Un grupo de soldados recogía en canastos la arena ensangrentada y, en las zonas despejadas, otro grupo echaba baldes de agua limpia para terminar de adecentar el túnel. Pronto no quedarían más huellas de lo sucedido que los agujeros de bala en las paredes. Pero no, eso tampoco sería así. Un par de mozalbetes con gorras militares en las que aparecía cosida una pequeña bandera azul con un sol blanco en el centro [25] , empezaron a rellenar los orificios con barro. Estaba claro que aquello era una operación de encubrimiento muy bien organizada. Con Tichborne fuera de juego, ¿qué íbamos a hacer?
– Debemos seguir, madame, no podemos detenernos ahora. La Banda Verde nos pisa los talones pero, al igual que al Kuomintang, no le interesa que todo este asunto salga a la luz. Sería un escándalo nacional de imprevisibles repercusiones. China no puede permitírselo. Las potencias occidentales intentarían apoderarse del descubrimiento y rentabilizarlo en su favor o a favor de quien más les interese para seguir desangrando a este país. Hay mucho en juego y a usted le sigue haciendo falta encontrar el mausoleo perdido. Hagamos las cosas bien, ¿no le parece, madame ?
– Pero ¿y Tichborne?
– Él no sabe nada del Kuomintang. De momento se quedará aquí y, si se repone pronto, podrá seguirnos. Mientras tanto estará bien atendido por el capitán Song.
– ¿El capitán Song conoce algo de esta historia?
– No, madame. Él tenía orden de vigilarnos a distancia e intervenir en caso de que fuéramos atacados. Nada más. Sólo lo sabemos nosotros y el doctor Sun.
– Y el emperador Puyi y los eunucos imperiales y los japoneses y la Banda Verde…
Lao Jiang sonrió.
– Sí, pero el jiance lo tenemos nosotros.
– En realidad, señor Jiang, lo tengo yo -le rectifiqué, inclinándome hacia el suelo y recogiendo de los pies de Fernanda la cajita de bronce que Tichborne había abandonado al ser herido. El señor Jiang sonrió aún más ampliamente-. Sólo tengo una última pregunta. La Banda Verde y todos los demás ¿saben que el Kuomintang anda metido en esto?
– Espero que no. El doctor Sun no quiere que el partido se vea oficialmente envuelto en esta historia.
– Tiene miedo al ridículo, ¿verdad?
– Sí, algo así. Piense que el Kuomintang está en una situación delicada, madame. Las potencias imperialistas extranjeras no nos apoyan. Creen que somos peligrosos para sus intereses económicos. Saben que, si unimos China bajo una sola bandera, les quitaremos todas las abusivas prerrogativas comerciales que han conseguido con malas artes en los últimos cien años. Los Tres Principios del Pueblo del doctor Sun, es decir, Nacionalismo, Democracia y Bienestar, significan el final de sus grandes beneficios económicos. Si toda esta historia saliera a la luz… Bueno, podrían destruir al Kuomintang.
– ¿Y quién va a protegernos durante el resto del viaje? Le recuerdo que no sólo nos persigue la Banda Verde sino que, además, nos vamos adentrando en zonas controladas por señores de la guerra.
– Aún tengo que resolver ese asunto.
– Pues hágalo pronto -le advertí, cogiendo de las manos a los todavía amedrentados Fernanda y Biao-. Estos niños están muertos de miedo. Creo que ha actuado usted con malas artes, señor Jiang, ocultándonos un aspecto importante, une affaire politique, de este peligroso viaje. Creo que no es usted una buena persona, que no es tan honesto como aparenta ser y como usted mismo se cree. En mi opinión, hace prevalecer sus intereses políticos por encima de cualquier otra cosa y nos está utilizando. Hasta ahora le admiraba, señor Jiang. Creía que usted era un digno defensor de su pueblo. Ahora empiezo a pensar que, como todos los políticos, es un ávido materialista que no calcula las consecuencias personales de sus decisiones.
No sé por qué hablé así. Estaba realmente enfadada con el anticuario, aunque no tenía claro si era por los motivos que acababa de decirle o porque estaba asustada y había dicho todo aquello como hubiera podido decir cualquier otra cosa. A fin de cuentas, acababa de pasar por la experiencia más aterradora de mi vida y, en realidad, había salido de ella airosa y reforzada. Empezaba a notar grandes cambios en mi interior. Sin embargo, no estaba mal poner a Lao Jiang contra la pared: se le veía lívido y creo que mis palabras le habían hecho daño. Me sentí un poco culpable pero, en seguida, pensé: «¡Él nos ha mentido!», y se me pasó.
– Lamento oír eso -dijo-. Sólo intento salvar a mi país, madame. Puede que tenga usted razón y que, hasta ahora, les haya estado utilizando. Meditaré sobre ello y le daré una explicación más satisfactoria. Si debo disculparme, lo haré.
Salimos de la Puerta Jubao y montamos en un viejo camión descubierto que nos llevó, dando tumbos sobre los adoquines de las devastadas avenidas de Nanking, hasta el cuartel general del Kuomintang en la ciudad, un feo edificio pintado con los colores de su ondulante bandera y protegido por grandes ruedos de alambrada espinosa. En el interior, los soldados que hacían guardia jugaban a los naipes y fumaban. Allí nos dieron de comer y nos permitieron asearnos. Tichborne descansaba en el catre de un cuartucho apestoso, sangrando profusamente hasta que llegó un médico vestido a la occidental y empezó a curarle. Para entonces, alguien había traído de la posada nuestras pertenencias y Biao, más tranquilo, nos contó a Fernanda y a mí que, en la habitación contigua, Lao Jiang y el capitán Song estaban organizando nuestra partida para esa misma noche. Yo no recordaba cuál era nuestra siguiente parada así que no tenía ni idea de hacia dónde íbamos a viajar. Ahora, eso sí, tenía en mi poder, bien custodiada, la cajita que habíamos sacado de debajo de los ladrillos de la Puerta Jubao y, como estábamos solos porque nadie nos prestaba la menor atención, decidí que era un momento magnífico para volver a examinar el contenido con los niños.
– ¿Va a abrirla, tía? -se asombró Fernanda-. ¿Y Lao Jiang?
– Ya la verá luego -exclamé, levantando la tapa de bronce verdoso. En el interior seguía el manojito de tablillas con las diminutas manchas de tinta. Biao, curioso, se inclino sobre ellas cuando las extendí hacia él sobre mis manos abiertas. Teníamos buena luz porque en aquel cuartel del Kuomintang había ampollas eléctricas, así que las manchas se distinguían con toda claridad-. El señor Jiang dijo que era un mapa, Biao. ¿Tú qué opinas?
No sé por qué me inspiraba confianza la inteligencia de aquel mozalbete de pelo hirsuto. Si había sido capaz de resolver él solo el problema de Wei-ch'i, ¿por qué no iba a poder ver algo que quedaba oculto a mis ojos por mi educación occidental?
– Sí que debe de ser un mapa, tai-tai -confirmó tras mirarlo detenidamente-. No sé lo que dicen estos caracteres escritos tan pequeños que hay junto a los ríos y las montañas, pero los dibujos están muy claros.
– Pues yo sólo veo rayas y puntos -comentó Fernanda, celosa del protagonismo de su criado-. Alguna manchita redonda por aquí, alguna otra cuadrada por allá…
– Estas líneas de puntos son ríos -le explicó Pequeño Tigre-. ¿No ve, Joven Ama, la forma que tienen? Y estas rayas son montañas. Las manchas redondas deben de ser lagos porque están sobre líneas de puntos o cerca de ellas y esta forma cuadrada de aquí quizá sea una casa o un monasterio. Lo que hay escrito dentro no sé lo que significa.
– ¿Te gustaría saber leer en tu idioma, Biao? -le pregunté.
Se quedó pensativo un momento y luego negó con la cabeza y resopló:
– ¡Demasiado trabajo!
Era la respuesta que hubiera dado cualquier escolar del mundo, me dije ocultando una sonrisa. Lo sentía por Biao, pero Lao Jiang no estaba dispuesto a permitir que siguiera ni un solo día más sin conocer los extraños ideogramas de su escritura milenaria, de modo que entre el castellano y el francés que le enseñaba Fernanda y el chino que le enseñaría a escribir Lao Jiang, Pequeño Tigre iba a tener un viaje muy ocupado.
– ¿Sabéis qué podemos hacer mientras esperamos al señor Jiang? -pregunté a los niños con voz animada-. Podemos jugar al Wei-ch'i.
– Pero si no tenemos piedras -objetó Fernanda, quien, sin embargo, se había animado de repente. Estaba muy mustia desde el tiroteo en el túnel y me tenía preocupada.
Biao se había puesto de pie de un brinco y corría hacia la puerta del cuartucho.
– ¡He visto un tablero! -exclamó, contento-. Voy a pedirlo.
Cuando regresó, traía bajo el brazo una madera cuadrada y dos tazones de sopa llenos de piedras negras y blancas.
– Los soldados me lo han dejado -explicó y, luego, despectivo, añadió-: prefieren jugar a los naipes occidentales.
Bueno, me dije, algunas opiniones del anticuario ya estaban calando en él.
Poco después de que nos trajeran la cena, apareció por fin el señor Jiang exhibiendo una complacida sonrisa que aún se hizo más afable al vernos a los tres inclinados sobre el tablero de Wei-ch'i, muy concentrados. La verdad era que yo no servía para un juego tan sumamente exquisito y difícil pero a Fernanda se le dio bien desde el principio. Biao rodeaba mis piedras con una facilidad y una rapidez asombrosa y se comía, de un golpe, grupos enteros y numerosos mientras que yo tenía la vista puesta en algún ataque ridículo que nunca conseguía rematar. Fernanda se defendía mejor y, al menos, no le permitía que la masacrara como hacía conmigo. En los nueve días siguientes, mientras navegábamos por el Yangtsé rumbo a Hankow a bordo de un sampán, ama y criado pasaron muchas horas inclinados sobre el tablero (Lao Jiang había conseguido que los soldados nos regalaran el juego), enzarzados en duras batallas que se iniciaban tras las clases matinales y que a veces duraban hasta el anochecer.
No pudimos despedirnos de Tichborne. Cuando abandonamos el cuartel, el médico todavía estaba operándole. No le quedaba mucho de la rodilla derecha, nos dijeron. Si sanaba, cojearía para siempre. Tuve la grave impresión de que difícilmente podría volver a unirse a nosotros en algún momento del viaje; la cosa parecía muy seria. En cualquier caso, y aunque desde el principio sentí por él un agudo rechazo, tuve que admitir que había actuado como un valiente durante la refriega y los niños y yo siempre tendríamos que agradecerle su gesto protector.
Nuestro sampán era una auténtica casa flotante que, por comparación con la barcaza en la que habíamos navegado hasta Nanking, podía considerarse casi un hotel de lujo: era grande y amplio, con dos velas enormes que se abrían como abanicos, un par de habitaciones en el interior de la cabina -cubierta por un hermoso tejado rojo hecho de cañas de bambú combadas- y una cubierta tan plana que Lao Jiang y yo podíamos practicar los ejercicios taichi sin más problemas que los provocados por la corriente del río, a veces muy embravecida. El patrón era miembro del Kuomintang y los dos marineros a sus órdenes eran soldados del capitán Song encargados de custodiarnos hasta Hankow, donde otro destacamento militar se haría cargo de nuestra seguridad. Lao Jiang temía que la Banda Verde pudiera atacarnos en el río, así que obligaba a los soldados a vigilar día y noche las riberas y él observaba con ojos de águila todos los barcos con los que nos cruzábamos, fueran chinos u occidentales. Confiaba en que el denso tráfico fluvial nos hiciera invisibles o que los hombres de Surcos Huang creyeran que habíamos tomado el Expreso Nanking-Hankow. Yo, por mi parte, en cuanto pasábamos frente a alguna gran ciudad, temía que nos dijera de nuevo aquello de «rápido como el viento, lento como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña» y ya me veía cargando mi hatillo y abandonando el sampán para tomar otro medio de transporte mucho menos cómodo. Pero los días pasaron y llegamos a Hankow sin ningún problema.