Esto es material reservado, sería completamente irregular que le diera una copia. -Y a la vez que decía esto metió la foto en la fotocopiadora que tenía en el despacho.- Pero usted puede haber hecho una fotocopia aquí en mi ausencia, cuando salí un momento, sin que yo me haya enterado. -Y me extendió la hoja con la reproducción imperfecta y brumosa pero reproducción al fin. Duraría sólo unos años, las fotocopias acaban borrándose, uno no se da cuenta de que empalidecen.
Ahora han pasado dos de esos años, y sólo durante los primeros meses tras la muerte de Dorta seguí dándole vueltas a aquella noche, me duró el horror algo más que el regocijo y la saña a los periódicos impacientes y a las televisiones desmemoriadas, no hay mucho que hacer cuando no hay ayuda ni avances y los medios de comunicación ni siquiera sirven de recordatorio. No es que yo lo necesitara en lo personal, pocas cosas en mí palidecen: no hay día que no me acuerde de mi amigo de infancia, no hay día en que no me pare a pensar en él en algún instante por uno u otro motivo, en realidad no se puede dejar de contar con la gente por el hecho accidental de que ya no vamos verla. A veces creo que ese hecho no sólo es accidental, sino intrascendente, el hábito y lo acumulado bastan para que la sensación de presencia sea siempre más fuerte y no se desvanezca, cómo se podría si no echar de menos. Pero sí se difumina el final si uno no saca de él nada en limpio y además puede teñir cuanto vino antes. Ese final se sabe, pero no aparece en primer plano. No fue así en los primeros meses, cuando las pesadillas se apoderan del sueño y los días comienzan todos con la misma imagen insistente, que parece una figuración y sin embargo pertenece a lo acaecido, uno se da cuenta mientras se lava los dientes, o mientras se afeita: ‘Qué tonto soy, si es cierto.’ Repasé muchas veces la conversación de la cena última, y el filo de las repeticiones me hizo ver que nada era significativo tras haberle otorgado significación a todo durante un periodo. Dorta se divertía fingiendo excentricidades, pero no creía en magias de ningún tipo ni tampoco en ultramortalidades y ni siquiera en azares, no en mayor grado que yo, y yo no creo en casi nada. La historia de la subasta de Londres era puramente anecdótica, lo vi claro pronto si alguna vez tuve dudas, la clase de cosas que a él le gustaba inventar o hacer más que nada para contarlas luego, a mí o a otros, a sus ignorantes idolatrados o a sus señoras sociales, sabiendo que distraían. Que hubiera pujado por un anillo mágico de aquel chiflado demonólogo Crowley no era sino la prueba: era más vistoso relatar el forcejeo por ese objeto que por una carta autógrafa de Wilde o Dickens o Conan Doyle. Una zebra. Y además no se lo había llevado, lo más disparatado habría sido que la broma le hubiera costado una buena suma imprevista. Quizá ni siquiera había existido el individuo germánico de las botas vaqueras, qué fantasía. Y aunque se hubiera alzado con la esmeralda: no cabía pensar en persecuciones ni en sectas, en venganzas a lo Tutankhamon ni en conjuras a lo Fu-Manchú, todo tiene su límite, hasta lo inexplicable.
Fue al cabo de un par de meses -la prensa ya no se interesaba y era dudoso que la policía lo hiciera- cuando se me ocurrió una posibilidad tan aceptable que no comprendí cómo no había pensado antes en ella. Llamé a Gómez Alday y le dije que quería verlo. Lo noté aburrido e intentó que le contara por teléfono el hallazgo, andaba muy mal de tiempo. Insistí y me citó en su despacho a la mañana siguiente, diez minutos, me advirtió no disponía de más para escuchar hipótesis que le complicaran la vida. Fuera lo que fuese lo recibiría con escepticismo, me advirtió también, para él la cosa estaba clara, sólo que no era fácil dar con aquel lancero: en la lanza había muchas huellas entre ellas sin duda las mías, casi todos los visitantes de la casa la tocábamos o la sopesábamos o la blandíamos un instante al verla sobresaliendo en el paragüero de la entrada. Me encontré al inspector con color sano y más pelo, no supe decirme si se trataba de un implante aprovechando el agosto o de una distribución más inflada y artística de su peinado romano. Mientras le hablé mantuvo los ojos opacos, como un animal dormido al que se transparentaran las pupilas bajo los párpados:
Mire, yo no sé demasiado de las andanzas de mi amigo, me contaba algo a veces sin entrar en detalles. Pero no descarto que pagara a algunos de los chicos con los que iba. Al parecer no era infrecuente que algunos presumieran de heterosexuales, aceptaban el viaje como excepción o eso decían, se empeñaban en dejar muy claro que a ellos las tías. Esa noche mi amigo pudo encapricharse de uno, y el machito decirle que o le conseguía una mujer también o nada. Soy capaz de ver a mi amigo metiendo al muchachito en un taxi y recorriendo pacientemente la Castellana. Lo veo hasta divertido, preguntándole qué le parecía esta o aquella, opinando él mismo como si fueran dos compinches de aventuras, dos puteros en noche de sábado. Por fin cogen a la cubana y se van los tres a la casa. El muchachito insiste en que Dorta se la tire para que él lo vea, algo así. Las tragaderas de mi amigo no son ilimitadas dadas sus inclinaciones, pero se deja hacer por la mujer, una cosa pasiva, todo sea por complacer al otro y conseguir sus propósitos más tarde. El machito se pone histérico cuando le llega el turno, se pone violento, va por la lanza que le ha hecho gracia al entrar en el piso, o a lo mejor ya la tenían en el dormitorio por indicación del propio Dorta, para que el chico hiciera poses con ella como una estatua, juegos así le gustaban. Y se carga a los dos, por la encerrona, aunque fuera consentida. Ha pasado muchas veces, arrepentidos, ¿no? Se echan atrás cuando ya no hay vuelta. Usted sabrá de casos. Lo he pensado y me parece posible, eso explicaría unas cuantas cosas que no casan.
La mirada de Gómez Alday siguió siendo neblinosa y holgazana, pero le salió una voz de irritación y desprecio:
Menudo amigo está usted hecho. Qué tiene contra él, sólo quiere echar mierda sobre su cadáver o qué, vaya historietas, tiene usted la mente enferma -dijo. No es que yo conociera mucho, pero el inspector no tenía ni idea de las prácticas y cambalaches nocturnos habituales. Las exigencias. Su orgullo sería más puro que el mío, pensé.- Pero ni siquiera me vale como mierda rebuscada, le falta a usted un dato que supimos a los pocos días. Su amigo llegó en efecto en taxi y acompañado a su casa, pero iba solo con la puta, los dos armando ya escándalo, la tía con las tetas fuera y él jaleándola, según dijo el taxista. Vino a contárnoslo cuando leyó de la matanza y vio en el periódico la foto de Dorta. Así que el lancero tuvo que llegar después: el chulo siguiendo a la puta o el marido a la mujer, o los dos ambas cosas, marido y chulo, mujer y puta. Ya se lo dije.
O pudo estar ya en la casa -contesté yo, picado por la reprimenda injusta-. A lo mejor el machito, una vez metidos en faena sin éxito, obligó a mi amigo a salir solo de caza y llevarle la pieza.
Ya. ¿Y su amigo habría salido a recorrer las calles, dejándolo solo en el piso?
Me quedé pensando. Dorta era aprensivo y cauto. Podía ponerse tonto una noche, pero no hasta el punto de propiciar que lo desvalijara un chapero mientras se lanzaba a buscarle una niña.
Supongo que no -contesté exasperado-. Qué sé yo, quizá llamó al chapero, lo hizo venir luego, las secciones de anuncios de los periódicos están llenas de ofrecimientos para cualquier hora.
Gómez Alday tuvo ahora uno de sus fogonazos, pero fue más de impaciencia que de otra cosa.
¿Y entonces para qué la tía, dígame, a ver? Para qué se la habría llevado, eh. Qué empeño tiene en que se culpe a una maricona. ¿Qué tiene usted contra ellos?
Nunca he tenido nada. Mi mejor amigo era lo que usted ha dicho, quiero decir que lo llamaron así muchas veces. No me cree, pregunte por ahí, pregunte entre los escritores, le contarán, son chismosos. Pregunte en los tugurios, también es su término. Me he pasado la vida defendiéndolo.
Lo que cuesta creer es que fuera usted amigo suyo. Además, ya le dije que a mí sólo me interesaba su última noche, ninguna otra. Es la única que me atañe. Ande, lárguese.
Me fui hacia la puerta. Ya con la mano en el picaporte me volví y le pregunté:
¿Quién descubrió los cadáveres? Los encontraron de noche, ¿no?, a la noche siguiente. ¿Quién subió a la casa? ¿Por qué subió nadie?
Nosotros -dijo Gómez Alday-. Nos avisó una voz de hombre, nos dijo que allí teníamos pudriéndose dos animales muertos. Eso dijo, dos animales. Probablemente el marido se angustió de pensar que allí estaba su puta, tirada y con un agujero sin que se enterara nadie. Le vendría el sentimentalismo de nuevo. Colgó en seguida tras dar las señas, no sirve de mucho. -El inspector hizo girar su silla y me dio la espalda como si hubiera puesto punto final a su trato conmigo mediante su respuesta. Vi su nuca ancha mientras me repetía:- Lárguese.
Dejé de darle vueltas al asunto, supuse que la policía nunca averiguaría nada. Dejé de darle vueltas durante dos años, hasta ahora, hasta una noche en que había quedado a cenar con otro amigo, Ruibérriz de Torres, muy distinto de Dorta y no tan antiguo, siempre va con mujeres que le dan buen trato y no es apocado, menos aún resignado. Es un sinvergüenza con el que me llevo bien, aunque sé que algún día me hará objeto de la deslealtad que tiene hacia todo el mundo y ahí se acabará la camaradería. Está enterado de cuanto pasa en Madrid, se mueve por todas partes, conoce o se las arregla para conocer a quien se proponga, es un hombre de recursos, su único problema es que lo lleva pintado en el rostro, la capacidad de estafa y la voluntad de dolo.
Estábamos cenando en La Ancha, en la terraza de verano, el uno enfrente del otro, su cabeza y su cuerpo me tapaban la mesa siguiente, en la que no tuve por qué fijarme hasta que la mujer que ocupaba en ella el lugar de Ruibérriz, es decir, el que estaba frente al mío, se agachó lateralmente a recoger su servilleta, volada por un poco de aire que se levantó a los postres. Asomó por su izquierda mirando hacia delante, como hacemos cuando recogemos algo que está a nuestro alcance y que sabemos exactamente dónde ha caído. Sin embargo se confió y falló, y por eso hubo de tantear con los dedos durante unos segundos, siempre con la cara mirando hacia nosotros, quiero decir hacia nuestra posición, porque no creo que posara los ojos en nada. Fueron unos segundos -uno, dos, tres y cuatro; o cinco-, los suficientes para que yo viera la cara y el largo cuello estirado en el pequeño esfuerzo de recuperación o búsqueda -la lengua en una comisura-, un cuello muy largo o más largo quizá por efecto del escote veraniego, un mentón corto y redondo y las aletas de la nariz dilatadas, unas pestañas densas y unas cejas como pinceladas, la boca grande y los pómulos altos, la tez oscura por naturaleza o piscina o playa, eso era difícil decirlo al primer golpe de vista, aunque mi primer golpe de vista sea a veces como una caricia, otras veces como un verdadero golpe. La melena era negra y de peluquería y rizada, vi un collar o una cadena, atisbé el escote rectangular, un vestido con tirantes sobre los hombros, blancos los tirantes y también el vestido, oí ruido de pulseras. Los ojos fueron lo que vi menos, o acaso los pasé por alto por la costumbre de no verlos nunca en la fotografía, apretados allí, cerrados allí con el gesto de dolor de quien murió con gran daño. Oh sí, en verano las mujeres se asimilan unas a otras más que en invierno y en primavera, y más aún para los europeos si son o parecen americanas, a todas podemos verlas como si fueran la misma, en verano ocurre mucho, algunas noches no distinguimos. Pero ella en verdad se parecía. Eso era mucho decir, lo sé bien, el parecido entre una mujer de carne y hueso con movimiento y una mera fotocopia de comisaría, entre los colores brillantes y el blanco y negro brumoso, entre las carcajadas y la parálisis, entre unos dientes luminosos y unas muelas picadas que jamás fueron vistas sino descritas, entre una vestida sin apuros visibles y una desnuda indigente, entre una viva y una muerta, entre un escote veraniego y un boquete en el pecho, entre la lengua suelta y el silencio eterno de los cuarteados labios, entre los ojos abiertos y los ojos cerrados, tan risueños. Y aun así se parecía, se parecía tanto que ya no pude apartar la vista, eché inmediatamente mi silla a un lado, hacia mi derecha, y como aun así no alcanzaba más que a verla a medias e intermitenternente -tapada por Ruibérriz y por su acompañante, los dos se movían-, me cambié sin más de sitio pretextando que me molestaba el aire, y pasé a sentarme -desplazados el plato del postre y mis cubiertos y vasos- a la izquierda del amigo, para ver sin obstáculos y miré sin pausa. Ruibérriz se dio cuenta en seguida, con él no hay mucho disimulo posible, de manera que le dije, sabiéndolo comprensivo ante semejantes accesos: