Cada vez que Carvalho ponía los pies en la llamada Villa Olímpica debía superar la impresión de que entraba en un ámbito de casas de cartón recortables y construidas por los miembros del Comité Olímpico Internacional. Y sin embargo, le atraía el nuevo barrio como escenario por llenar de vida y manías humanas, demasiado dependiente todavía del referente magnífico, absoluto, del mar. El almacén donde ensayaba Alfredo Dieste era de nueva planta, y a la espera de más positivos negocios había acogido a la troupe de un grupo teatral independiente.
– Estamos esperando una pequeña subvención para montar Postpiazzolla, una idea que tengo en la cabeza desde que se murió Astor y que yo le había explicado muchas veces cuando coincidimos en París. Yo le decía: el tango pasa por vos como la geografía pasa por el ecuador, antes y después. Y cuento contigo, Dorotea. Te he buscado el papel de una vieja tanguera que al final presta la moraleja de la historia.
En efecto, se refería a la misma Dorotea presente, que quiso saciar la sorpresa de Carvalho.
– Me gusta cantar tangos. Quizá por motivos antropológicos. Con los años creo que forman parte de la esencia de los argentinos, en el caso de que eso exista. Y no podemos salirnos de esa cultura.
Aquella mujer se pasaba el día diagnosticando y citando, y para evitar una nueva hornada de citas, Carvalho centró la cuestión:
– Venimos a que nos hable de la muchacha que estuvo a punto de ser Emmanuelle, la Emmanuelle argentina.
Dieste cruzó una mirada con Dorotea y empezó la interpretación del actor que evoca algo nebuloso de un pasado que además no es estrictamente el suyo, interpretación dedicada a un Carvalho escéptico y una Dorotea divertida por el histrionismo del personaje.
– La argentina que estuvo a punto de ser Emmanuelle. ¿Os referís a Julia Alsogaray? Ah, no, ésa estuvo a punto de ser la Venus de las pieles.
Dieste quedó un momento en silencio.
– Sí, recuerdo a la argentina que estuvo a punto de ser Emmanuelle. Se llamaba Alma, digo Helga, y Rocco me la presentó para que hiciera algo por ella, para que la puliera como actriz, y estaba para tirársela, pero no para pulirla. Como actriz era un joven zapato; joven, pero zapato. Todos éramos muy inocentes, y le pasé libros de Stanislavsky, Strasberg, Piscator, también de Jouvet, porque yo siempre he sido culturalmente pluralista, y La paradoja del actor, de Diderot -se echó a reír-. Cuando le di el ensayo de Diderot se quedó estupefacta, me miró a mí y miró a Rocco como una náufraga en un océano de estupidez. Rocco, no, perdón, le llamaba Quino, supongo que de Rocchino o algo por el estilo. ¡Quino, la muy boluda! -imitó su voz-. Quino, ¿qué es una paradoja? Una enfermedad venérea, le contesté. Luego le aclaré: conseguir emocionar sin emocionarse. Pero se empeñó y llegó incluso a actuar ante el público. Pobre público. El público casi siempre es un hijo de puta maloliente y reaccionario, pero no se merecía a aquella pobre chica. Puedo evocarla como si la estuviera viendo. En el escenario de un teatro, Helga vestía con la sobriedad de una actriz del Berliner Ensemble al servicio de textos fundamentales. Inició el recitado de un monólogo, con bastante soltura a pesar de que yo me temía lo peor.
Ante el sorprendido Carvalho y la regocijada Dorotea, Dieste se metió en la antigua piel de Helga y afeminó la voz para imitar su monólogo:
Me han dicho que venga a hablarles de la paradoja del actor. ¿Paradoja? ¿Qué es una paradoja? ¿Una enfermedad venérea, un parásito? No. Una contradicción, dicen los clásicos y algunas clásicas, comprendo que es demasiado abstracto. Les pondré un ejemplo.
Dieste manotea ante sus visitantes como si jugara con sus supuestas tetas.
– Se abrió el vestido y le salieron dos tetas espléndidas. ¡He aquí dos paradojas!, exclamó. ¡Estaba improvisando! ¡No era tan negada como todos nos habíamos temido. Rocco estaba loco, loco por aquel cuerpo, con una pasión que sólo puede tener un cincuentón ante un cuerpo estúpido.
– Te hace hablar el despecho, porque Rocco se la tiraba y tú no.
– Ni siquiera se la tiraba. En aquellos tiempos éramos platónicos y respetábamos la libertad de los demás, y Rocco quería serte fiel porque estabas en manos de los milicos. De hecho, nos casamos vírgenes. ¿No puedo hablar por ti, Dorotea?
– No hablas por ti. Tú ni llegaste a casarte.
– Es que no era virgen.
Carvalho rompió el cruce de memorias.
– ¿Qué se hizo de Helga?
Ante el sorprendido Carvalho y la regocijada Dorotea, Dieste se metió en la antigua piel de Helga y afeminó la voz para imitar su monólogo
– Acabó su relación con Rocco precisamente porque era demasiado ambiciosa y se dio cuenta de que él estaba en mala situación política. Tenía a la mujer desaparecida, es decir, tú, y un día u otro irían a por él. Rocco sólo podía ofrecerle ser conejillo de Indias de su sentimentalidad, de su sexualidad, ella quería ser una actriz, mejor dicho, una estrella. Su modelo hubiera sido Susana Jiménez, una cosa así. Por eso no me sorprendió cuando dos años después apareció en las páginas de espectáculos, presentándose a un concurso para ser la Emmanuelle argentina, con otras cinco muchachas en sendos sillones de mimbres semidesnudas según la pose más divulgada convencional de Silvia Kristel. No salió el asunto. Yo tampoco me interesé mucho más porque debía salir de gira y quería aprovechar la oportunidad por si encontraba trabajo o amparo fuera de Buenos Aires. Los milicos aún coleaban, estaban nerviosos y de aquel nerviosismo saldría la estupidez borracha de Gualtieri empezando la guerra de las Malvinas. ¿Decís que Helga se vino a España? Yo no recalé aquí hasta el 85, y no se movía por círculos de paisanos, al menos de gente de teatro, poca gente argentina de teatro hay aquí, porque el teatro se hace casi todo en catalán. Pero daré voces.
Aunque él da por terminado su monólogo, Dorotea no está satisfecha.
– Te guardas algo.
– ¿Qué iba a guardarme?
– Sé que sabes algo más. Sé que tuviste alguna relación con ella aquí, en esta ciudad.
A Dieste le saltó el tapón de la histeria.
– ¡Yo tengo relación con quien me pasa por las bolas! ¡Forma parte de mi vida privada! ¿Quién ha sido el desgraciado que te ha dicho que me relacioné con Helga aquí?
– Sé que te relacionaste con Helga.
– Éste. Venid con un abogado si tenéis bolas para hacerlo. Esto es una encerrona.
Les ha dado la espalda y el mutis, y cuando Dorotea marcha tras él con la indignación precipitada, Carvalho la retiene y le propone salir del local. Ya en la calle Icaria deciden los cuerpos espontáneamente orientarse hacia las torres mellizas, que no gemelas, que abren el ámbito del Port Nou para llegar al gran zoco de restaurantes que rodea las embarcaciones. Se sientan sobre las gradas contemplando las idas y venidas de los barcos, protagonistas de un rincón que parece transportado piedra a piedra, barco a barco, litro de agua a litro de agua, rótulo a rótulo, desde un puerto norteamericano moderno y recoleto.
– Antes, los americanos se llevaban monumentos, mansiones, casas europeas, para reconstruirlas allí. Ahora es al revés. Toda esta Barcelona olímpica, esta nueva Barcelona, parece un traslado de algo esencialmente yanqui.
– Yo soy extranjera y no soy de su parecer. Es más. Vivo en la Villa Olímpica, a tres calles del almacén donde ensaya Dieste. Esta parte de la ciudad propone otro programa de vida en el que se incluye vivir el mar.
– Aquí no hay memoria.
– Eso es cierto, es una parte de la ciudad sin arqueología. Como Argentina. Como una tierra a la que le otorgan identidad los inmigrantes. En la Villa Olímpica coexisten emigrantes de muy diferentes Barcelonas, y de esa mezcla saldrá algo.
– Pero sin memoria.
– ¿Por qué ese empeño? Aquí se construirá otra memoria.
Se ha callado la antropóloga, pero estudia al detective con intensidad, como si todas las arrugas de su cara avejentadamente hermosa dependieran de descifrar el código secreto de Carvalho, y va a decirle las conclusiones de su estudio cuando a sus espaldas suena una voz de hombre:
– ¿Pepe Carvalho?
La cara pertenece a alguien vagamente conocido.
– Me presento. Soy el inspector Lifante.