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– ¿No conoce usted el Wei-ch'i, Joven Ama? -Los susurros de Biao, que hablaba con Fernanda a poca distancia de mí, me llegaron con toda claridad en aquel silencio-. ¿De verdad? -La voz del niño expresaba tal incredulidad que a punto estuve de volverme y recordarle que mi sobrina y yo veníamos del otro lado del mundo. Pero Paddy Tichborne le había escuchado también:

– Fuera de China -empezó a explicar el irlandés con la intención de zafarse de la fría mirada del anticuario-, al Wei-ch’i se le conoce como Go. Los japoneses le llaman Igo y fueron ellos quienes lo exportaron a Occidente, no los chinos.

– Pero es un juego chino -matizó Lao Jiang, volviendo a fijar la mirada en el suelo.

– Sí, es un juego totalmente chino. La leyenda dice que lo inventó el emperador Yao, que reinó en torno al año dos mil trescientos antes de nuestra era.

– En este país -dije yo-, todo tiene más de cuatro mil años de antigüedad.

– En realidad, madame, puede que sea mucho más antiguo, pero los registros escritos empiezan en esas fechas.

– En cualquier caso, tampoco he oído hablar del Go -añadí.

– ¿Conoces las reglas, Biao? -preguntó el anticuario al niño.

– Sí, Lao Jiang.

– Pues explícaselas a Mme. De Poulain para que no se aburra mientras Paddy y yo estudiamos esta partida. Y traigan más luz, por favor.

Encendimos unas cuantas velas más y Lao Jiang nos hizo ponerlas sobre los ladrillos que no eran ni blancos ni negros. Al parecer, sólo esos contaban. Los demás, no.

– Verá, Ama -empezó a explicarme Pequeño Tigre, nervioso por tener una función tan importante; Fernanda, a mi lado, también le escuchaba-. Imagine que el tablero es un campo de batalla. El vencedor será el que, al final, se haya apoderado de más territorio. Un jugador utiliza piedras blancas y otro piedras negras y cada uno pone una piedra por turno sobre alguno de los trescientos y sesenta y un cruces que forman las diez y nueve líneas verticales y las diez y nueve horizontales. Así van marcando su terreno.

¡Con razón veía yo tanta casilla! ¡Trescientas sesenta y una, nada menos! Habría que inventar once piezas nuevas de ajedrez para poder jugar en un tablero semejante.

– ¿Y cuántas piedras tiene cada jugador? -preguntó Fernanda, sorprendida.

– El blanco, cien y ochenta, y el negro, que es quien empieza siempre las partidas, cien y ochenta y una. -Eso de que no supiera contar bien en castellano era culpa, sin duda, de la educación que recibía en el orfelinato de Shanghai-. Bueno, el Wei-ch'i no tiene muchas reglas. Es muy fácil de aprender y muy divertido. Sólo hay que ganar terreno. La manera de quitárselo al contrario es eliminando sus piedras del tablero y para eso se deben rodear con piedras propias. Esa es la parte difícil, claro -sonrió envalentonado, enseñando unos dientes muy grandes-, porque el enemigo no se deja, pero una vez que una piedra o un grupo de piedras ha quedado cercado, está muerto y se elimina.

– Y como ese espacio está rodeado -comentó pensativamente mi inteligente sobrina-, sería absurdo que el perdedor volviera a poner piedras dentro.

– Exactamente. Ese terreno pertenece al jugador que hizo el cercado. De ahí viene el nombre del juego, Wei-ch'i. Wei, como ha dicho Lao Jiang, significa «rodear», «cercar».

– ¿Y ch'i ? -quise saber yo, curiosa.

– Ch'i es cualquier juego, Ama. Wei-ch'i, pronunciado así, como lo acabo de decir, significa «Juego del cercado».

A poca distancia de nosotros, el señor Jiang y Paddy Tichborne sostenían otra conversación mucho menos pacífica que la nuestra.

– Pero ¿y si juegan negras? -preguntaba Paddy, enfadado y con las mejillas y las orejas tan rojas como si estuvieran en carne viva.

– No pueden jugar negras. La leyenda dice que es el turno de las blancas.

– ¿Qué leyenda? -inquirí levantando la voz para que me hicieran caso.

– ¡Ah, madame! -repuso Tichborne, volviéndose hacia mí con afectación-. Este maldito tendero asegura que la partida que tenemos a nuestros pies es un viejo problema de Wei-ch'i conocido como «La leyenda de la Montaña Lanke». Pero, ¿cómo puede estar seguro? ¡Hay doscientas ochenta y dos piedras en el tablero! ¿Acaso podría alguien recordar exactamente la posición de cada una? Y, aunque así fuera, ¿de quién sería el próximo movimiento, de las piedras blancas o de las piedras negras? Eso podría cambiar completamente el resultado final de la partida.

– A veces, Paddy -silabeó Lao Jiang sin perder las formas-, pareces un mono que grita porque le pica algo y no sabe rascarse. Sigue dándote cabezazos contra la jaula a ver si los golpes te alivian la comezón. Escuche, madame, una de las más famosas leyendas del Wei-ch'i, que todo buen jugador conoce [22] , cuenta que, alrededor del año 500 antes de la era actual, en una gran montaña situada en la provincia de Chekiang, y dese cuenta de que volvemos a encontrar una nueva pista relacionada con el artesano Wei y con el mensaje del Príncipe de Gui, en esa montaña de Chekiang, repito, vivía un joven leñador llamado Wang Zhi. Un día subió más de lo acostumbrado buscando madera y encontró a un par de ancianos jugando a Wei-ch'i. Como era un gran aficionado, dejó su hacha en el suelo y se sentó a ver la partida. El tiempo pasó rápidamente porque el juego estaba resultando muy interesante pero, poco antes de que terminara, uno de los ancianos le dijo: «¿Por qué no te vas a casa? ¿Piensas quedarte aquí para siempre?» Wang Zhi, avergonzado, se puso en pie para marcharse y, al recoger su hacha, se sorprendió al ver cómo el mango de madera se le deshacía entre los dedos. Cuando volvió a su pueblo no pudo reconocer a nadie y nadie le conocía a él. Su familia había desaparecido y su casa era un montón de escombros. Asombrado, se dio cuenta de que habían pasado más de cien años desde que salió en busca de leña y de que los ancianos eran, sin duda, un par de inmortales de los que habitan secretamente en las montañas de China. Pero Wang Zhi había retenido la partida en la memoria. Como buen jugador que era, podía recordar todos y cada uno de los movimientos. Lamentablemente, no había visto el final, así que ignoraba quién había ganado pero sí sabía que el siguiente movimiento le correspondía a las blancas. Esta leyenda se conoce como «La leyenda de la Montaña Lanke», porque Lanke quiere decir «mango descompuesto», como el mango del hacha de Wang Zhi. El esquema del juego ha sido reproducido en numerosas colecciones antiguas de partidas de Wei-ch'i y es exactamente el que tenemos aquí representado con ladrillos.

– ¿Y en estos últimos dos mil quinientos años nadie ha conseguido resolver el problema? -preguntó Fernanda con aparente inocencia.

– ¡Ahí quería llegar yo! -dejó escapar Paddy con una risotada-. Además, Lao Jiang, ¿cuántas veces has visto el famoso diagrama Lanke [23] como para estar tan seguro de que es éste?

El señor Jiang apoyó una rodilla en el suelo y se inclinó sobre un grupo de ladrillos negros.

– Muy pocas, es verdad -admitió sin moverse-. Una o dos, a lo sumo. Pero, igual que conozco la leyenda, sé que la montaña Lanke de la historia se encuentra en la actual Quzhou, antigua Xin'an, provincia de Ghekiang. Sospecho que, bajo nuestros pies, se oculta un escondrijo Ming construido al mismo tiempo que las murallas y la puerta Jubao. Todos los Ming debieron de conocer su existencia y utilizarlo para sus fines. Cuando el Príncipe de Gui le entregó a su amigo el médico Yao el segundo pedazo del jiance, la coincidencia de nombres con el emperador que inventó el Wei-ch'i debió de recordarle que existía este lugar y por eso le mandó aquí. Probablemente le informó de los ladrillos que debía mover, aunque eso no lo cuente el documento que encontramos en el «cofre de las cien joyas».

– Y, ahora, ¿qué hacemos? -pregunté.

– Pensar, madame -me contestó Paddy-. Este juego puede ser endiabladamente sutil, como los propios chinos.

– Pero, señor Tichborne -protestó Biao con una voz que le cambió a grave de repente-, si no tiene ninguna dificultad.

Y mientras el niño carraspeaba para aclararse la garganta, Lao Jiang recorrió en dos zancadas la distancia que les separaba y le sujetó por el pescuezo. Lo cierto es que tuvo que levantar el brazo para hacerlo ya que Biao era tan alto como él.

– Demuéstralo -le exigió, dirigiéndole hacia el centro del recinto. Pequeño Tigre parecía más pequeño que nunca, el pobre.

– ¡Perdón, Lao Jiang, sólo decía palabras necias! -chilló acobardado y, luego, empezó a rogar y a suplicar en chino de tal manera que, aunque no le podíamos entender, sabíamos perfectamente lo que estaba diciendo.

– No hables nunca si no vas a ser capaz de cumplir lo que digas -le amonestó el anticuario, soltándole. Biao se vino abajo y murmuró algo inaudible-. ¿Qué? ¿Qué has dicho?

– Si le toca jugar a las blancas… -murmuró el niño con un hilillo de voz-. Yo…, yo no sé quién va a ganar la partida, pero el siguiente movimiento de las blancas debe ser, a la fuerza, eliminar las dos piedras negras que están en jiao chi entre la esquina suroeste y el lateral sur.

– ¿Jiao chi? -repitió Fernanda. El acento chino de la niña no era malo del todo.

– En atari [24] , en jaque… -intentó explicarle Paddy Tichborne sin mucho éxito-. Cuando la próxima jugada amenaza con capturar piedras que están rodeadas por todas partes menos por el lugar que va a ser cerrado…

– ¡Déjalo, Paddy! -exclamó Lao Jiang-. No podemos perder más tiempo. Biao tiene razón. Mira.

Pero Paddy, educadamente, ignoró al anticuario.

– Lo que quería decir es que las piedras que están a punto de ser cercadas están en jiao chi, es decir, que van a morir. Eso no significa el final de la partida, naturalmente. Sólo que esas piedras en concreto van a ser retiradas del tablero.

– Y, tal y como decía Biao -concluyó el señor Jiang arrodillándose muy cerca del muro sur del túnel, justo en frente de las escaleras por las que habíamos bajado-, estas dos piedras negras están, efectivamente, en jiao chi y voy a retirarlas de la partida en este mismo instante.

– ¿Cómo las va a sacar? -me sorprendí-. Esas piedras…, quiero decir, esos ladrillos llevan ahí seiscientos años.

– No, madame -me recordó el anticuario-. El médico Yao estuvo aquí en 1662 o 1663 por orden del último emperador Ming. Si no nos hemos equivocado, sólo hace doscientos sesenta años que los quitaron y los volvieron a poner.

[22] Recogida por primera vez en Shu Yi Zhi, escrito por Ren Fong (Dinastías del Sur y del Norte, 420-589 n. e.)


[23] Este diagrama es más conocido entre los jugadores de Go por su nombre en japonés, Ranka.


[24] Ésta es la expresión japonesa utilizada en Occidente por los jugadores de Go.


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