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El coronel, como si dudara de si el giro que había tomado su alocución era infatuado y pomposo o por el contrario sublime y avasallador, se detuvo y articuló algunas sílabas inconexas (agudamente acentuadas) para a continuación balancearse ligeramente sobre sus talones adelante y atrás (las manos rosadas en la mesa apoyadas) a modo de pausa o de transición.

– Una carga fallida: ese fue el marco de su aprendizaje y consagración. Una carga contra las Tres Flechas a las órdenes del gran Poniatowski, cuya poco envidiable misión consistía en atacar por detrás con el grueso de la caballería aquel reducto imponente y bien guarnecido. El riesgo y las dificultades que la operación entrañaba le hicieron mostrarse cauteloso, indeciso, y cancelar por dos veces las instrucciones ya dadas para sustituirlas por otras, casi opuestas en la primera ocasión, en la segunda vacilantes, mal enunciadas y ambiguas. Mientras tanto la batalla iba desplegándose rápidamente en los otros dos frentes, y los jinetes empezaban a impacientarse al ver que el momento previamente indicado para que se produjera la carga se disipaba sin que ésta tuviera lugar. Louvet, en cabeza, aguardaba con exasperación el instante de participar finalmente en una acción concertada y masiva: su caballo, instigado por él, se revolvía sobre sí mismo contagiado de su sanguinolencia exultante, tentando bruscas arrancadas y quiebros a la espera del espoleamiento definitivo, sin miramientos, brutal, que desde hacía ya varios minutos se insinuaba inminente dentro de su inagotable demora. Poniatowski, el Bayard polaco, trémulo de fiebre y titubeante, reflexionaba. Las cabalgaduras, nerviosas e irritadas, recalcitraban, piafaban. La tensión de los hombres, al tiempo, cedía y se diluía. Por fin, ensartando la bruma y el vaho, sonaron las voces encadenadas, resolutas, imperativas: hubo una espontánea e improvisada reordenación de las filas, demasiado dispersas ahora, en exceso ausentes y apaciguadas: los corazones más jóvenes batieron con fuerza, los oficiales se calaron un poco más los morriones y desenvainaron haciendo innecesariamente entrechocar los metales, todas las filas se irguieron; altisonante, confusa, se oyó la orden de ataque, y entonces empezó a formarse una nube de polvo, denuedo y calor que fue ascendiendo paulatinamente desde los cascos de los caballos hasta los muslos de los jinetes a medida que unas líneas, al desplazarse, invitaban a las siguientes a avanzar y ocupar su lugar, y que el trote, en virtud del trabajoso pero regulado crescendo de todo impulso remolón e inicial, se iba acelerando mecánicamente. Y como el polvo que enturbiaba la aurora, también el retumbar aumentaba y se hacía a cada segundo más profundo y más uniforme: las tropas compactas marchaban al trote y adoptaron un ritmo de dáctilo, amenazador, machacón; y trotaban, trotaban, trotaban, trotaban. Louvet, abriendo la carga, se despegaba unos metros del bloque para acto seguido remitir y frenar, dejarse de nuevo engullir por el tinte azulado de sus camaradas y a continuación distanciarse otra vez: adelante, siempre su empuje le llevaba adelante sin que nadie le pudiera sobrepasar; y mientras él sorteaba hábilmente los tocones de árboles que emergían del suelo como enormes cabezas de condenados asiáticos, algunas monturas comenzaron a tropezar arrastrando consigo a sus dueños en aparatosos derrumbamientos y revolcones masivos. Por el contrario Louvet, imbuido de esa concentración tan intensa que otorga el anhelo, apretaba más bien el paso; y cuanto más velozmente corría, mejor manejaba las riendas de su jaspeado caballo, bordeando con desenvoltura, como un artista circense o un bailarín metamorfoseado, los obstáculos que el endemoniado terreno le presentaba. De nuevo la voz monosilábica, empañada, aspirada, resonó entremezclada con los murmullos de aliento que las cabalgaduras y los jinetes, en forma de resoplidos los unos, de imprecaciones secretas los otros, mutuamente se prodigaban; y Louvet… Louvet espoleó aún más su montura emprendiendo el galope en lo que él entendió como el apogeo de la dilatada carga: a tres cuerpos de los demás cuando acometió su trascendental carrera, fue exigiendo a cada salto adelante mayor rapidez o tal vez fue incapaz de embridar los ímpetus de su animal desbocado. Y sólo cuando el verde cercano de los uniformes contrarios surgió con rotundidad tras el humo y la polvareda, obligó a resbalar al caballo en un alto y volvió la mirada: sus compañeros, sus subordinados, a una distancia ya mucho mayor de la que le separaba de los cosacos, estaban inmóviles o se replegaban hacia su campo: nadie en cualquier caso le había seguido, la carga se hallaba interrumpida, anulada, tan sólo él había atacado. El Bayard polaco se había arrepentido otra vez, las dudas le habían vuelto a asaltar. Y Louvet, con los ojos agigantados empapados no se sabe si de gloria o espanto, con el sable en la mano inclinado hacia abajo y sumiso, todo el tronco torcido, volteado hacia atrás y un estribo perdido en el súbito giro, penetró en otro tiempo, ¿comprende?, un tiempo distinto que no conocemos, nada tiene que ver con el nuestro: una vaharada de irremisión salida de su propia boca debió de envolverle mientras sus vitreas, agrietadas mejillas despedían un reflejo encerado e intoxicante, y en aquel momento se unió al sino latente, impasible y perenne de nuestra corporación, que cristalizaba con él por enésima vez lanzando destellos refulgentes y efímeros, verbosos (fíjese) así que jaculatorios, para en seguida recluirse de nuevo en su zona de inmanencia y de sombras y volver eternamente a empezar. Y él, Louvet, dirigió su montura a galope tendido contra los cañones rusos de las Tres Flechas. Desde la lejanía se le vio llegar hasta allí con el brazo derecho extendido, como una estatua ecuestre dotada de movimiento y pasión, sin que lo abatiera ni se produjera un solo disparo; y a continuación, tan fugazmente como al pretenderse vigilar la inaprehensible conducta de un instante aislado, se vislumbró tan sólo el caballo y después nada más. Y cuando los tumefactos despojos del ejército ruso, escasos, maldicientes, vencidos y pese a todo en buen orden se retiraron como un enigma insoluble al ponerse el sol, el erudito Louvet marchaba con ellos…

El coronel tomó asiento e hizo girar con tal fuerza el globo terráqueo que adornaba su mesa que a punto estuvo de derribarlo: tan decidido y enérgico fue su manotazo.

– Yo tengo para mí que Louvet fue un valiente: tengo para mí que el Bayard polaco, asediado por las temperaturas aquella madrugada, ordenó detener la ofensiva al ver cómo los tocones y los maderos que poblaban el campo trababan las patas de las cabalgaduras y causaban numerosísimas bajas innecesarias. Sepa usted que unos minutos más tarde la verdadera carga tuvo lugar al trazarse un complicado rodeo y atacar el reducto de flanco (con éxito muy relativo, dicho sea de paso). Sí, tengo la convicción absoluta de que Louvet fue un valiente y un militar ejemplar, y sin embargo la plana mayor de la Grande Armée, escarmentada y dolida, susceptible y confusa por la acumulación de descalabros y sinsabores que sin atreverse a mirar entreveían quizá como merecidos, no lo juzgó de este modo: el hecho de que no hubiera disparos por parte de los cosacos mientras él cabalgaba hacia ellos con el sable empuñado y ofreciendo un buen blanco, la escandalosa denuncia que hizo Cham-bray del favorable trato dispensado a Louvet durante su cautiverio (a lo largo del cual los demás prisioneros le habían visto cambiar impresiones, departir, confraternizar y colaborar a menudo con Wittgenstein, Phull, Clausewitz: ¡sus iguales!): ambas irregularidades, unidas a los pequeños fracasos tácticos del erudito antes de Borodino, que ahora se consideraron a una luz tendenciosa y malsana, levantaron la infundada, grotesca y miope sospecha de una traición: de que pudiera haberse pasado al bando enemigo en plena batalla y con premeditación. Y cuando Louvet volvió a su patria ya liberado, se le formó un consejo de guerra del que sólo sabemos que salió condenado. No hay dato ninguno sobre la clase de pena que le fue impuesta: no existen pruebas de que se le fusilara, tampoco de que se le deportara como vamos a hacer con usted (¡al islote de Bormes!, ¿comprende?; ¡por siempre jamás!). Nada sabemos porque el ejército no admite los casos dudosos ni es cognoscible, y allí donde asoma su esencia demasiado relampagueante para ser contemplada, no caben más que la indiferencia, el disimulo, la omisión y el silencio si se aspira a mantenerlo intacto y con vida. Cuando así se muestra su naturaleza terrible, mejor no intentar aprehenderla, mejor no enterarse de ella. Porque nada sabemos, nada en efecto sabemos, y no obstante fíjese en que gracias a ello y a no averiguar nos es dado conjeturar, cavilar, incluso decidir sobre lo que fue de Louvet con la máxima libertad. ¿Lo ve usted? ¿Lo comprende? Consulte, vaya a mirar en los libros: le mentirán tanto como yo le pueda mentir; tan equivocada al respecto y a todo se encuentra la Historia como lo pueda estar yo, porque su saber es idiota, irrisorio, parcial, consanguíneo del mío, con el agravante de que no se sabe contradecir ni modificar, traicionarse ni negarse a sí mismo, apuñalarse como yo me apuñalo una y otra y aun una vez más. Esos libros escritos con el firmísimo pulso del que nada conoce y la pretensión de enseñar le contarán que Bonaparte entró en Rusia en agosto y que no hacía frío, sino un insoportable calor; que los contingentes de la fuerza invasora eran apabullantes, inmensos, y que la moral de las tropas, lejos del resquebrajamiento, el cansancio o la abulia, era tan elevada o más que el año 93; que antes de Borodino no hubo enfrentamientos de envergadura y apenas escaramuzas, que los soldados franceses sólo conquistaban cenizas y espacio desierto; también le dirán que no era el gran Ponia-towski quien aquella mañana se hallaba febril, sino el propio Napoleón… y no le hablarán de Louvet. Un docto traidor cuyas obras mediocres consume el olvido, así lo verá mencionado en algún documento de archivo. Y sin embargo aquello fue como yo se lo cuento. Tengo para mí que en aquellos instantes anteriores al éxtasis, Louvet no supo o no quiso distinguir las voces de alto y creyó que se encomendaba la galopada final; y que cuando se dio cuenta de lo que sucedía (e ignoro si desde su cúspide en realidad se la dio),…cuando deslumhrado y perplejo le cupo la duda de si el acto de indisciplina, la contravención, el error, lo habían cometido los otros al retroceder o él mismo al no frenar y avanzar, prefirió la embestida furiosa y la muerte (petulante, retorcida, ampulosa, que no se deja buscar) a volverse atrás. Supo entonces sin vacilación, una vez tomada la decisión y al fundirse con la trágica esencia de nuestra corporación… esa esencia que a nosotros nos huye… cuanto se pueda saber, cuanto es imposible saber; y sin embargo, al mismísimo tiempo no quiso ya probar más de nuestro conocimiento empobrecedor y parcial: desdeñó desde las alturas toda falta de plenitud y no pudo transigir con lo humano. Y no estoy seguro, a la postre, de si temió el desengaño posible, insoportable y total del mundo incompleto que acababa de abandonar o si no le interesó ya conocerlo tal vez… Ni siquiera, fíjese, tuvo que renegar de él: la separación entre ambos fue espontánea, fácil y natural, no fue producto, ¿comprende?, de ninguna, de ninguna voluntad…

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