, desde hace miles de años, con una mezcla de arroz, sorgo, cal y aceite. No será difícil de quitar.

– ¡Pues sus construcciones han resistido muy bien el paso de los siglos! -comentó Fernanda con una sonrisa irónica. ¿Era impresión mía o la niña estaba más delgada? Sacudí la cabeza para deshacerme de la ilusión óptica: la ropa china engañaba mucho.

Para entonces, Lao Jiang estaba raspando los bordes de los ladrillos con el mango de su abanico de acero. El polvillo resultante formaba una nubecilla gris iluminada por un rayo de luz del mediodía que se colaba oblicuamente a través del lúgubre agujero de las escaleras. Todos le observábamos en silencio, atentos a cualquier cosa que pudiera suceder.

Y los ladrillos se soltaron. No hizo falta escarbar mucho. Estaba claro que ambos formaban una sola y alargada pieza (estaban unidos por sus lados más cortos) colocada sobre una tabla de madera carcomida que no resultó difícil de sacar. Una vez retirada y aunque nos tapábamos la luz intentando mirar todos a la vez, descubrimos una especie de bishachu como el del despacho de Rémy, muy hondo y de paredes perfectamente lisas talladas en el granito del subsuelo. Paddy acercó una vela y vimos, al fondo, una vieja caja de bronce cubierta de óxido verde, idéntica a la que sacamos del lago de Yuyuan en Shanghai, y una especie de cilindro metálico con adornos de oro pálido que, según Lao Jiang, era un estuche Ming de documentos que podía valer una fortuna en el mercado de antigüedades. Curiosamente, sacó primero el estuche que, aparte de ser realmente precioso, no contenía nada en absoluto. La caja de bronce, por el contrario, sí. Ahí estaba nuestro segundo fragmento del jiance, con sus viejos cordones verdes y sus seis tablillas de bambú. No veía con mucha claridad pero me pareció que, desde luego, allí no había caracteres escritos sino gotitas de tinta sin sentido aparente. Lao Jiang, en cambio, soltó una exclamación de alegría:

– ¡Ya tenemos la parte del mapa que faltaba!

– Deberíamos salir -comentó Paddy, incorporándose con un quejido-. Aquí no hay suficiente luz. ¡Oh, mis rodillas!

– Pongamos todo esto en su sitio -continuó el anticuario-. Primero, la madera y, luego, los ladrillos. Echaremos los residuos de la argamasa en las juntas. No quedará igual pero, en unos días, con la humedad, apenas se notará.

– Salgamos, por favor -insistió el periodista-. Estoy muerto de hambre.

De pronto, la luz que entraba por la escalera desapareció. Inconscientemente, todos nos volvimos a mirar pero las velas no iluminaban aquella zona, que quedaba en la penumbra. Lao Jiang le entregó la caja de bronce a Paddy.

– Apártense -susurró-. Vayan a aquella esquina.

– ¿ La Banda Verde? -tartamudeé, obedeciendo.

Pero el anticuario no tuvo tiempo de responder a mi pregunta. En menos de un segundo, diez o quince maleantes con cuchillos y pistolas se habían colado en el túnel y nos amenazaban entre gritos histéricos y gestos agresivos. Un pensamiento terrible cruzó por mi mente: eran demasiados. Esta vez, Lao Jiang no iba a poder con ellos. Un solo disparo terminaría con cualquiera de nosotros en un instante. No les costaría nada. El cabecilla chillaba más que ninguno. Con paso rápido se dirigió a Lao Jiang y me pareció entender que le exigía la caja. El anticuario permanecía tranquilo y hablaba con él sin alterarse. Los demás nos apuntaban. Noté que mi sobrina se pegaba a mí. Muy despacio, para no provocar un percance, levanté el brazo y se lo pasé por los hombros. Lao Jiang y el chino seguían conversando, uno a gritos y el otro en voz baja. Por el costado izquierdo noté que Biao también se me acercaba buscando protección. Hice el mismo gesto con el brazo libre y apreté a los dos niños contra mí para calmarlos. Lo más extraño de todo era que yo no tenía miedo. No, no estaba asustada. En lugar de ahogarme y tener palpitaciones, mi mente se puso a funcionar con rapidez y lo único que me preocupaba era que a Fernanda y a Biao les pasara algo. Les notaba temblar, pero yo estaba fuerte y me sentí muy bien por ello. ¿No me había angustiado durante años la idea de la muerte? ¿Cómo era, pues, que ahora que la tenía delante me daba exactamente lo mismo? Mientras el anticuario y el sicario seguían dialogando me di cuenta de cuánto tiempo de mi vida había perdido preocupándome por la llegada de ese momento que estaba viviendo y lo más gracioso de todo era que me sentía más viva que nunca, más fuerte y más segura de lo que me había sentido en los últimos años. ¡Si hubiera podido volver atrás y contarme a mí misma lo poco que valía la pena preocuparse por morir! Distraída con estos alegres pensamientos no me había dado cuenta de que el anticuario había dejado de hablar con el sicario y se dirigía a nosotros:

– Échense al suelo en cuanto se lo ordene -nos dijo tranquilamente y, luego, siguió conversando con el cabecilla que, como el resto de sus compañeros, parecía un simple culí descamisado. Todos llevaban calzones de lienzo azul sucios y raídos y todos tenían la cabeza rapada y una expresión fiera en el rostro. Supuse que alguno de ellos habría participado en el asesinato de Rémy.

– ¡Ahora! -gritó de pronto. Los niños y yo nos lanzamos hacia el suelo y, por la masa de carne que noté contra mi cabeza deduje que Paddy se había puesto delante para protegernos. Pero no tuve tiempo de pensar mucho más. Una salva de disparos retumbaron en el túnel y las balas empezaron a chocar contra los muros muy cerca de nosotros. El eco del lugar hacía que aquello pareciera una delirante exhibición de fuegos artificiales. Biao temblaba con grandes sacudidas, así que le estreché más fuerte contra mí. Si íbamos a morir, que fuera juntos. De pronto, un espasmo terrible, acompañado de una exclamación, zarandeó el cuerpo del irlandés.

– ¿Qué le ocurre, mister Tichborne? -grité.

– ¡Me han dado! -gimió.

Solté a los niños e intenté levantar la cabeza con mucha precaución para ver cómo estaba el irlandés pero las balas rayaban el aire cerca de mis oídos, así que no tuve más remedio que volver a esconderme detrás de la gran barriga del herido. Afortunadamente, para entonces las detonaciones empezaron a menguar y muy poco después, habían terminado. Reinó de pronto un gran silencio.

– Ya pueden levantarse -nos alentó Lao Jiang.

Los niños y yo nos incorporamos lentamente y, al mirar por primera vez el túnel, lo que vi me dejó llena de perplejidad: en el suelo, un buen puñado de cuerpos inmóviles y, al fondo, en el otro extremo del tablero de Wei-ch'i, tras una densa nube de pólvora, un montón de faroles de papel encerado iluminando una especie de pelotón de soldados con fusiles y bayonetas caladas. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Quiénes eran aquellos soldados? ¿Por qué Lao Jiang saludaba amistosamente a uno de ellos que llevaba un sable tan enorme al cinto que arañaba ridículamente el suelo? Un gemido de Tichborne me hizo regresar a la realidad.

– Mister Tichborne -le llamé, intentando girarle para comprobar la gravedad de la herida-. ¿Cómo se encuentra, mister Tichborne?

El irlandés tenía la cara contraída por el dolor y, con ambas manos, se apretaba fuertemente una pierna de la que manaba abundante sangre. Pero sangre era lo que sobraba en aquel lugar: la de los sicarios muertos fluía en riachuelos que se colaban entre los ladrillos del suelo -las piedras de Wei-ch'i-, dejando en el aire un extraño olor a hierro caliente que se mezclaba con el de la pólvora. No tenía tiempo de marearme, me dije. Lo primero era comprobar el estado del periodista y de los niños, así que me incliné sobre Tichborne y le examiné: estaba malherido, la bala le había destrozado la rodilla derecha y urgía atenderle cuanto antes. Fernanda estaba blanca como el papel, con los ojos hundidos y llorosos; Biao, que tanto había temblado, ahora sudaba copiosamente y gruesos goterones le resbalaban por la cara y caían al suelo como lágrimas. Los dos habían pasado un miedo atroz y no conseguían salir de la pesadilla.

– ¿Cómo se encuentra, Mme. De Poulain? -me preguntó Lao Jiang, dándome un susto de muerte. Creía que seguía hablando con el soldado.

– Los niños y yo estamos bien -le dije con una voz ronca que no parecía la mía-. Tichborne tiene una herida en la pierna.

– ¿Grave?

– Creo que sí, pero yo no soy enfermera. Deberíamos llevarle a algún sitio donde pudieran atenderle.

– Los soldados se ocuparán de eso. -Se volvió hacia el capitán del sable, le dijo unas cuantas palabras e, inmediatamente, cuatro o cinco de aquellos muchachos armados, de no mucho mejor aspecto que los matones de la Banda Verde, dejaron el fusil en el suelo y se encargaron de Tichborne, llevándoselo afuera entre las carcajadas que los gritos de dolor del periodista les provocaban-. Le debo una explicación, Mme. De Poulain.

– Hace rato que la espero, señor Jiang -asentí, encarándome a él.

Algunos soldados empezaron a cargarse sobre los hombros, sin muchos miramientos, los cuerpos muertos de los bandidos y otros comenzaron a echar arena sobre la sangre del suelo.

– Soy miembro del Partido Nacionalista Chino, el Kuomintang, desde 1911, cuando fue fundado por el doctor Sun Yatsen, a quien tengo el honor de conocer y de quien me considero un buen amigo. Él es quien está financiando esta expedición y quien ha puesto a nuestra disposición aquí, en Nanking, este batallón de soldados del Ejército del Sur para que nos proteja de la Banda Verde. El capitán Song -e hizo un gesto con la cabeza señalando al chino del sable que permanecía a una respetuosa distancia mientras sus subordinados limpiaban el lugar- supo de nuestra llegada en cuanto desembarcamos ayer en el puerto y nos ha mantenido bajo discreta vigilancia para poder ayudarnos si era necesario.

No daba crédito a lo que estaba oyendo. Me costaba asimilar la idea de que aquella loca aventura había sido desde el principio un asunto político.

– ¿Quiere decir, señor Jiang, que el Kuomintang está al tanto de lo que andamos buscando?

– Por supuesto, madame. En cuanto supe lo que había en el «cofre de las cien joyas» y adiviné el alcance del proyecto de restauración imperial de los Qing y de los japoneses, llamé en seguida al doctor Sun Yatsen a Cantón y le expliqué lo que estaba sucediendo. El doctor Sun se alarmó tanto como yo y me ordenó continuar secretamente con la búsqueda del mausoleo perdido de Shi Huang Ti, el Primer Emperador. Pero no se preocupe: mi parte del tesoro irá a parar al Kuomintang, sin duda, pero ustedes recibirán lo que habíamos pactado. Mi partido sólo quiere evitar por todos los medios la locura de una Restauración monárquica.

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